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trabajo, sino por su hijo.

      Y su paciencia había llegado al límite.

      Así que le resultó casi tranquilizador encontrarse a Cecilia esperándolo en el vestíbulo del hospital, al salir de su habitación.

      Llevaba un abrigo de color caramelo que hacía brillar su cabello. Lo miró fijamente durante unos segundos, como si estuviera pensando qué decirle.

      –Llevo aquí una semana –observó Pascal, sin importarle si alguien los veía u oía–. He estado en mi celda y he pagado la pena. ¿Qué más quieres de mí?

      –Es una pregunta peligrosa.

      –¿Quieres que te suplique? –preguntó en tono amenazador. Estaban solos en el vestíbulo, aunque a él le hubiera dado igual que toda la orden los hubiera rodeado cantando himnos de alabanza–. ¿Que te ruegue? ¿O que defienda mis argumentos con un beso, que parece ser lo único con lo que dejas de considerarme un enemigo? Dime qué debo hacer. Quiero ver a mi hijo.

      –Nada de eso será necesario –contestó ella. Y esa vez, él no atribuyó el repentino rubor de sus mejillas al frío exterior–. Voy a dejarte que lo veas.

      –Muy amable de tu parte, de verdad.

      –Ese tono malicioso no va a favorecerte –contestó ella con ojos centelleantes–. No tengo por qué dejarte que lo veas. Y no te hagas ilusiones. No voy a decirle quién eres. Aún no. Pero, como dices, llevas aquí una semana, cuando esperaba que te fueras inmediatamente. Sin embargo, te has quedado y no has intentado entrar en mi casa a la fuerza.

      –No sabía que debía aprobar un examen –dijo Pascal en tono gélido–. Una prueba secreta para descubrir si soy una persona decente. No sabía que ese fuera el tema de debate.

      –La mujer que lo cuida, junto a otros niños, mientras trabajo los ha dejado salir, porque está despejado –dijo ella como si no lo hubiera oído–. Puedes verlo. Y antes de que protestes porque no es suficiente, debes tener en cuenta que mi primer impulso fue no dejarte ni siquiera verlo.

      Pascal no estaba seguro de no traicionarse al hablar, así que no dijo nada. Se limitó a indicarle la puerta con la cabeza. Ella salió. Parecía tensa. Caminaba dando saltitos, como si sus huesos protestaran por lo que iba a hacer.

      Seguía tratándolo como si fuera el soldado herido que podía haber muerto allí, totalmente olvidado. Y él le había concedido aquella semana porque aquel soldado seguía viviendo en su interior, porque lo había olvidado y, al recordarlo, se había sentido culpable.

      Pero no era él quien llevaba años ocultando a un hijo.

      Se metió las manos en los bolsillos y la siguió. Notó lo agitada que estaba, así que se quedó callado. Andaba deprisa, casi de forma feroz, como si no quisiera hacer lo que iba a hacer, como si estuviera obligándose y temiera que, si disminuía la velocidad, no fuera a hacerlo.

      A Pascal le daba igual, con tal de poder ver a su hijo.

      Al llegar al campo del extremo más alejado de su casa, Cecilia se detuvo en seco. Había tres niños corriendo en círculos alrededor de una mujer. Pascal pensó que parecían estar borrachos, que se comportaban con la misma inconsciencia que unos perritos.

      –Está allí –dijo ella–. Es el de el medio.

      Pascal lo miró, conmovido, mientras los otros dos niños de cabello más claro desaparecían, porque solo tenía ojos para el de cabello oscuro que reía entre ellos, que no vio a su madre ni al desconocido que estaba con ella, ya que estaba muy ocupado corriendo en círculo y gritando alegremente.

      Pascal lo habría reconocido, aunque Cecilia no se lo hubiera señalado, porque era como observar su propio pasado, como si una de las escasas fotografías que había visto de sí mismo, de niño, se hubiera hecho realidad ante sus ojos.

      Se quedó sin aliento.

      Se sentía pleno, vacío y enfadado a la vez. Algo lo golpeó con tanta fuerza que creyó que las montañas se habían derrumbado, pero no se movía nada, salvo su corazón golpeándole dolorosamente las costillas.

      «Mi hijo».

      Dante era un niño fuerte que corría rápida y alegremente.

      Era una luz que brillaba en un campo yermo.

      Era un puñetazo en el estómago de Pascal.

      Y, durante unos segundos, Pascal lo quiso todo.

      Llevaba una semana luchando contra la seducción de aquel lugar, de aquel valle etéreo y feliz, de su paz.

      Peor no podía luchar contra el niño que tenía enfrente ni contra la mujer que estaba a su lado.

      Y de repente se imaginó la vida que había dejado atrás al marcharse de allí. De haberse quedado, la primera cosa que vería por la mañana sería el hermoso rostro de ella, y criarían juntos a su hijo. Y él trabajaría en lo que fuera, para mantenerlos. Habría sido una vida que no se parecería en nada a la que ahora llevaba. Y la deseaba.

      Cómo la deseaba.

      Todas las riquezas del mundo, el poder, la venganza contra su padre… Todo desapareció durante unos desgarradores segundos.

      Y Pascal tuvo la inquietante idea de que se había introducido en una versión distinta de sí mismo, en la que esa fantasía era real, en la que no se había marchado.

      Más tarde buscaría razones y razonamientos. Ahora, lo único que deseaba era todo lo que pudiera recibir de aquello, al precio que fuese.

      –Cecilia –dijo volviéndose a mirarla, consciente de la emoción que reflejaba su rostro y que no se esforzó en ocultar–. Tienes que casarte conmigo.

      QUIERE casarse conmigo.

      Le sorprendió el trabajo que le había costado decirlo, probablemente porque, al hacerlo, lo convertía en realidad, sobre todo allí, en la cocina de la abadía, donde tantas veces había comido y que ahora limpiaba como si siguiera siendo suya.

      La madre superiora, con una taza de té en las manos, estaba sentada a la gran mesa común, de madera gastada, donde las hermanas comían. Cecilia recordó sus manos fuertes y suaves de otro tiempo. Ahora las había atacado la artritis, pero ella no se quejaba. Al mirarlas, mientras flotaban en el aire sus palabras, Cecilia sintió una opresión en el pecho.

      –¿Te sorprende? –preguntó la monja son suavidad.

      Ese tono de voz sereno y tranquilo era uno de los superpoderes de la madre superiora. Hacía que los hombres temblaran ante ella, al igual que las novicias. Y a Cecilia la había hecho llorar en más de una ocasión.

      Frunció el ceño mientras frotaba el fregadero.

      –Sí. De hecho, estoy asombrada.

      Negó con la cabeza como si, al hacerlo, pudiera eliminar los sentimientos encontrados que había experimentado desde el momento en que él la había mirado con aquella inquietante expresión en su rostro y se lo había dicho.

      –A decir verdad, creo que me ofende.

      Pero tampoco era esa la palabra correcta. Había sido como recibir un puñetazo en el estómago.

      La había invadido un inmenso dolor, como si se hubiera abierto una grieta tan profunda en su interior que fuera a engullirla. El corazón le latía desbocado y tuvo miedo de vomitar.

      Se había dado la vuelta para alejarse de él con pasos vacilantes, sin saber si acabaría desmoronándose sobre la fría tierra. Pero tenía que alejarse de Pascal inmediatamente porque, si no lo hacía, temía la fuerza de su reacción.

      Él había ido tras ella, naturalmente.

      Y había tanto ruido en su cabeza que no pudo asimilar lo que le decía, las razones que le daba.

      «Tus palabras

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