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Si lo hiciera, te darías cuenta.

      –No sé en qué puede diferenciarse un castigo de esto.

      –En primer lugar, sería tanto público como privado.

      Ella iba para monja y se había quedado embarazada. ¿Podía hacerle él algo por lo que ya no hubiera pasado?

      –No creo que la humillación pública sea buena para Dante, que se supone que es lo único importante, ¿no? ¡Con cuánta facilidad olvidas!

      –No me he olvidado de nada.

      Ella no pretendía entender al hombre con el que se había casado. La miraba de una forma, con enfado y deseo a la vez, que la inquietaba profundamente. Salió apresuradamente del salón, dispuesta, finalmente, a participar en los preparativos de acostar a Dante.

      Necesitaba algo a lo que agarrarse.

      Dijo a los empleados que se fueran, leyó un cuento a su hijo y lo besó mientras se quedaba dormido, como si nada hubiera cambiado, salvo el tamaño de la habitación.

      Y fue allí, en la oscuridad, mientras su hijo soñaba, donde tuvo que reconocer la verdad contra la que luchaba: a su corazón no le preocupaba Dante. El niño se criaría muy bien allí, y no le cabía duda alguna de que Pascal lo quería.

      Verlos juntos la conmovía. Ver al hombre que la abrumaba ponerse en cuclillas para hablar con seriedad y amabilidad a su hijo, al hijo de ambos, la emocionaba.

      Y aunque se dijera que había ido a Roma a salvar a Dante de su padre, esa noche supo que no era cierto. No temía que Pascal fuera a hacerle daño en ningún sentido.

      Estaba más preocupada por el daño que pudiera hacerle a ella.

      A la mañana siguiente, cuando se despertó, él no estaba. Le pareció que era una premonición hecha realidad.

      –Me temo que hoy no va a poder salir –le dijo el ama de llaves cuando se disponía a marcharse, tras el desayuno–. Hay paparazis alrededor del edificio, y el señor Furlani preferiría que no les proporcionara munición.

      –¿Munición? ¿Paparazis?

      La mujer le entregó los periódicos de la mañana. Y allí estaba: una fotografía de los dos en la boda. Pascal se inclinaba hacia ella para besarla.

      Cecilia tuvo dificultades para reconocerse. Parecía sofocada y tenía los ojos brillantes, como la chica estúpida que era al conocerlo.

      No le gustó que les hubieran hecho esa foto y mucho menos que ahora la pudiera contemplar todo el mundo. Lo vivió como una especie de muerte.

      Pero aún peor que verse expuesta de aquella manera era que Dante también apareciera en los periódicos.

      Su dulce rostro aparecía a todo color.

      ¡Furlani reclama a su hijo!, proclamaba un titular.

      Y justo debajo: Vuelve a burlarse de su padre.

      Y todo le quedó claro.

      Fue como si la hubiera atropellado un camión. Se sentó en el comedor. Le pitaban los oídos y se le había revuelto el estómago. Leyó todos los artículos que encontró y sacó el móvil para buscar más.

      Y cada palabra que leía era un clavo en su corazón.

      –¿Cómo se ha ido el señor Furlani esta mañana? –preguntó al ama de llaves.

      –En coche, signora, pero…

      –Pues búsqueme un coche.

      Y así se encontró sentada en la parte de atrás de un lujoso vehículo, cuya marca desconocía, tras cristales tintados, mientras unos hombres golpeaban a los lados del coche con los puños. A ese pozo había arrojado su esposo a su hijo. Todo para ganar puntos con respecto a su propio padre.

      Nunca se había tratado de Dante.

      «Ni de ti».

      Las oficinas de Pascal estaban decoradas con muebles bajos y toques de acero. La hizo pensar en el hombre con el que se había casado, tan hermoso y austero por fuera, pero duro y mentiroso por dentro.

      Su secretaria fue a su encuentro, tras una corta e indigna discusión en el mostrador de recepción, y la condujo a través de despachos separados entre sí por mamparas de cristal. La llevó directamente al centro, donde un grupo de hombres se hallaba sentado en torno a una larga mesa.

      Cecilia comenzaba a arrepentirse de haber ido hasta allí, con la idea de decir a su esposo lo que pensaba de sus jueguecitos. Pero ya era tarde.

      La secretaria llamó dos veces a la puerta y la abrió. Y todos los hombres se volvieron a mirar a Cecilia.

      Pero ella solo notó la mirada de Pascal.

      Y su esposo no se levantó de la silla de un salto ni se mostró sorprendido al verla y mirarla a los ojos.

      Y a ella le dio la extraña impresión de que era él quien se sentía siempre fuera de lugar. Incluso allí.

      –Voy a presentarles a la mujer en cuestión, caballeros –dijo, como si ella estuviera allí porque la había invitado–. Cecilia Furlani en carne y hueso. No es un truco publicitario, que es de lo que me habéis acusado, sino mi esposa.

      PASCAL sabía que Cecilia podía causarle la ruina en aquel momento.

      Lo único que debía hacer era contradecirlo y negar la romántica historia que había contado a los periódicos sobre ellos dos y su hijo. Bastaría con que abriera la boca y explicara a aquellos hombres lo que se le ocurriera sobre su matrimonio y los hechos reales.

      Podía contarles quién era él seis años antes, que la había abandonado embarazada y que había tenido que criar sola a su hijo. La verdad proporcionaría a aquella panda de hipócritas los argumentos necesarios para empezar a hacerse preguntas de carácter moral.

      Daba igual que ella no les contara la verdad y que se inventara una historia. El daño sería el mismo. Muchos ojos los acechaban y él no podía detenerla.

      Aquellos hombres necesitaban un motivo para declararlo inadecuado para seguir en su cargo. Ella solo tenía que dárselo.

      Y a él no se le ocurría razón alguna para que no lo hiciera.

      Miró el rostro de la mujer que lo había perseguido cuando no formaba parte de su vida y que, ahora, era peor que un fantasma, ya que los fantasmas solo aparecían de noche, en tanto que Cecilia lo perseguía siempre.

      ¿Por qué creyó que sería distinto si se casaba con ella?

      Sabía por qué había entrado hecha una furia en el despacho. Claro que lo sabía. Él le había dicho que le suplicaría y, en su arrogancia, estaba seguro de que bastaría con que pasara una noche en su cama. Tal vez dos.

      Pero debería haber entendido quién era Cecilia: no la chica frágil que había conocido años antes y a la que mentalmente había convertido en el epítome de la inocencia, sino la mujer dura y dueña de sí misma que lo había mirado en una iglesia y le había arrojado a la cara su paternidad.

      Tal vez fuera las dos cosas, pero, en cualquier caso, Cecilia no se doblegaba.

      Y a Pascal le parecía que era él quien se iba a quebrar.

      Se había dicho que había llegado el momento de hacer pública su boda porque ya era hora de encargarse de las disensiones del consejo de administración. Desde el punto de vista empresarial, era lógico, pensó.

      Faltaban unos días para Navidad, lo que implicaba que el interés por la historia desaparecería rápidamente, ya que todos estarían pensando en las vacaciones. Tenía la impresión de que contársela a la prensa había sido una forma de imponerse, de volver a la normalidad.

      «O puede que supieras exactamente cómo reaccionaría ella», le había sugerido una voz interior.

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