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Piensa que ya tienes una edad…

      —Eres gilipollas. Y tú nunca molestas.

      —En serio, MC, mamá tiene razón —la piqué—, si esperas mucho más para ser madre…

      —En serio, Austin, eres gilipollas.

      Colgó y yo me dejé caer de nuevo en la cama con una fuerte risotada. Tendría que llamarla más tarde para calmar los ánimos; el tema de la maternidad era como un insulto para ella.

      Las ocho de la mañana. En un par de horas tenía que ir a por Lydia y a por Sophia y, la verdad, estaba un poco acojonado. Me había lanzado a la piscina con lo del escáner de la niña, pero, por suerte, a Nick le conmovió la historia tanto como a mí. Pese a haberlo sacado de la cama de madrugada, con una sola llamada consiguió que un colega suyo de neuropediátrica la recibiera a mediodía.

      ¿Y después qué?

      Me metí en la ducha con esa pregunta atascada en la garganta. ¿Qué esperaba? Ya no podía verla de la misma manera, ya no podía hablarle igual. Aunque me hubieran jodido sus palabras, Lydia tenía razón: quería meterme en sus bragas y el hecho de que tuviera una hija lo cambiaba todo.

      Y, sin embargo, me moría de ganas de volver a besarla, de tocarla, de olerla y de sentir su propio deseo en mi piel. Me moría de ganas de estar dentro de ella, de desnudarla, de hacerla enloquecer de mil formas diferentes. Quería escucharla gritar mi nombre y susurrarle el suyo al oído mientras me vaciaba en su interior. Joder, la deseaba tanto que me masturbé mientras pensaba en todas esas cosas y me corrí con un bramido bajo el chorro de la ducha.

      Y después, cansado y confundido, más que en toda mi vida, me senté en la cama y recordé los ojos de esa niña con cara de ángel. Era una muñeca dulce e indefensa que se había aferrado a mi dedo mientras dormía y, sin saberlo, se había ganado un lugar en mi corazón. Me daba más miedo verla a ella que a su madre, porque a Lydia ya la conocía, ya sabía cómo tratarla, pero a Sophia no, y algo me decía que no sería sencillo.

      Llegué pronto a recogerlas y aproveché que un vecino salía con su perro para colarme en el edificio. Desde luego, no era el mejor lugar para criar sola a una niña, pero si tenía problemas económicos, no me extrañaba que viviera en un sitio así.

      Desde el piso de abajo se escuchaban los gritos de la pequeña. No parecía que estuvieran en su mejor momento. Lydia abrió de un tirón y puso los ojos en blanco ante un nuevo brote de llanto estridente.

      —¿Ya son las diez? ¡No estoy vestida aún! —La repasé de arriba abajo y sonreí de medio lado. Desde luego que no estaba vestida. Solo llevaba una camiseta, unos diminutos pantalones y un moño alto que se le deslizaba a un lado—. Entra.

      —¿Le abres así a cualquiera?

      —Tú no eres cualquiera. Y no, no suelo abrirle a nadie, pero te he visto por la ventana. —Nos miramos un segundo y se ruborizó—. Voy a terminar de vestir a Sophia.

      —Espera…

      La rodeé por la cintura y la besé en los labios. Solo pretendía que fuera un beso ligero de buenos días, pero… uff, me fue imposible no recrearme un poco más en su boca con sabor a dentífrico.

      —¡¡Mamiiiiiiii!! —gritó Sophia a pleno pulmón.

      Se apartó de mí desorientada y avergonzada, pero volvió a besarme rápido antes de desaparecer.

      Me entretuve curioseando entre sus pertenencias. Descubrí un montón de cartas con membrete de un administrador de fincas, facturas de la luz, sobres de la Universidad de Illinois, apuntes apilados sobre la mesa, un viejo ordenador portátil y muchas fotocopias de libros subrayadas con marcadores de colores. También cuadernos de dibujos, cuentos y juguetes por doquier. Y fotos, fotos de ella, de las chicas de la cafetería, de Sophia, sobre todo de Sophia. Pero ni rastro de figura masculina alguna.

