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señor anciano, de barba y cabello blancos, con bastón y tendencia a vestir como en la época victoriana? ¿Y otro más joven, su compañero, rechoncho y con un gran bigote?

      Había descrito a los dos hombres con exactitud.

      Ella se encogió de hombros.

      –No me dijeron cómo se llamaban.

      –Pero, por tu expresión, veo que eran los hombres que vinieron. ¿Por qué?

      –Tu relato de haber escapado por los pelos de la muerte y de tu larga recuperación, en la que tuviste tiempo de urdir un plan para apoderarte del mundo, se ha convertido prácticamente en un cuento de hadas. Todo el mundo lo conoce.

      –Me encanta que le hayas prestado tanta atención.

      –A eso voy –dijo ella con frialdad–. No hacía falta prestarle atención porque estaba en todas partes. En la actualidad eres ubicuo, ¿verdad?

      –Si por eso entiendes rico y poderoso, acepto la descripción con orgullo.

      –Porque eso es lo único que te importa –ella no pudo callarse, porque quería asegurarse de que realmente se había convertido en un desconocido, de que el hombre que ella creía que era había sido producto de su imaginación–. El dinero, cueste lo que cueste, sin importar a quien hagas daño.

      –¿A quién le hago daño? Siempre habrá ricos, Cecilia. ¿Por qué no iba a ser yo uno de ellos?

      –Creo que la verdadera pregunta es a qué has venido –afirmó ella después de tragarse el nudo que tenía en la garganta porque el hombre al que había cuidado tantas semanas y al que creía distinto nunca había existido–. Quiero que te quede clara una cosa, Pascal. Nos gusta este tranquilo y remoto valle. Las hermanas dedican la vida al silencio contemplativo. Si desearan el ajetreo de la ciudad, irían a Verona. Lo que no necesitamos, ni los habitantes ni las monjas, son las intrigas que tus subordinados o tú os traigáis entre manos.

      –Te he dicho –afirmó él con voz dura– que he venido a enfrentarme a un fantasma. Nada más.

      –Sé que ese fantasma no soy yo. Puede que sea el hombre que eras cuando estabas aquí. Porque, si somos sinceros, a él también lo abandonaste esa noche.

      Él no movió un músculo ni se apartó de ella como si lo hubiera pegado. Sin embargo, Cecilia tuvo la impresión de que había recibido un golpe.

      –Pero eso es algo que puedes resolver solo. No me concierne.

      Si seguía allí un minuto más, se olvidaría de sí misma. Y ya sabía lo que ocurría cuando se permitía olvidar, sobre todo si estaba con Pascal. Más aún, su vida era distinta y no quería cambiarla. Otra vez no.

      Ella agarró el cubo y se dirigió a la puerta a un lado del altar que conducía a la sacristía pensando que podría atrincherarse en la iglesia, si era necesario. Faltaban horas para recoger a Dante y dudaba que un hombre como Pascal se quedara esperando. Se aburriría y, fuera cual fuera el capricho que lo había llevado hasta allí, se marcharía.

      –Cecilia.

      Oír su nombre y su voz la detuvo contra su voluntad.

      –Me voy –dijo ella mirando una vidriera–. Lo que buscaras con este repentino regreso es asunto tuyo. No quiero tener nada que ver.

      –Me has dicho que no podía quedarme con él. Dime quién es.

      Ella seguía mirando la vidriera, pero había llegado el momento de la verdad. Había intentado llamarlo, desde luego, cuando comenzó a aparecer en las revistas y la televisión. Trató de cumplir con su deber para con él. Pero nunca había ido más allá de la centralita de la empresa. Dio igual con quien hablara y las promesas que le hicieron de que se pondrían en contacto con ella. Nadie lo hizo.

      Tres años después, dejó de intentarlo.

      Desde entonces, tenía la certeza de que se lo contaría a la primera oportunidad.

      Pero no lo había hecho.

      No se lo había explicado a los miembros del consejo de administración con la excusa de que no debían saber algo que Pascal aún ignoraba. Pero, en su fuero interno, estaba convencida de que no volvería a verlo.

      Ahora estaba allí. Y, estúpidamente, le había lanzado la existencia de Dante al rostro. Ahora él acababa de preguntar directamente.

      Era otra oportunidad de descubrir quién era ella y volvía a enfrentarse al hecho de que no era quién creía ser, ya que, por encima de todo, quería mentirle, decirle lo que fuera necesario para que se marchara, la olvidara y no se acercara a Dante bajo ningún concepto.

      Cerró los ojos con fuerza y tragó saliva. Tenía la boca seca.

      Y se dio la vuelta. Había hecho cosas más duras que aquella, como estar sentada en una cama del hospital, sin nada que la cubriera, mirando a la madre superiora y explicándole qué hacía allí. O como, cuando había empezado a notársele, verse obligada a dejar la abadía, el único hogar que conocía, y buscar una casa para vivir con su vientre cada vez más abultado y su eterna vergüenza.

      Y ninguna de esas cosas había sido tan difícil como dar a luz.

      Así que miró a Pascal, el hombre al que había amado y odiado; perdido, en cualquier caso.

      No se engañaba creyendo que lo que iba a decirle cambiaría las cosas.

      En realidad, pensaba que las empeoraría.

      –Es tu hijo –su voz resonó en la iglesia–. Se llama Dante. No sabe que existes. Y no, antes de que me lo preguntes, no tengo intención de contárselo.

      ESO ERA imposible.

      Sus palabras no tenían sentido, por mucho que le resonaran a Pascal en la cabeza.

      No retrocedió ante aquella imposibilidad ni cayó al suelo, sino que se quedó petrificado, como una estatua, mientras la miraba horrorizado y confuso.

      «Tiene que haber un error», insistió en su interior un resto de racionalidad.

      –¿Qué has dicho? –consiguió preguntarle, aunque la boca ya no le parecía suya.

      Estaba seguro de haberla oído perfectamente, pero sus palabras seguían sin tener sentido. No podían tenerlo.

      –No se trata de algo que quisiera contarte –contestó Cecilia alzando la barbilla de forma beligerante, lo cual tampoco tenía sentido.

      Porque la dulce novicia que había conocido no era beligerante en absoluto.

      –Te lo he dicho porque es lo justo. Así que ya lo sabes.

      Y, sorprendentemente, asintió con la cabeza, como si el caso estuviera cerrado.

      –Me parece que no te entiendo –dijo él con una voz que comenzaba a aparecerse a la suya.

      Cecilia suspiró como si estuviera poniendo a prueba su paciencia.

      –Tienes un hijo. No debería sorprendente. Por si no lo recuerdas, no dedicaste ni un minuto a pensar en algún método anticonceptivo. ¿Qué creías que sucedería?

      Lo insultante e injusto de sus palabras lo hicieron salir de la parálisis.

      –Me estaba recuperando de un accidente de coche en un hospital –respondió entre dientes–. ¿Cuándo iba a haber ido a comprar protección adecuada? Supuse que te habrías encargado tú.

      –¿Que me habría encargado yo? –se echó a reír, lo cual estuvo a punto de hacer perder a Pascal los estribos. Pero ella no se dio cuenta o no le importó–. Me había criado en un convento, con monjas de verdad. Puede que te sorprenda que los detalles del uso del preservativo en las relaciones sexuales prematrimoniales no fuera un asunto que se planteara con frecuencia en las oraciones matinales.

      Pascal se mesó

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