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sintió otro escalofrío. Intentó volver a decir su nombre, sin conseguirlo.

      «Ya es tarde», la previno una voz interior.

      –No veo motivo para que no viva conmigo los próximos seis años –observó él con absoluta calma–. Sería lo justo.

      PASCAL no debería haberse sentido tan satisfecho al ver que Cecilia palidecía.

      Pero no se consideraba un buen hombre. Solo lo había sido los meses que había pasado allí, cuando no sabía si sobreviviría. Y al final se había comportado de forma indecente.

      –Eso no sucederá –contraatacó Cecilia. Sus labios habían perdido el color.

      Tenía los puños cerrados en el regazo y se había inclinado hacia él como si fuera a pegarle.

      Y él casi deseó que lo hiciera.

      –Sucederá si quiero que suceda –afirmó él con total seguridad y sin compasión–. Soy rico, cara. Y te guste o no, la riqueza es poder, incluso en este valle perdido. ¿De verdad crees que me ganarías en los tribunales?

      –¿Ahora vamos a ir a juicio? –preguntó ella con la voz más débil y el rostro más pálido.

      Casi sintió pena de ella. Pero llevaba allí demasiado tiempo sin nada que hacer, salvo sopesar todas las posibilidades, y había llegado a la conclusión de que solo había una; solo un posible final que daría a los dos lo que deseaban. Tal vez a él más que a ella, pero ella le había ocultado la existencia de su hijo.

      Cecilia aún no había llegado a la misma conclusión. Y a él le complacía tener la oportunidad de darle una lección mientras ella aceptaba la única solución posible.

      Sobre todo, porque su imagen lo seguía persiguiendo, a pesar de saber lo que le había hecho y a pesar de haberle impedido conocer a su hijo. Eso no parecía importar cuando soñaba con su dulce boca, su cabello del color de la miel y con sus ojos de un imposible color violeta, que, sin embargo, era totalmente natural.

      Esa noche vestía como la mujer con la que le hubiera gustado tener una cita, mientras dedicaba todas sus energías a buscar esposa. Esa noche no parecía una limpiadora.

      En los días anteriores se le había ocurrido que había sido incapaz de encontrar la esposa perfecta porque ya la había hallado.

      Le había pedido que se casara con él, y ella se había negado. Había sido lo mejor porque le había dado tiempo a entender que su reacción al ver a Dante en el campo había sido solo eso: una reacción.

      Y había esperado. Y se había prometido a sí mismo, según pasaban los días, que se casarían, tal como deseaba, y que ella pagaría.

      Y lo haría una y otra vez, hasta que él estuviera satisfecho.

      Y raramente lo estaba.

      –Haré todo lo que tenga que hacer –afirmó con una intensidad que percibió que la estremecía–. Si me siento compasivo, te dejaré que vayas a Roma y lo veas un fin de semana al mes, tal vez dos.

      –Un fin de semana al mes… –comenzó a decir ella.

      Pero tragó saliva y se calló. Después parpadeó con tanta rapidez que él pensó que trataba de contener lágrimas de frustración.

      –Te he pedido que vinieras esta noche para hablar de lo que sería mejor para Dante –dijo ella al cabo de unos segundos–. Y había aceptado que eso sería que desempeñaras el papel de padre.

      –Soy su padre, no debo desempeñar ningún papel. Es un hecho.

      –Pero no pareces tener idea de lo que es bueno para él, o no plantearías esas cosas.

      Volvió a tragar saliva con dificultad. Y Pascal se sintió fascinado por lo agitada que estaba, a pesar de la calma que fingía.

      –Por si no lo recuerdas, soy la mujer a la que hiciste toda clase de promesas, que incumpliste al desaparecer. No tengo motivos para suponer que no harás lo mismo con mi hijo. Y en lugar de dejarme tiempo para solucionar esto…

      –Has tenido seis años.

      –…has decidido recurrir a la prepotencia.

      Ya no estaba tan calmada. Él observó que el color le había vuelto a las mejillas y que sus ojos lo miraban airados. Seguía con los puños cerrados en el regazo. Parecía muy agitada.

      «Estupendo», pensó.

      –Tienes dos opciones: una es aceptar que ya no tienes capacidad de decisión y que no verás al niño o que lo harás cuando yo quiera.

      –Eso es imposible, evidentemente –afirmó ella con voz temblorosa. ¿Cuál es la otra?

      –Ya te lo he dicho –dijo él sin ocultar su satisfacción–. Cásate conmigo y lo verás todo lo que quieras.

      Ella se levantó de un salto y a Pascal le dio la impresión de que iba a lanzarse sobre él, y se preparó para el impacto. Pero ella se acercó a la chimenea y cruzó los brazos, como si quisiera sostenerse. Pascal se quedó donde estaba y esperó a que llegara el final de la partida.

      O a que ella volviera a mirarlo.

      Ella habló con la vista clavada en el fuego.

      –No entiendo por qué quieres casarte con alguien de quien tienes tan mala opinión –dijo con voz apagada.

      Pascal se encogió de hombros.

      –Sea cual sea mi opinión sobre ti o sobre las discutibles decisiones que has tomado, es evidente que has sido una excelente madre para mi hijo. Está sano y es feliz, tal como me habías dicho.

      Como si Cecilia no supiera que él, por supuesto, había vuelto a ver al niño sin su permiso. Que ella se lo hubiera negado no era su problema. Se había mantenido a distancia del niño, no por obedecer las órdenes de su madre, ni de nadie, sino para no asustar a su hijo.

      Esperaría a que ella se lo presentara y después haría lo que le diera la gana.

      Cecilia esperó como si creyera que él iba a añadir algo más. Como no lo hizo, dijo:

      –Eso no explica que te quieras casar conmigo.

      Él recordó el momento en el campo en que había sentido una añoranza que hacía tiempo había descartado. Porque él era Pascal Furlani, no un ser blando y emotivo. Había sido una reacción a la sorpresa, eso era todo.

      Hacía tiempo que nadie lo sorprendía.

      Pero había tenido muchos días para acostumbrarse a ese giro de su vida. Lo único que importaba era que tenía un hijo. Y su hijo se merecía una familia, así que podía casarse con su madre o con otra mujer, le daba igual, pero iba a darle una familia a Dante.

      En cualquier caso, el niño pasaría las siguientes Navidades con su padre, con el padre que los miembros del consejo de administración de su empresa no creían que pudiera ser.

      –Soy profundamente antirromántico –esperó a que ella se girara levemente para volver a mirarlo–. Mi madre se pasaba mucho tiempo hablando de su gran aventura amorosa. Ensombreció mi vida. Y te puedo asegurar que el amor no tuvo nada que ver con aquella aventura.

      Vio que ella reflexionaba sobre sus palabras.

      –Así que me propones un matrimonio solo de nombre.

      Pascal observó un leve brillo de esperanza en sus ojos.

      Tal vez por eso se echó a reír.

      O tal vez fuera porque era un canalla.

      –No necesito que estés enamorada de mí, si te refieres a eso –dijo. Estaba disfrutando mucho–. Yo no soy capaz de amar, pero necesito una esposa. Llevo buscándola un tiempo. El problema es que no exijo que no haya ni la más leve sombra de escándalo asociada

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