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notó que la tensión aumentaba y que su ruego había empeorado las cosas.

      –Entiendo que necesites un tiempo para preparar al niño. Pero mi paciencia tiene un límite, Cecilia. Y no voy a marcharme de este valle hasta no solo haber conocido a mi hijo, sino también haberlo reclamado formalmente como mío. Voy a quedarme el tiempo necesario para conseguirlo.

      Cecilia, muy asustada, comenzó a hacerse preguntas.

      ¿Qué pasaría si Pascal reclamaba formalmente, o de otro modo, a Dante? ¿Se convertirían ellos en una versión moderna de padres separados mandando a su hijo de uno a otro? ¿Crecería Dante sin un sentimiento de verdadero hogar, que había sido uno de los grandes consuelos de la vida de ella? ¿Cómo sobreviviría ella a una vida con largos periodos sin su hijo?

      No quería tener que ver con nada de aquello. Pero se tragó las preguntas. Le daba miedo que salieran en forma de lágrimas, lo cual sería la humillación definitiva. No iba a permitirlo, porque la destrozaría.

      Y no iba a consentir que él volviera a destrozarla. Otra vez no.

      –Espero que te guste hacer camping. La pensión está cerrada en esta época del año. Y, obviamente, no vas a alojarte en mi casa.

      Volvió la cabeza para mirarlo al llegar a la puerta. Pascal seguía donde lo había dejado, solo, pero muy seguro. Como si fuera uno de los pilares que sostenían el mundo, o al menos la iglesia, y pudiera quedarse así allí eternamente.

      «Lo hará», le dijo una voz interior, que le produjo carne de gallina. «No te librarás de él».

      –También podrías acogerte a la caridad de las monjas –dijo, esperando que no se le notara la desesperación en el rostro–. Seguro que te recuerdan. Pero no te preocupes: si les pides refugio, se verán obligadas por sus votos a ofrecértelo.

      Dicho esto, Cecilia abrió la puerta de la sacristía y huyó de su pasado, aunque sabía, mientras la cerraba de un portazo y se apoyaba en ella, que su huida solo era temporal.

      Y que nadie iba a ayudarla ni a salvarla ahora, cuando sentía el pasado rodeándole el cuello como una soga y apretando.

      NO SOLEMOS rechazar a personas necesitadas –dijo la madre superiora.

      Su rostro seguía tan terso y sin edad como seis años antes. Lo mismo podría tener cincuenta que ochenta años, pensó Pascal. Sus ojos denotaban inteligencia, y la sonrisa que le dirigió estuvo a punto de hacer que cayera de rodillas y volviera a una fe que nunca había sentido profundamente.

      –Ni siquiera a aquellas que se aprovecharon de nuestra hospitalidad en otra ocasión.

      –Es usted muy bondadosa –murmuró Pascal.

      No quería reconocer lo raro que se había sentido al dirigirse a la puerta de la abadía, esperar a que le abrieran y lo condujeran a la presencia de la madre superiora como si se tratase de un visitante más, no de alguien que había vivido meses allí.

      Nunca había tenido la intención de volver.

      Incluso había hecho todo lo posible para negar lo impotente y débil que estaba durante su estancia allí. Le gustaba acariciarse las cicatrices para recordarse a sí mismo que podía vencer cualquier obstáculo, pero había decidido olvidar los detalles de aquel en concreto.

      Aquel valle y su abadía de piedra constituían una historia que contaba para ilustrar su fuerza de voluntad y su habilidad para salir de cualquier dificultad.

      Había conseguido convencerse de que nada de todo aquello había sido real.

      Sin embargo, el edificio de piedra de la abadía llevaba siglos en el mismo lugar. Había sido fortaleza, castillo y monasterio, y seguiría igual de imponente diez siglos después.

      Pascal siguió a la madre superiora por los inmaculados pasillos, que iluminaban apliques situados cada pocos metros. Tuvo que fijarse para comprobar que las luces eran eléctricas y no se trataba de antorchas, como en los siglos anteriores.

