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Mejor dicho, podía hacerlo, pero le daba miedo.

      Había algo en Pascal, ahora que estaba en su elemento, que la hacía sentir como si no pisara el suelo. Y no porque se abriera bajo sus pies, como a veces le había parecido, sino porque Pascal se había apoderado de él.

      Suspiró al mirar la piazza y las luces y adornos que la hacían brillar, aunque había empezado a oscurecer.

      Casi se sintió en paz.

      En esa época del año, la abadía siempre le había parecido mágica. Las hermanas cantaban villancicos por la mañana y el pueblo se engalanaba decorando los árboles con luces, las puertas con guirnaldas y las ventanas con velas.

      De repente, se sintió desanimada por no estar allí.

      No esperaba echarlo tanto de menos. Le producía un dolor físico no poder salir, andar cinco minutos, hiciera el tiempo que hiciera, y buscar la fresca y serena protección de la abadía. Y no tener a mano a la madre superiora para que hiciera alguno de sus comentarios, ya fuera seco o sabio.

      Por primera vez en su vida estaba sola, y no podía decir que le gustara.

      Más tarde, después de salir del café, buscó el camino de vuelta en el laberinto de calles llenas de gente y coches. Solo se perdió dos veces antes de llegar a casa de Pascal, lo que, en su opinión, era un avance.

      Le dijeron que Dante estaba cenando y que después lo bañarían, antes de acostarlo.

      Ya no le preguntaban qué le parecía lo que hacían con el niño, sino que se limitaban a llevarlo a cabo.

      Notó que se apoderaba de ella la ira, o tal vez fuera el miedo. Sabía que aquello formaba parte del plan de Pascal. Como represalia, hacía todo lo posible para demostrarle lo fácil que era mantenerla apartada de su hijo.

      Y ella dejaba que lo hiciera, sin intervenir, cuando debería entrar furiosa en el comedor, mientras su hijo cenaba, echar a todos los empleados y quedarse con él.

      Echó a andar en esa dirección, pero se detuvo.

      Dante se lo estaba pasando como nunca, le gustara o no a ella. ¿Qué derecho tenía a privarlo de aquello porque se sintiera dolida o sola? Era su único hijo y el heredero de un hombre tremendamente rico. Si así se criaban los niños ricos, cosa que desde luego no sabía, ¿quién era ella para negárselo?

      Dio media vuelta y se dirigió al salón más cercano a mirar por la ventana a la gente y las luces de una ciudad en la que aún le resultaba difícil pensar que vivía.

      No se trataba de que no viera a su hijo. Dante siempre sabía dónde estaba y los empleados podían ponerse en contacto con ella si la necesitaban. Debería felicitarse por haber criado a un niño seguro y confiado, que estaba contento de sumergirse en su nueva vida sin pensárselo dos veces.

      Ella también conseguiría hacerlo, se dijo. Hallaría el modo de ser feliz con todo aquello. Por él.

      –Pareces triste, cara –oyó la voz baja e insinuante de Pascal a su espalda.

      Como si le divirtiera verla así.

      Cecilia tardó en volverse. Era temprano para que él estuviera en casa. A ella le disgustaba conocer sus horarios y rutinas, porque, y era una tragedia, había comenzado a esperar su regreso por la noche. Se decía que se debía a que cada vez se fiaba menos de él, por lo que debía atrincherarse en la medida de lo posible.

      Pero no era verdad.

      Lo miró sabiendo que no sentía una sola cosa al hacerlo, sino una mezcla de culpa e ira, una cólera largo tiempo contenida y, por debajo de todo ello, el deseo que él le provocaba sin siquiera intentarlo.

      Seguía sintiendo el beso que le había dado el día de la boda, en medio de la iglesia.

      –No estoy triste. Estaba pensando, como siempre, en que insistieras en que nos casáramos, cuando resulta que no tengo nada que hacer aquí, salvo deambular por las calles de Roma como si fuera una eterna turista.

      Él se había quedado en la puerta. Llevaba el traje de exquisito corte que se ponía para trabajar. Y ella habría preferido que se tratara de la fotografía de una revista, que solo lo presentaba en dos dimensiones y donde no se podía apreciar su poder y era posible apartar la vista de él.

      En las revistas era evidente que era guapo, pero, en realidad, era peligroso.

      Le había resultado más fácil odiarlo en la montaña. En Roma, ella se hallaba fuera de lugar, por lo que le resultaba más difícil.

      –Eres mi esposa –dijo él con una arrogancia que debería repelerla. Que no lo hiciera la avergonzaba–. Ese es tu papel. Y no te engañes, es un trabajo. ¿Crees que podrás con él?

      –¿Es ahora cuando vas enseñarme lo que debo llevar y a saber qué tenedor debo utilizar? –preguntó ella con voz ácida–. Entenderás que no pongo objeciones a la clases de etiqueta, sino al profesor.

      Ya no sabía en quién se había convertido en esos extraños y confusos días en una ciudad tan grande que la sobrepasaba. Y se hallaba en poder de él hasta tal punto que no se entendía a sí misma.

      Sin embargo, le daba la impresión de que él la entendía muy bien.

      En la orgullosa boca de Pascal se dibujó una leve sonrisa.

      –He pasado mucho tiempo buscando a la esposa ideal. Mis requisitos eran sencillos: desenvoltura, gracia y elegancia.

      A Cecilia le desagradó que pareciera una lista de sus fallos.

      –Soy una niña abandonada que quería ser monja –afirmó ella a la defensiva–. Una mujer deshonrada que fregaba suelos para cuidar de su hijo ilegítimo. No hay gracia ni desenvoltura en eso. Y si querías elegancia… Fuiste tú quien exigió que nos casáramos.

      –Y aquí estamos –murmuró él entrando en el salón–. Tal como yo quería.

      El salón era una de las diversas zonas sin sentido de aquel inmenso sitio. En opinión de Cecilia, el motivo de que hubiera tantas habitaciones en aquella casa era llenarlas de cosas innecesarias: antigüedades, obras de arte, un piano o cualquier otra cosa que demostrara la posición social de su dueño.

      De no ser por eso, ¿qué otra razón podía haber para tenerlas? Si se imaginaba aquella casa como un museo, tenía más sentido.

      Pero ¿era ella una pieza más de la colección?

      –Estamos casados a ojos de Dios y de los hombres. No puedes fingir lo contrario.

      –No finjo nada.

      –¿Estás lista para cumplir tus deberes a ese respecto? –él seguía sonriendo, pero ella sabía que era una advertencia–. Te prevengo que eso requerirá que pases menos tiempo ociosa y más a mi lado.

      –No me atrae mucho la idea.

      La sonrisa de Pascal se hizo más ancha.

      –Pues en la cama te gusta bastante.

      Ella se lo debería haber esperado.

      Pero se había esforzado al máximo en no pensar en las noches allí.

      Pascal había insistido en que durmieran juntos.

      La primera noche había sido ella quien acostó a Dante diciendo que no le gustaba dormir en sitios que no conocía. Y se acurrucó a su lado porque, en realidad, era a ella a la que no le gustaba.

      Al despertar, su esposo la llevaba en brazos por la casa, y le entró pánico.

      –Tranquilízate. Solo te llevo al lecho conyugal, cara. No voy a pedirte que hagas nada.

      –Estoy muy tranquila –le espetó ella. Y cuando llegaron a los aposentos de Pascal, no la tranquilizó precisamente saber que ahora también eran suyos–. Bájame.

      Estuvo a punto de pedírselo por favor, pero eso sería suplicar.

      Pascal

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