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No puede ser.

      Cecilia aspiró con fuerza. Y sus preciosos ojos lanzaron chispas.

      –Pues lo tienes. Pero no te preocupes: está perfectamente y no te necesita –el brillo de sus ojos se intensificó y él lo recibió como un golpe en el pecho–. Así que ya puedes volverte a tus revistas, tus modelos de ropa interior o lo que te apetezca. Finge que no existimos. Lo llevas haciendo seis años.

      –¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? –preguntó él en voz baja. Creía que la intensa furia que sentía le había quemado las cuerdas vocales y que no volvería a hablar con voz normal–. No me dijiste que estabas embarazada.

      –¿Cómo iba a hacerlo? –preguntó ella al tiempo que dejaba el cubo en el suelo de un golpe. Incluso dio un paso hacia él, como si buscara el enfrentamiento físico–. La primera vez que te vi en un periódico habían pasado dos años. ¿Antes? Desapareciste de la noche a la mañana. El ejército te había dado de baja, y, aunque no lo hubiera hecho, no me habría dado tu dirección. ¿Qué podía hacer?

      –Sabías que era de Roma. Sabías…

      –Muy bien, ¿qué crees que debía haber hecho? ¿Subir y bajar las escaleras de la plaza de España, embarazada, mientras te llamaba a gritos? O, mejor aún, ¿subir a la Fontana di Trevi con un recién nacido en brazos y pedir que alguien de la multitud me llevara hasta ti?

      Que ella tuviera razón lo angustió aún más.

      ¿Cómo podía haber pasado? Se negaba a aceptarlo, a creerlo. Quería derruir con sus propias manos aquella iglesia, como si eso fuera a cambiar el modo en que ella lo miraba o a hacer que retrocedieran en el tiempo.

      Como si fuera a salvarlo de la desagradable realidad de haberse convertido, sin saberlo, precisamente en lo que más odiaba.

      –No dejas de hablar de revistas, lo que indica que me viste en alguna –afirmó, como si quisiera echarle la culpa a ella y librarse él–. Tenías que conocer la existencia de mi empresa, así que podías haberte puesto en contacto conmigo. Pero decidiste no hacerlo.

      Su risa lo traspasó.

      –Llamé varias veces a tu empresa. Nadie me tomó en serio. Supongo que no lo hicieron porque en todo aquel tiempo no habías vuelto por aquí.

      –Ya me encargaré de aquellos que no te hicieron caso –aunque mientras lo decía sabía lo que probablemente había sucedido. Guglielmo habría rechazado todo anuncio de embarazo, sin comunicárselo, por considerar que provenía de una oportunista que intentaba aprovecharse de su éxito–. Pero si hubieras ido allí, no te habría negado la entrada.

      Ella puso los ojos en blanco.

      –Bueno es saberlo. Si me vuelves a dejar encinta y a abandonarme como si fuera un desperdicio, seguiré esa vía. Acamparé en el vestíbulo con mis hijos y esperaré. ¿Qué podría ir mal?

      –¿Qué clase de persona tiene un hijo y no se lo comunica al padre? –una grieta se abrió en su interior y le resultó cada vez más difícil fingir que estaba enfadado, porque era algo mucho más profundo: una fisura catastrófica–. Han pasado seis años. ¿Sabes lo que has hecho?

      –Perfectamente. Sabías dónde estaba. Sabías que era imperdonablemente ingenua. Tú tenías experiencia, como te encargaste de señalar más de una vez. Era indudable que sabías que si se tienen relaciones sexuales, sobre todo sin protección, cabe la posibilidad de que ocurra eso. No me preguntaste nada.

      –¿Cómo te atreves a hacerme responsable?

      –No voy a quedarme a escuchar sermones sobre responsabilidad de alguien como tú –le espetó ella. Se le acercó más y lo señaló con el dedo, como si fuera a sacarle un ojo–. Intenta ser un progenitor soltero: dar de comer, cambiar pañales, soportar los lloros sin motivo y las repentinas enfermedades. ¿Dónde estabas? Aquí no, desde luego, ocupándote de tu hijo.