      Se sintió aliviado al salir de la parte vieja de la abadía y llegar al moderno hospital que había enfrente. No lo sorprendió en absoluto que la monja lo condujera a su antigua habitación. Se detuvo en la puerta, sin saber si se mantendría impasible al mirar alrededor. Nada había cambiado; las mismas paredes encaladas y vacías, salvo por dos objetos que no podían considerarse decorativos: el crucifijo de la pared frente a la estrecha cama y, encima de esta, unos versículos de la Biblia enmarcados.

      No era de extrañar que él se hubiera dedicado a mirar el campo por la ventana.

      –Como ves, todo está como lo dejaste –dijo la madre superiora en tono cordial, pero con mirada dura.

      –¡Qué detalle! –consiguió articular Pascal, mientras se producía una rebelión en su interior, como si lo fueran a condenar a meses de reclusión, si atravesaba el umbral.

      Pero no era supersticioso.

      Y no consentiría que aquel absurdo ataque de nostalgia lo afectara.

      Entró en la habitación y se apropió de ella, ya que la vez anterior lo habían transportado a su interior, hecho pedazos.

      Tardó en mirar a la monja y tuvo la impresión de que se daba cuenta de lo difícil que le resultaba estar allí de nuevo.

      –Puede que esta vez seas capaz de concentrarte más en cultivar la paz interior que en los estímulos externos –observó ella en tono seco.

      Pascal no hubiera consentido a nadie más que le hablara así. Pero se trataba de la madre superiora. Y aunque no fuera practicante, era italiano; es decir, lo suficientemente católico por definición para no enfrentarse a una monja.

      Y estaba seguro de que la madre superiora lo sabía muy bien.

      Cuando se hubo marchado dejándolo con sus inquietantes recuerdos, Pascal se sentó en el borde de la cama donde tanto tiempo había pasado luchando contra el dolor y preguntándose si volvería a levantarse y a salir andando de allí.

      Y donde también, debía reconocerlo, había experimentado breves momentos de alegría.

      Todos relacionados con Cecilia. No sabía qué impulso lo había conducido hasta allí. Era cierto que el recuerdo de ella lo había perseguido todos esos años y que quería deshacerse de aquel fantasma. No se imaginaba que ella le hubiera estado ocultando aquel secreto.

      La verdad era que tenía un hijo. Él, Pascal Furlani, tenía un hijo.

      Se sentía maravillado y, sucesivamente, destrozado. Y pensó, no en el niño que lo hacía sentirse así, sino en el niño que había sido, cuando se hallaba en el centro de una tormenta similar y se sentía maltratado, utilizado como un peón por su madre, que se despreocupó de él al fallar sus maquinaciones para obtener beneficios de su padre.

      Él nunca le haría algo así a su hijo.

      Se lo prometió a sí mismo. Con independencia de lo que sucediera, impediría que sus sentimientos por lo que Cecilia le había hecho interfirieran en la relación con su hijo. Ella le había dicho que era un niño sano y feliz; pues ahora era un niño sano, feliz y el único heredero de lo que Pascal poseía.

      Se tumbó en la cama, con las manos sobre el pecho y los ojos clavados en el techo, una postura que ya había adoptado miles de veces. Conocía aquel techo mejor que su propia cara; cada centímetro del mismo, cada grieta. Sabía cómo entraba la luz en la habitación los días soleados y cómo el frío viento hacía crujir la puerta.

      La abadía era el sitio ideal para contemplar lo imposible, como la existencia de un hijo suyo. No se oía el ruido del tráfico ni las noticias por televisión. Sabía que un timbre llamaba a las monjas a rezar, pero no sonaba en ese momento. Y había días en que se oían los ruidos de las mujeres que vivían allí, pero ese día, le había dicho la madre superiora, era un día de silencio.

      Pascal

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