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a que la niña estaba dormida.

      —Viene detrás —dijo Jess después de un rápido vistazo por encima del hombro.

      —Ya lo sé.

      Era testarudo y no se rendía. Hasta en eso era perfecto. Y tenía razón: yo no había hecho bien las cosas y estaba en su derecho a estar enfadado. Le mentí a propósito y encima le había dicho eso de meterse en mis bragas… Era una idiota. Austin se había comportado como un perfecto caballero desde que lo conocí, había soportado mis desplantes, mi mal humor, me había dejado mi espacio y había sacado a relucir a una Lydia diferente, a una que volvía a creer en las buenas personas y que se había permitido soñar un poquito con algo… especial. No era su culpa que la burbuja me hubiera estallado en la cara.

      —¿Qué vas a hacer? —quiso saber Jess.

      Resoplé y me encogí de hombros, vencida.

      —Vete a casa y descansa. Austin nos llevará.

      —¿Estás segura? —Asentí y ella nos abrazó—. Llámame luego, ¿de acuerdo? Y no le grites más, pobrecito.

      Austin me abrió la puerta de atrás en silencio y subí sin soltar a Sophia. Hicimos el trayecto callados, respirando el uno los suspiros del otro y esquivándonos la mirada en el retrovisor.

      Eran cerca de las dos de la mañana cuando detuvo el Mercedes delante de mi edificio. Me abrió la puerta mientras me quitaba el cinturón y cogió a Sophia en brazos para que pudiera salir. Pero luego no me la devolvió. Echó a andar hacia la entrada con el cuerpecito de mi hija recostado contra el pecho y la cabeza sobre el hombro. Fue tan natural y, al mismo tiempo, tan irreal, que tuve que contener un sollozo.

      Las llaves me temblaron al intentar abrir la cerradura y sentí el tacto cálido de su mano al quitármelas para hacerse cargo. Yo ya no tenía fuerzas para negarme, así que permití que me acompañara hasta el apartamento y que se adentrara un poco más en mi vida.

      —Tengo que cambiarle el pijama y el pañal antes de acostarla —susurré al encender la luz del recibidor.

      Me impactó ver el reguero de gotas de sangre que había hasta el salón y me sentí muy culpable. Mientras mi hija se daba un golpe fatal, yo estaba con Austin, viendo las estrellas con mi mano en su paquete.

      —Dime dónde la llevo. Luego limpiaremos esto.

      Me siguió por el pasillo hasta la única habitación y me dio mucha vergüenza que viera el estado en el que había dejado el dormitorio por la mañana. Había ropa sucia en el suelo, la cama y la cuna estaban sin hacer, más ropa por doblar encima de la cómoda, y una limpieza a fondo no le hubiera ido mal a toda la casa. Y, sin embargo, él solo tenía ojos para mi hija que, en mitad del sueño, había soltado la jeringuilla de plástico para aferrarse al dedo de Austin.

      —Ponla sobre la cama.

      No se perdió ni uno solo de mis movimientos. Me sentí incómoda con su presencia en un lugar tan pequeño, porque Austin era de los que llenaba cualquier espacio con ese carisma tan desbordante. Y allí, en medio de mi caos, desentonaba como un globo rojo sobre un fondo de nubes blancas.

      Cuando terminé de cambiar a la niña y la dejé en la cuna, volvimos al salón.

      —Gracias —dije al tiempo que recogía algunos juguetes—. Y perdóname por lo de antes. No debí hablarte así, tú no tienes la culpa de lo que pasa en mi vida.

      Estaba tan cansada que me dio igual quitarme las sandalias delante de él y dejarlas tiradas en un rincón. Eran de Jess, igual que el vestido. Yo no tenía ropa así en mi armario.

      Austin rodeó la barra de la cocina y regresó con un trapo húmedo. Antes de que pudiera detenerlo, se arrodilló y limpió las gotas de sangre del suelo.

      —No hagas eso, por favor —le rogué al borde del llanto. Era demasiado—. Lo haré yo. Déjalo, Austin, es tarde.