      –No podía ocuparme de algo que desconocía.

      Ella volvió a señalarlo con el dedo y Pascal se percató de que no la intimidaba. No recordaba la última vez que le había sucedido algo así con otra persona. Y no, desde luego, con una mujer a la que, horas antes, consideraba un fantasma y a la que recordaba por su extremada dulzura.

      –No me malinterpretes. Ser madre proporciona enormes alegrías; en caso contrario, la especie se habría extinguido. Pero a lo que me refiero es a mantener con vida a un minúsculo ser humano. Y tú hablas de lo dolido que te sientes porque decidiste evaporarte y eso tuvo consecuencias. Y una de ellas es el niño que contribuiste a crear.

      Él palideció a causa de la furia y la angustia.

      –¿Te atreves a hablarme de consecuencias?

      –Yo he vivido con las tuyas, Pascal: un bebé maravilloso que se ha convertido en un niño de cinco años, a consecuencia de tu negligencia. Y, tras haberlo intentado un número suficiente de veces, no seguí dándome cabezazos contra la pared para intentar localizar a un hombre que ni siquiera me había dejado un número de teléfono. Decidí dedicarme a criar a mi hijo. Y lo hice.

      –Cecilia…

      –No esperaba que volvieras a aparecer por aquí. Tampoco espero que te quedes. Te comportas como si haber sabido que estaba embarazada hubiera podido cambiar algo. Pero te diré un secreto: no habría cambiado nada. ¿Por qué no nos ahorras el dramatismo y te vuelves a marchar?

      Pascal se tambaleó y tuvo que agarrarse al banco más cercano para equilibrarse.

      –Te conté…

      Lo asaltó el recuerdo de las horas que ella había pasado al lado de su cama hablando y cuidándolo; de las cosas que él le había contado, porque aquella cama le parecía desconectada del mundo. ¿Por qué no hablar a una amable desconocida de sus sentimientos? ¿Por qué no compartir todo lo que guardaba en su interior? Lo había hecho. ¿Cómo iba a imaginarse ella que el hombre que había hecho eso ahora le daría la espalda y se marcharía?

      –Te conté cómo me crié, lo que significaba ser el hijo bastardo de un hombre cruel e insensible. ¿Lo has olvidado?

      Los ojos de ella parecían llenos de pesar.

      –No lo he olvidado, pero uno dice toda clase de cosas cuando cree que está a punto de morir. Pero después, si se tiene una segunda oportunidad, la gente cambia y vive de manera muy distinta.

      –Te lo conté. Sin embargo, decidiste hacerme esto y hacérselo a mi hijo cuando sabías que era lo último que consentiría.

      El pesar de ella desapareció y volvió a alzar la barbilla, airada.

      –Me dejé de preocupar de lo que consentirías o dejarías de consentir –dijo ella con una calma que a él volvió a parecerle una bofetada, cuando apenas se sostenía en pie–. Lo hice cuando me di cuenta de que no volverías y de que debería tener a nuestro hijo sola. Y después criarlo. Me planteé darlo en adopción, porque mi plan era ser monja, no madre –dijo con amargura.

      De un rincón del cerebro de Pascal surgieron las historias de Cecilia sobre su infancia, pero las apartó, porque ella había querido…

      –¿Quisiste renunciar a tu hijo, a mi hijo?

      De nuevo le resultaba difícil asimilar sus palabras. Bastante malo era ya que hubiera ido allí por capricho y enterarse de que la mujer cuyo recuerdo llevaba años persiguiéndolo había mantenido a su hijo en secreto, para, además, pensar que podía haber vuelto y no saber lo que había perdido.

      La fisura en su interior se agrandó.

      –Sí, Pascal. Nunca había planeado tener un hijo yo sola. ¿Por qué no me iba a plantear darlo en adopción?

      Pascal se acarició las cicatrices de la mandíbula, lo que le recordó que ya había sobrevivido a lo imposible.

      Sin duda volvería a hacerlo.

      De un modo u otro.

      –Supongo

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