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Bar­ce­lo­na

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      Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­p­ia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del editor.

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      Lydia

      Mayo de 2018

      —¡Vamos, hazlo! ¿Qué puedes perder? Si un chico así me mirara como te ha mirado ese a ti, no le daría mi número de teléfono, le daría mi vida entera.

      «Exagerada», pensé.

      Mi jefa veía romances y grandes historias de amor a diario en las miradas de las parejas de clientes, en sus sonrisas, en sus gestos de desesperación mientras esperaban, aunque no supiera si se trataba de una cita. Melinda era una romántica empedernida y me había puesto en su punto de mira.

      Pero lo cierto era que el hombre de la mesa siete era guapo, más que guapo. Lo había traído una ráfaga de viento y la cafetería entera había suspirado al verlo entrar. Parecía uno de esos ejecutivos que te miran de arriba abajo y parece que te escaneen. Y sí, a mí me había hecho un TAC integral. Y sí, yo le había sonreído. Dos veces. Tres, si contaba la sonrisa que acababa de lanzarle.

      —A alguien se le van los ojos hacia la mesa sieteeeee —canturreó mi compañera Jess al pasar con la bandeja repleta de platos sucios.

      —Dejadlo ya. ¿Es que no veis que está acompañado?

      —¡Bah! Nada importante. La chica es muy bonita, pero tienen una conversación demasiado formal —observó Melinda—. Por cierto, él se llama Austin. —Levanté una ceja, suspicaz. Seguro que se lo estaba inventando. Como siempre—. Es verdad. He oído como ella lo llamaba así al servir el pedido de la mesa ocho.

      —Es un nombre bonito —dijo Jess con un guiño muy sugerente—. Dale tu número. Si tiene interés te llamará.

      ¿Darle mi número? ¿Es que se había vuelto loca? Que trabajáramos en una cafetería que podría ser la localización de una película romántica no significaba que la vida fuera de color de rosa. Podía tontear un poco con los clientes guapos, pero mi descaro acababa ahí.

      Hui de ellas con el pedido de la mesa seis. Estaban muy colgadas, o muy aburridas, que era mucho peor. Se habían empeñado en reactivar mi vida sentimental y ya habían dejado claro que mi opinión no contaba. Creían en el amor, «el amor está en el aire», decían. Pero eso solo eran gilipolleces. Hacía tiempo que había dejado de creer en cuentos de princesas o en historias a lo Oficial y caballero. Los hombres, cuanto más lejos, mejor.

      Desde que me quedé embarazada de Sophia no había vuelto a estar con nadie. No me interesaba. Mi pequeña fiera de dos años era todo lo que necesitaba para sentirme completa, y lo demás había quedado relegado a un segundo plano.

      —Está pidiendo la cuenta —susurró Jess—. Yo te la preparo y se la llevas con tu mejor sonrisa.

      Me pellizcó las mejillas, me arregló el pelo y me desabrochó un botón más de la blusa del uniforme. Luego, puso el platillo del ticket en mis manos y me empujó hacia el pasillo.

      Si hubiera sabido que mi número de teléfono estaba escrito en el revés de la cuenta jamás se la hubiera entregado, jamás le hubiera vuelto a sonreír. Y jamás, ¡jamás!, le hubiera guiñando un ojo a ese hombre. ¡Jamás!

      Austin

      Me guardé la cuenta en el bolsillo de la americana y Alice soltó una carcajada. ¡Qué esperaba! La camarera era preciosa, muy de mi estilo: rubia, pelo largo, buenas curvas y mirada provocadora. Su sonrisa era sugerente, pero no tanto como ese escote que insinuaba algo mucho más tentador.

      —¿Vas a llamarla? ¿En serio?

      —Probablemente. Ese uniforme rosa ha despertado mi curiosidad.

      —Eres increíble.

      Alice, que se había mostrado muy pesimista durante el almuerzo, volvió a reír y me dio un beso en la mejilla antes de meterse en el taxi que había parado para ella. Me gustó arrancarle una sonrisa. Su empresa estaba atravesando una situación complicada, y yo estaba intentado ayudarla en todo lo que fuera posible. Era mi trabajo: abogado mercantil o un «vendemotos», como decía mi madre.

      Empecé mi trayectoria profesional volcándome por completo en la rama penal de la abogacía, pero me di cuenta enseguida de que aquella no era mi vocación. A mí me iba más la negociación en los despachos, resolver disputas entre empresas, identificar riesgos, asesorar en la firma de contratos… En resumidas cuentas: simplificar las cosas a los empresarios. Y cobraba bien, muy bien. Trusk, Eaton and Associates era uno de los bufetes más prestigiosos de Chicago, y yo era un hijo de puta con mucha suerte.

      Pero en aquel asunto de Alice no iba a ver ni un centavo. Era amiga de mi única hermana, MC, la conocí en su boda, y, si mi intuición masculina no me fallaba, había algo entre mi hermano mayor y ella que tenía pinta de convertirse en una relación en toda regla. Ojalá fuera así, porque Alice era una mujer de armas tomar y Tyler necesitaba que alguien le bajara un poco los humos.

      Levanté la mano para decirle adiós y, cuando la perdí de vista, volví a la cafetería.

      Las campanillas de la puerta me delataron, las dos camareras que servían en ese momento se quedaron congeladas al verme de nuevo. Sus miradas se movieron al unísono hacia el interior de la cocina y les sonreí por aquella información involuntaria y silenciosa.

      Las puertas dobles se abrieron y ella apareció con dos platos de ensalada y las mejillas encendidas.

      —Jess, el pedido de la mesa cuatro… —Mantuvo las manos suspendidas sobre la barra al encontrarse cara a cara conmigo. Luego soltó los platos con demasiada brusquedad—. ¡Jess, mesa cuatro!

      Desplegué mi estudiada sonrisa de chico bueno encantado de haberse conocido, pero ella ni se inmutó. Por norma general, las mujeres se sonrojaban ante ese gesto, o suspiraban, o mojaban las bragas, como siempre puntualizaba mi hermana. Pero esta chica era inmune, y eso me provocaba más curiosidad. ¿Por qué una mujer que me daba su número de teléfono se mostraba tan indiferente?

      —¿Se te ha olvidado algo? —me preguntó.

      —No, no, solo quería saber… Tal vez podrías explicarme qué significa esto. —Extraje la cuenta del interior de la americana y la dejé sobre la barra.

      —Es tu cuenta. No veo cuál es el problema. —Se cruzó de brazos y me ofreció una panorámica increíble del encaje blanco de su sujetador—. ¿Es que quieres poner una reclamación?

      —Me refiero a esto. —Le di la vuelta a la nota y le señalé los números escritos con bolígrafo rojo—. Es tu teléfono, ¿no?

      Algo en su expresión me dijo que ella no tenía nada que ver con eso. Buscó a sus compañeras con la mirada encendida y las encontró espiando la escena desde el otro lado de la sala.

      —Lo siento, creo que mi amiga Jess ha debido de pensar que tú… y yo… Olvídalo, por favor. Esto es muy bochornoso.

      Intentó recuperar el papel, pero fui más rápido. Era mi cuenta y pensaba conservarla.

      —Oh, no, no voy a olvidarlo. Ahora me siento en la obligación de quedar contigo.

      —Pues te libero de esa obligación. Ha sido una broma de mal gusto. Lo lamento.

      —Vaya. —Fingí sentirme apenado, incluso hice un leve puchero—. Pensé que podría invitarte a un café al terminar tu turno.

      —Lo siento, no puedo.

      —¡Sí

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