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tan patosos patinando como él y terminé confesándole que aquella hamburguesa se había convertido en mi comida favorita. La suya era la lasaña de su madre.

      —MC dijo que no era capaz de comerme la lasaña entera, y acepté el reto. Imagínate: mientras ella hacía guardia en la puerta de la cocina, yo me senté en la encimera, agarré la cuchara de madera de mi madre y arrasé con una lasaña para seis.

      —Y vomitaste —afirmé.

      —Vomité, por supuesto. Cuando ya solo me quedaban un par de cucharadas, MC me hizo reír y me atraganté. Lo demás ya te lo puedes imaginar: mi madre montó en cólera, mi padre nos castigó y estuve con diarrea durante días.

      Hice una mueca de asco sin dejar de sonreír. Quería a su familia, se le iluminaba la cara cuando hablaba de ellos, y sentí envidia. Yo jamás tuve ese tipo de relación con mis padres. Ellos estaban demasiado ocupados con los sermones de la iglesia e intentando parecer alguien en un lugar donde nadie llegaba nunca a nada.

      Nos acabamos la cena en medio de una agradable conversación en la que confesé que era de Nueva York, que me había criado en Queens y que mis padres fallecieron en un accidente de coche al volver de la iglesia un domingo cualquiera.

      —¿Y qué te trajo a Chicago?

      —No lo sé —mentí—. Supongo que Nueva York me superó, pero me seguían gustando las grandes ciudades, así que…

      —Llegaste aquí, encontraste trabajo en la cafetería y, ¿ahora qué? ¿Tienes pensado quedarte o también te cansarás de Chicago?

      —Tampoco lo sé —respondí con sinceridad y un deje de tristeza.

      —Bueno, haré todo lo que esté en mi mano para que te quedes. Cuando te enamores del viento estarás rendida a la ciudad y habré conseguido mi objetivo.

      —Cuando me enamore del viento, ¿eh? Lo dudo. —Reí—. Odio este viento infernal.

      Abrió mucho los ojos y fingió estar horrorizado por lo que acababa de oír.

      Su tono contundente, la seguridad de sus palabras y el mensaje que ocultaban desató un sinfín de pensamientos que me sumieron en un silencio pesado. Me gustaba, me hacía reír, no era tan tonta como para pensar que Austin era un santo, todo lo contrario, pero era un buen chico y no se merecía que le escondiera algo como lo de Sophia. ¿Qué era lo peor que podía pasar si se lo contaba? ¿Que desapareciera de mi vida?

      —¿Estás bien? Te veo muy callada.

      Cuando estuvimos dentro del coche, lo observé y vi auténtica preocupación en sus ojos. El pelo le cubría la frente y parte de un ojo, y no me resistí más. Llevaba queriendo apartárselo desde que lo conocí. Levanté la mano despacio y mis dedos le peinaron aquellos mechones rebeldes con sumo cuidado. «Por si es la última oportunidad que tienes para hacerlo», me dije.

      —Lydia…

      —Tengo que decirte algo —solté con los ojos cerrados y la mano aún sobre su pelo. La dejé caer hasta la mejilla y su rastro de barba me cosquilleó en la palma.

      —Si no es que estás completamente enamorada de mí y que quieres que te bese de una vez, prefiero que no lo digas. —Podía parecer una broma, pero su tono era tan serio que abrí los ojos de golpe—. Cualquier cosa que te haga dudar y sufrir como lo que tienes que decir puede esperar a otro día. ¿Estamos de acuerdo?

      Asentí lentamente y él me recompensó con un beso en la palma de la mano sin apartar sus ojos de los míos. Se me erizó la piel y noté la respiración pesada. Tuve miedo de pedirle que me besara y de empezar a sentir cosas más fuertes por él. El deseo y la atracción física estaban bien, pero había una línea muy fina que no debía traspasar y era importante que lo tuviera siempre presente.

      —Hoy no pienso dejarte en una parada de autobús, ni voy a llamar a un taxi, así que… ¿adónde la llevo, señorita?

      —No es necesario que lo hagas. Puedo…

      —¿Te parece al 5486 de South Woodlawn Avenue?

      —¿Eso qué es? —me extrañé.

      —Mi casa, ¿qué va a ser? Si no quieres que te lleve a la tuya…

      —¡Esta bien! —accedí—. Pero te advierto que no vivo precisamente en el mejor barrio de la ciudad.

      —¿Crees que eso va a echarme atrás? —preguntó. Casi podría decir que se había ofendido—. ¿Me dices la dirección o te llevo a mi casa?

      —2500 al norte de la 75, en Elmwood Park.

      Recorrimos los diez minutos hasta mi casa en completo silencio. No fue incómodo, pero tampoco agradable. Se habían quedado suspendidas en el aire las cosas que quería decirle y la mezcla entre el deber y el deseo se me estaba atragantando. No podía seguir ocultándole a mi hija. No era justo para él ni para mí. Ni para lo mejor que tenía en mi vida.

      —Ya estamos —anunció al tiempo que le daba un buen repaso al edificio.

      —Gracias por traerme.

      —Te acompaño al portal.

      —No, no es necesario, de verdad. Ya has sido muy amable trayéndome hasta aquí.

      —Eso quiere decir que no me vas a invitar a subir, ¿no? —Negué despacio—. ¿Ni siquiera un café?

      —Austin…

      Desde la calle oí un llanto estridente que reconocí de inmediato. Así lloraba Sophia cuando tenía un berrinche o cuando perdía el chupete, que para el caso era lo mismo.

      —Tengo que irme.

      —¡Espera! —Me cogió del brazo antes de que abriera la puerta, y sentí la calidez de sus dedos en lo más profundo de mi cuerpo—. Dime que vas a volver a salir conmigo. ¿Qué tal el sábado?

      —Esta conversación ya la hemos tenido. El sábado trabajo, Austin.

      —Lo sé, pero puedo recogerte en la cafetería cuando salgas. Me gustaría llevarte a un sitio especial.

      —No sé si es buena idea. —Los gritos de Sophia aumentaron y miré por la ventanilla, desesperada. Austin también lo hizo y maldijo en voz baja—. Tengo que irme.

      —Joder, vaya amígdalas tiene esa niña. Pobres padres, menudo infierno —masculló—. Bueno, ¿qué me dices? ¿Nos vemos el sábado?

      —Deja que lo piense, ¿de acuerdo?

      —Está bien. Pero no pienses demasiado.

      - 10 -

      Austin

      La esperé en la puerta de la cafetería sin salir del coche mientras revisaba los últimos correos electrónicos que la junta de la fundación me había mandado. Mi hermana me había llamado dos veces, pero no le había cogido el teléfono. Ya sabía lo que iba a decirme, era como si la tuviera metida en la cabeza. Nick le habría contado nuestra conversación y ella habría atado cabos de inmediato. Solo era cuestión de tiempo que hiciera partícipes de la noticia al resto de la troupe Gallagher y que el chat familiar saltara por los aires.

      Levanté la mirada de la pantalla y se me cayó el móvil de las manos al ver a Lydia. Estaba… ¡Wow! Se había puesto un vestido rojo corto, llevaba sandalias de tacón y el pelo suelto, con unas ondas que invitaban a sumergirse en ellas, aspirar su aroma y acabar alborotándolas.

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