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Cuando te enamores del viento. Patricia A. Miller
Читать онлайн.Название Cuando te enamores del viento
Год выпуска 0
isbn 9788412316728
Автор произведения Patricia A. Miller
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Cerré los ojos y me dejé llevar. La rodeé con los brazos y rocé mi mejilla con la suya. Era blandita y suave, y, joder, daba unos abrazos cojonudos. Adictivos.
Peligrosos.
Lydia
No podía dejar de mirarlo. Desde que lo había encontrado en el salón abrazando a mi hija, no había podido quitar los ojos de él. Ni en el coche de camino al Northwestern ni mientras esperábamos a que nos llamaran en la sala de espera de la consulta de aquel médico amigo del doctor Slater.
—Gracias por todo esto —murmuré—. No tenías por qué hacerlo.
—Deja de darme las gracias —murmuró él también—. Pienso cobrarme el favor con sexo. Mucho sexo.
Abrí los ojos espantada y excitada a partes iguales. Volví a mirar a mi hija para asegurarme de que no había oído nada y adopté la pose más seria que pude. Pero, al parecer, Austin estaba de broma, y yo aún no lo conocía suficiente.
—Tranquila. Nada de meterme en bragas que no me llaman. Me quedó claro.
Cogió un periódico y lo desplegó con demasiado ímpetu.
—En cuanto a eso… —A ver cómo se lo explicaba yo—. Debes entender que…
—Y lo entiendo, no te preocupes.
—No, no lo entiendes. Lo dije sin pensar, Austin. Estaba cabreada y tú estabas ahí montándome un pollo… Y yo…
—Te pusiste a la defensiva, lo sé.
—Sí, bueno, no, tampoco es eso. Yo creí que tú solo…
—Que yo solo…
—Joder, Austin, no me lo pongas más difícil —solté, cabreada.
Dejó el periódico muy despacio y tomó aire. Cuando se ponía así de serio me temblaban las piernas, y no de miedo, precisamente.
—Te lo voy a poner muy fácil: tú mandas. ¿Quieres que salgamos? Pídemelo. ¿Quieres que te bese? Pídemelo. ¿Quieres que te dé placer? Pídemelo. —Bajó la voz hasta convertirla en un ronroneo—. ¿Quieres que te folle? Pídemelo. Es fácil.
—Eso no es justo.
—Ya lo creo que no, pero estoy dispuesto a cumplir con mi palabra. Te dije que tengo mucha paciencia y una mano muy hábil para hacerme…
—¿Sophia Martins? —dijo una enfermera—. Acompáñenme, por favor.
Me puse de pie de un salto con la mirada lasciva de Austin acelerándome las pulsaciones. Cogí a Sophia de la mano y di un par de pasos hacia la puerta que correspondía. Pero él no se movió.
—¿No vienes?
—No. Yo os espero aquí.
¿Por qué no había querido acompañarnos? Que nos atendieran como si fuéramos de la realeza había sido gracias a él. ¿Y por qué cuando salí de la consulta tuve la impresión de que algo había cambiado entre nosotros?
Nos llevó a almorzar a un sitio familiar que había buscado por internet, con zona de juegos y un montón de actividades. Sophia lo pasó tan bien que, a la hora de sacarla de allí, tuvo su habitual rabieta. Y luego, en el coche, de camino a casa, no dejó de moverse y de parlotear, tratando de llamar la atención de Austin en todo momento.
Yo me pasé el día debatiéndome entre la felicidad de saber que el golpe de Sophia no iba a tener más consecuencias que la brecha en la ceja y el desconcierto por la decisión de Austin y su mutismo. Aunque fue igual de amable y se comportó como el galán que era, no encontré en él a ese caradura descarado que conseguía sonrojarme con una sola mirada. Estaba como ausente, extraño y silencioso.
Cuando llegamos a casa, el nivel de histeria de Sophia rozaba lo inaguantable. Demasiadas emociones, demasiadas novedades y demasiado azúcar en el postre. Necesitaba una siesta y yo… yo lo necesitaba a él.
—¿Quieres subir? Sophia se dormirá en cuanto la acueste.
—¿Quieres que suba? Pídemelo.
—¿Otra vez con eso? —No apartó los ojos de mí. Me estaba desafiando—. ¡Está bien! Sí, quiero que subas.
Sophia volvió a montar un último numerito ya en casa cuando quise separarla de Austin para acostarla. Quería bailar, y yo le había enseñado lo divertido que era hacerlo subida a los empeines de un adulto. Él se lo consintió y lo tuvo diez minutos dando vueltas por el piso al ritmo de Froggy, Froggy, su canción favorita. Menos mal que mi predicción no falló y cayó redonda nada más hacerse un ovillo con su pequeña ranita.
Austin
—Menuda energía —dije cuando Lydia volvió de acostar a Sophia.
—Sí, es una niña muy activa. ¿Quieres un café? Te ofrecería algo más fuerte, pero no tengo nada.
—Café estará bien. —Me aclaré la garganta y formulé la pregunta que no había podido quitarme de la cabeza en todo el día—: ¿Dónde está el padre?
La incomodé, pero necesitaba despejar esa duda.
—Murió cuando Sophia no había cumplido los tres meses.
—Vaya, lo siento.
—No, no lo sientas. Aunque estuviera vivo, no conocería a la niña. —Me pasó la taza de café con manos temblorosas y se sentó a mi lado en el sofá—. Me dejó cuando le dije que estaba embarazada.
—Un buen tipo, por lo que veo —ironicé.
—Sí, un hijo de puta muy peculiar.
—¿Viniste a Chicago estando embarazada? —Asintió y bebió de su café para evitar mirarme. Había algo que no me estaba contando—. ¿Por qué?
—¿Y por qué no? ¿Qué es lo que quieres saber en realidad?
Se puso a la defensiva y me gustó. Me subió el ánimo. Mientras estaban en la consulta llegué a pensar en largarme y olvidarme de ella. De ellas. Aquel no era mi sitio. Había puesto en manos de Lydia todo el poder de nuestra inexistente relación y le había dicho que era un tipo paciente. Pero no lo era, y si ella decidía llevarme al extremo, me vería obligado a cortar por lo sano antes de hacerle daño. Me estaba implicando demasiado, pero no podía parar.
—Quiero saberlo todo de ti.
Se fue de casa con tan solo dieciocho años. Su padre era predicador y su madre una devota feligresa entregada a Dios y a su marido. No eligió bien al tipo con el que se largó y, aunque ella insistió en que fue su decisión y que al principio no estuvo tan mal, yo intuía que era solo una forma de disfrazar la verdad.
—Vivíamos en un parking de caravanas, era divertido. Había algunas chicas en la misma situación que yo y lo pasábamos bien fingiendo que éramos amas de casa y que esperábamos a nuestros maridos con la comida hecha. Solo que apenas teníamos para comer. Steven hacía trabajos de fontanería y mantenimiento de piscinas, pero nos fundíamos el dinero en un chasquido de dedos.
—¿Drogas?
—Alcohol, sobre todo. Pero sí, a él sí le gustaba tontear con cosas más fuertes. Yo nunca fui más allá de fumar hierba.
—Chica lista.
—No fui lista, Austin —dijo avergonzada—. Fui una idiota, me quedé embarazada y él dijo que no quería otra carga más. Preñada, en la calle y sin blanca. Así que volví al redil de los Martins, pero mi padre me cerró la puerta.
Hice una mueca, pero no dije nada. No me imaginaba a mis padres echando a la calle a mi hermana en esa situación. En el caso de mi madre, con lo desesperada que estaba por ser abuela, la hubiera recibido con los brazos abiertos.
«Margot