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Cuando volvió a mirarla, por la expresión de su rostro le pareció que estaba rumiando su decisión.

      A Pascal se le ocurrió por primera vez que ella podría impedirle ver a su hijo.

      ¿Cómo podía indignarlo que le negara algo que desconocía al llegar al valle? ¿Cómo era posible que se conociera tan poco a sí mismo?

      –Voy a enseñarte una fotografía, pero, desde luego, no voy a presentártelo. Tiene cinco años y, por lo que a él respecta, no tiene padre.

      Pascal volvió a sentirse mareado y tan fuera de control como cuando su coche había caído montaña abajo. Era como revivir el accidente una y otra vez. Y volvía a sentirse roto en mil pedazos.

      Se obligó a recordar que era el presidente y consejero delegado de una compañía internacional que lo había convertido en multimillonario, por lo que era indudable que podía enfrentarse a una pueblerina y al resto de aquella situación.

      Lo único que debía hacer era impedir que los malditos sentimientos le dictaran sus reacciones.

      Creía haberlo logrado hacía años, seis para ser exactos, cuando había recibido el aviso definitivo para que despertara, había recordado quién era y se había marchado.

      Ella no había podido localizarlo. Él no había mirado atrás. Era deprimentemente habitual.

      Carraspeó.

      –Así que, ¿vives aquí con él, en la abadía?

      –Tenemos casa propia.

      Él miró el cubo al lado de ella.

      –Si no vives en la abadía ni eres monja ni novicia, ¿por qué limpias la iglesia?

      –Limpio.

      Cuando él la miró sin comprender, ella volvió a alzar la barbilla con expresión desafiante, lo que a él ya estaba dejando de sorprenderlo.

      –¿Limpias para ganarte la vida?

      –Es lo que acabo de decirte.

      Esa vez, él la entendió completamente. Sus palabras dejaron de ser un ruido en su cabeza. Volvió a sentirse él mismo, con menos sentimientos y más furia.

      Le gustaba más esa versión de sí mismo que la anterior.

      –¿Verdaderamente eres tan vengativa? –le preguntó en un tono de velada amenaza, con el poder por el que tanto había luchado y que no estaba dispuesto a ceder a una monja fallida. Cambió el peso de una pierna a la otra y se metió las manos en los bolsillos, sin dejar de mirarla–. Me has dicho que habías leído sobre mí. Sabías que tenía una empresa y me has dicho que habías llamado allí. Así que es indiscutible que sabías perfectamente que no soy pobre y que, por encima de todo, no dejaría que mi hijo se criara en la pobreza.

      A Cecilia se le colorearon las mejillas y a él le dio la impresión que era la primera reacción sincera de ella que veía. Por eso se deleitó mirándola, como un hombre sediento ante un riachuelo en la montaña.

      No podía ser por ninguna otra razón.

      –Tu hijo no se está criando en la pobreza –le espetó ella–. No se sube a un jet para ir a comprar, por supuesto, pero tiene una vida plena. No le falta de nada. Y lamento que creas que limpiar es indigno de ti, pero, por suerte, yo no soy de la misma opinión. Me gano bien la vida. Me cuido y cuido de mi hijo. No todos necesitamos ser ricos.

      –No todos pueden serlo, es cierto, pero resulta que estás criando al hijo y al heredero de un hombre que lo es.

      –El dinero solo compra cosas, Pascal –afirmó ella con el desdén de alguien que no ha tenido que sobrevivir en uno de los peores barrios de una gran ciudad–. No te hace feliz, como puede verse con solo mirarte.

      –¿Cómo lo sabes? –preguntó él en tono sepulcral.

      Ella volvió a sonrojarse.

      –Dante vive feliz conmigo, que es lo único que importa.

      –Vives en mitad de la nada, rodeada de monjas y vacas. ¿Qué vida es esa para un niño?

      –Hubo un tiempo en que creías que este valle era un paraíso. No ha cambiado. Si tú lo has hecho, no hace falta que soportes a las monjas y las vacas ni un minuto más. Vete ahora mismo.

      –Creo que no me entiendes –dijo él casi con dulzura, lo cual se contradecía con la furia que sentía–. Soy Pascal Furlani y estamos hablando del único heredero de todo lo que he creado. Mi hijo y heredero no puede criarse así, tan lejos de todo lo que importa.

      Ella frunció el ceño.

      –Entonces es una suerte que tu apellido no aparezca en su certificado de nacimiento. No tienes que preocuparte de cómo se cría.

      Pascal volvió a quedarse petrificado, mirándola como si pudiera hacerla desaparecer y convertirla en el fantasma que debería ser, en vez de ser la madre de otro hijo bastardo, pero esa vez el suyo.

      El escándalo que se produciría cuando se descubriera, porque Pascal sabía por experiencia propia que esas cosas siempre se descubrían, lo convertiría en el peor de los hipócritas, ya que nunca había ocultado sus sentimientos hacia el comportamiento de su padre. La prensa sensacionalista se cebaría en él.

      Al pensar en el escándalo, otra inquietud distinta se apoderó de él.

      –¿Hablaste del niño a los miembros del consejo de administración?

      –No quería que te lo contaran –respondió ella con furia–. No, no dije nada a dos completos desconocidos que recorrieron el pueblo haciendo preguntas groseras.

      –Pero eso no implica que no te vieran o que no preguntaran a otro.

      –Me daba igual lo que hicieran –parecía impaciente, un insulto más a añadir a los anteriores– con tal de que se fueran, que es lo que también quiero que hagas. Ahora mismo.

      Pascal pensó en su hijo, su niño. Era demasiado, lo sobrepasaba. Pensar en los miembros del consejo de administración era distinto. Era más fácil pensar en lo que harían con esa información que en la información en sí misma.

      Solo que dicha información atañía a un niño que no sabía que tenía un padre que no lo habría abandonado si hubiera podido decidir.

      –Qué desastre –murmuró.

      –Es gracioso, pero es lo que pensé que dirías –Cecilia dejó de fruncir el ceño y levantó de nuevo la barbilla–. De hecho, todo está sucediendo tal como lo había imaginado. Así que, ¿por qué no avanzamos hasta lo inevitable y terminamos con esto, que no nos lleva a ninguna parte? Vete, vuelve a tu dinero y a tu vida en Roma. Nadie tiene por qué saber que has vuelto. Dante y yo iremos tirando como lo hemos hecho hasta ahora, y tú dedícate a lo que prefieras. Y aquí paz y después gloria.

      Y ella agitó la mano con lánguida indiferencia, lo que hizo que algo saltara en el interior de Pascal.

      Se le acercó, la tomó por los estrechos hombros y se situó frente a ella.

      Cecilia se sobresaltó y le puso las manos en el abdomen, aunque no lo empujó ni intentó separarse de él. Contuvo la respiración, como si esperara a ver lo que iba a hacer.

      Lo único que Pascal hizo fue agachar la cabeza hasta ponerla a la altura de la de ella.

      –No voy a marcharme –dijo él en voz baja–. Tengo un hijo. Un hijo. Me has hecho padre y me lo has arrebatado. Nunca te perdonaré ninguna de las dos cosas. Pero ahora lo sé, y nada es lo mismo. ¿Me entiendes?

      Esperaba que ella le dijera que la soltara, cosa que haría, desde luego, porque no era el animal que ella creía. Aunque se daba cuenta, incluso en aquel momento, con lo que acababa de descubrir, que su cuerpo reaccionaba con entusiasmo ante la cercanía de la mujer cuyo recuerdo lo había perseguido durante tantos años. Los hombros de ella se ajustaban a sus manos a la perfección.

      Y

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