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      ¿Cómo alguien tan tranquilo y contenido como ella había hecho lo que había hecho?

      Su vida se dividía en antes y después de Pascal, y cuanto más se alejaba de aquellos meses, menos real parecía él en su recuerdo.

      Había cientos de historias sobre la irresponsabilidad de los jóvenes. Se sabía que las chicas eran presa fácil y, aunque a ella la avergonzaba considerarse así, era lo que había aceptado sobre sí misma. Era la historia que contaba, cuando tenía que hacerlo, en aquel valle, cuyos habitantes la conocían desde que había llegado allí.

      Le resultó una desagradable sorpresa darse cuenta de que lo único que había hecho era poner sordina a Pascal.

      Porque era real y estaba allí, ante ella. Y sus besos eran electrizantes.

      Cecilia se percató de que se había estado mintiendo durante mucho tiempo.

      Y también de que no sabía asimilar todo aquello.

      –Todo eso es irrelevante.

      Se alejó de él, consciente de que su cuerpo no le parecía suyo, lo cual la irritaba casi más que el resto, porque había tardado mucho tiempo en recuperarlo. Primero Pascal, después Dante; solo años después había vuelto a ser «Cecilia».

      – Puedes mandarme a tus abogados. Haz lo que te parezca. Me da igual.

      –¿A mis abogados? –parecía desconcertado, pero ella no se volvió a comprobarlo–. ¿Qué tienen que ver mis abogados?

      –Los ricos hacen lo que sea para no desprenderse de su dinero. Llámalo como quieras. No voy a enfrentarme a ti.

      –No te sigo –dijo él.

      La voz le había cambiado. Ya no era la de un hombre sorprendido ante el beso que se habían dado, sino la de alguien más peligroso. Ella se estremeció.

      –¿Por qué iba a tener que desprenderme de mi dinero?

      –Seguro que tienes un montón de documentos para que los firme, para que no tengas que reclamar a Dante y para que yo no te reclame nada en el futuro. Lo que intento decirte es que ya me lo esperaba.

      –Cecilia, más vale que entiendas que no voy a renunciar a mi hijo bajo ninguna circunstancia.

      Ella se volvió a mirarlo, sin poder evitarlo, aunque inmediatamente deseó no haberlo hecho. Había una intensidad en su sus ojos que la hizo apretar los dientes con fuerza para evitar un escalofrío.

      Pero lo único que consiguió fue que la sensación le descendiera hasta el bajo vientre.

      –Eso lo dices ahora –se dijo que él no podía notar su forma de reaccionar, que solo debía fingir que no reaccionaba–. Probablemente a causa del shock. Cuando se te pase, cambiarás de parecer y solo querrás recuperar tu vida.

      –¿Eso es lo que piensas de mí? –preguntó él en voz baja–. Me has ocultado la existencia de mi hijo durante años y ahora crees que, después de haberme enterado, voy a abandonarlo. Y eso viniendo de una mujer que se pasó meses sentada al lado de mi cama hablando conmigo y que llegó a conocerme, al menos un poco.

      –El hombre al que creía conocer no se habría marchado como lo hiciste, de noche y sin decir ni una palabra.

      Pascal no se le acercó, por lo que no había motivo para que le pareciera que se erguía ante ella, cuando había varios bancos que los separaban.

      –Recuérdame de quién son los sentimientos heridos que están en juego. ¿Míos, por las consecuencias de mis acciones? ¿O tuyos, porque te sientes ofendida por una decisión mía que tuvo que ver contigo, pero que nada tiene que ver con el niño?

      –Da igual quién se halle herido en sus sentimientos –contraatacó ella, dolida y aterrorizada, porque él había dado en el blanco de algo que ella ni siquiera sabía que existía. ¿Era verdaderamente tan mezquina? Se le encogió el estómago al no poder dar inmediatamente una respuesta negativa–. ¿Qué importa que no vaya a consentir que mi hijo sea víctima de tu sentimentalismo temporal?

      Él lanzó una maldición.

      –No sé qué significa eso.

      –No puede ser que quieras estar con él –dijo ella, exasperada.

      –No tienes ni idea de lo que quiero. ¿Cómo vas a tenerla, cuando ni siquiera yo me reconozco? Tú conoces la existencia de ese niño desde hace seis años; yo, desde hace media hora. Así que, por favor, no me digas lo que quiero cuando todavía estoy asimilando la noticia.

      –No quiero que Dante pague mientras aclaras tus emociones.

      –No vas a decidir lo que siento ni cómo lo siento. Ni, por supuesto, vas a dictarme lo que debo hacer.

      Ella lo interpretó como la amenaza que era.

      –No estamos en la sala de juntas de tu empresa, Pascal. Se trata de mi hijo. No vas a entrar en su vida, a no ser que yo diga que puedes hacerlo. Y te digo que no puedes bajo ningún concepto.

      Pascal se echó a reír, pero sin alegría.

      Fue como si a ella le hubiera dado un puñetazo en el estómago.

      –No deberías haber apartado a mi hijo de mí durante todo este tiempo –dijo él con una voz tan oscura como su mirada–. Y ahora que conozco su existencia, nada va a impedirme no estar a su lado. Y ya sabes, cara, que casi siempre consigo lo que quiero.

      –¡Deja de amenazarme!

      Él volvió a reírse.

      –Aún no he empezado a hacerlo.

      Ella sintió pánico.

      –¿Quién dice que sea hijo tuyo? –preguntó como si los santos de las vidrieras fueran a contestarle o a ayudarla a salir de aquella situación–. Tu apellido no aparece en el certificado de nacimiento. Por lo que a ti respecta, podría habérmelo traído un hada.

      Pascal no se inmutó.

      –Entonces tendrás que ver a mis abogados cuando lleguen a pedirte una prueba de ADN. ¿De verdad quieres obligarme a hacerlo? Porque lo haré tranquilamente.

      Lo que Cecilia quería era gritarle, hacerle toda clase de reproches hasta aliviar sus heridos sentimientos; hasta hacerle pagar de algún modo por todos aquellos años, por su soledad y por todo lo que había perdido.

      Pero no se trataba de ella, sino de Dante.

      –Escúchame –dijo, sin importarle si él percibía la emoción en su voz. Quería que la oyera y la entendiera–. Dante es un niño sano y feliz. Su vida es este valle. Y yo, su madre. Ni siquiera me ha preguntado nunca si tiene padre.

      –¿Y crees que eso va a durar? No serás tan ingenua.

      En esos momentos, la idea de que esperara que no fuera un problema, porque así lo deseaba, le pareció una estupidez. Era algo más que mera ingenuidad, una desagradable parte de sí misma que debía analizar atentamente, pero no ahora.

      –Que entres arrasando en su vida diciéndole que es tu hijo, cuando eso no significa nada para él, solo le hará daño –dijo ella, con toda la firmeza que pudo, dada las circunstancia–. Le creará una enorme confusión, y no quiero que eso suceda. Y tú tampoco deberías quererlo si hablas en serio al decir que quieres ocupar tu lugar de padre.

      Durante unos segundos, no se oyó nada en la iglesia. Pascal la siguió mirando grave y acusadoramente, pero no habló.

      La luz cambió en el exterior y los colores de las vidrieras lo iluminaron. Y ella se estremeció a causa de un presentimiento. Supo, como si fuera una premonición, que hablaba en serio, que quería formar parte de la vida de su hijo. Que ella había apartado a un niño de un padre que deseaba serlo, que no era el mentiroso despreocupado e insensato que ella creía.

      Y no estaba preparada para semejante posibilidad.

      Tuvo

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