      No quise insistir sobre el tema durante nuestra discusión en la puerta del hospital. Tampoco lo hice después, cuando fuimos a su casa. Quería que ella me contara la historia. Esperaría, porque antes o después la pregunta volvería a surgir y ya no estaría tan agobiada.

      —¡No, Sophia! —voceó Lydia—. No te toques, no… ¡Ven aquí!

      Unos pasitos apresurados sonaron por el pasillo y el angelito rubio de ojos azules enormes entró en el salón y se quedó inmóvil en cuanto me vio. Lydia apareció detrás abrochándose unos pantalones y con media melena tapándole la cara.

      —Pupa —dijo, y se señaló el apósito de la ceja con un gesto de dolor—. No uzta ezto. ¡Pupa!

      —No deja de tocárselo. Al final se lo va a arrancar.

      —Ve a terminar de arreglarte, yo me encargo de ella.

      —¿Seguro? —Levanté una ceja y me sonrió—. Avísame si me necesitas.

      Sophia parloteaba sin cesar y se movía de un lado a otro como si le hubieran dado cuerda. Debía de gustarle mucho el vestido que llevaba, porque no dejaba de dar vueltas para que se moviera la tela, lo que hacía que el pelo de las coletas le diera en los ojos. Al final, sucedió lo que era de esperar: la coleta le golpeó en la herida.

      Me puse en cuclillas y le rocé la nariz. Hizo pucheros, se le llenaron los ojazos de lágrimas y frunció el ceño, enfadada.

      —¡Eh! A mí no me mires así. Te has hecho daño tu sola.

      Parpadeó y dedicó unos cuantos segundos a descubrirme, pero perdió todo el interés cuando vio el montón de piezas de madera que había a mi lado.

      —Ezto ez mí. Pono zi —dijo, al tiempo que montaba una torre de maderitas tan rectas como las podía haber puesto yo—. Mi uzta ezto y amién úeroz: uno, doooz, treeez, cuato, inco… Mía, men. —Movió la manita para que la siguiera al otro lado del sofá. Junto a la lámpara de pie había otro cesto de juguetes—. ¿Omo ámaz?

      —¿Que cómo me llamo? Pues es verdad, no nos hemos presentado. Me llamo Austin —pronuncié despacio. También le aparté la mano del apósito y no le gustó—. No te toques la pupa, anda.

      —Utin, pupa. —Se levantó de nuevo y llegó a la mesa, a la esquina donde se había golpeado. No paraba quieta ni un segundo—. Quí, pupa. Ophia, quí, pupa.

      —Sí, te diste una buena leche, enana. Menudo susto le diste a tu mamá.

      —Uhhh, uto. —Se tapó la cara con las manos y me miró entre los dedos regordetes. Luego dio un gritito y salió corriendo por el pasillo—. Utin, men.

      Me soplé el pelo de la frente y la seguí. Al pasar por delante de lo que debía ser el cuarto de baño, vi a Lydia con el secador a toda mecha. La puerta estaba entreabierta y me paré al ver su reflejo en el espejo. Llevaba un sujetador negro precioso, los huesos de la clavícula dibujaban una forma perfecta y su cuello se estaba convirtiendo en uno de mis lugares favoritos. Rocé la puerta con los dedos para abrirla un poco más, pero Sophia apareció de nuevo cargada con una rana de peluche con lunares y puso fin a mi diversión.

      Me cogió del dedo y tiró de mí de regreso al sofá.

      —Mi uzta Froggy. ¿Uzta, Utin? —preguntó sin parar de rascarse cerca del apósito.

      —Sí, a Utin le gusta, pero no te toques la ceja —la regañé—. Mira esto, enana. —Me aparté un poco el flequillo y le mostré mi ceja partida—. Yo también tuve una pupa ahí. Si te la tocas se te quedará una cicatriz grande y fea. ¿La ves?

      —Zi. ¿Tú óraz? —quiso saber.

      No era difícil entenderla porque gesticulaba todo el tiempo, pero había palabras que… ¡Uff! Ese óraz que me había despistado un poco, quedó claro cuando se frotó los ojos como si fuera a llorar.

      —Sí, claro

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