      —No me importa. Solo será un momento.

      No iba a poder impedírselo, por lo que decidí ir a cambiarme el vestido por algo más cómodo. Cuando volví con un pantalón corto y una camiseta vieja, él miraba por la ventana con las manos metidas en los bolsillos. Vi sus ojos a través del cristal y tragué saliva ante lo que pudiera pasar a continuación.

      —Gracias otra vez. No tenías por qué hacerlo.

      —¿Mañana trabajas? —preguntó sin venir a cuento.

      —No, mañana es domingo.

      —Bien. Vendré a por vosotras a las diez. Llevaremos a Sophia al Northwestern para que le hagan ese escáner.

      Levanté las cejas ante su tono categórico, pero no me atreví a decir nada.

      Dio media vuelta y se dirigió a la puerta, sin más. Murmuró un escueto «buenas noches» y se fue.

      Me quedé inmóvil en medio del salón debatiéndome entre echarme a llorar o irme a dormir y, finalmente, opté por una mezcla de ambas opciones.

      Sin embargo, no había llegado al dormitorio cuando escuché unos suaves golpes en la puerta de casa. El corazón empezó a latirme al triple de su velocidad normal. Eché un vistazo por la mirilla y lo vi ahí, con las manos apoyadas a ambos lados de la puerta y la cabeza hundida entre los hombros.

      —¿Qué pasa? ¿Has olvidado…?

      No me dejó acabar. Sus brazos me envolvieron y sus labios se encontraron con los míos en un beso hambriento. Me aferré a él con desesperación y enredé los dedos en el pelo de su nuca mientras Austin hacía lo mismo conmigo. Quise quedarme allí para siempre, en el calor de ese abrazo, en la suavidad de sus caricias, en el sabor de su boca, en mi necesidad, en su sonrisa…

      Lo quise todo y, tal vez, fue demasiado.

      - 12 -

      Austin

      —¿Crees que puedes llamar a mi marido a las tres de la mañana para pedirle un favor sin que me entere? —preguntó mi hermana nada más descolgar el teléfono.

      Eran las siete y media, estaba en lo mejor de un sueño que tenía como protagonista a cierta rubia y, por un segundo, no tuve la menor idea de a qué se refería MC. Hasta que recordé lo que había ocurrido la noche anterior y me tapé los ojos con una mano.

      —Es domingo, deberías estar durmiendo.

      —Tengo acidez, y no cambies de tema. ¿Para qué llamaste a Nick? —insistió.

      —¿Has oído hablar del secreto médico-paciente? Pues eso.

      —¿Y tú has oído hablar del síndrome premenstrual? Pues no me toques los ovarios y cuéntamelo. —Escuché el sonido de una cucharilla dando vueltas en un vaso y me la imaginé desayunando una de esas megatazas de leche con cacao y galletas como cuando éramos pequeños—. ¿Austin? Va todo bien, ¿verdad?

      —Perfectamente.

      —Esto no tendrá que ver con esa chica, ¿no?

      —¿Qué chica?

      ¡Joder! O ella era muy aguda o mi cuñado había cumplido su amenaza y le había ido a MC con el rollo ese de «la elegida».

      —No lo sé, dímelo tú. Está claro que hay una chica de por medio. Lo que aún me pregunto es para qué necesitas a Nick o para qué necesita ella un médico… —Se quedó callada un segundo. Eso no era bueno. Nada bueno—. ¡Austin Gallagher! No la habrás dejado preñada, ¿verdad?

      —¡Coño, MC! ¡No! —Me senté de golpe en la cama y sacudí la cabeza. Era única para espabilar a cualquiera—. No hay chica ni embarazo ni nada por el estilo.

      —Mientes tan mal… Nick me dijo anoche que te gustaba una chica, que te gustaba mucho mucho mucho y que por eso no viniste a cenar. —Estoy seguro de que mi cuñado le contó todo eso bajo promesa de no decírmelo a mí,

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