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no se lo creyó. Era Pascal Furlani, un hombre duro. Lo único que sabía hacer era luchar, pelear, castigar al mundo en general y a su padre en particular por haberlo fallado.

      Pero Cecilia sabía vivir.

      Le había devuelto la vida, literalmente, y había dado a luz una nueva vida, a Dante.

      Ella era la vida, el amor, todo lo que él no se atrevía a imaginar que podría llegar a tener.

      –Te lo suplico –dijo ella.

      Imposible.

      Y fue aún peor que se arrodillara ante él con la gracia de una bailarina o una reina, como si no fuera ella la que capitulara.

      O como, pensó él aturdido, como si rendirse no le costara nada.

      Cuando tenía la certeza de que a él lo destruiría.

      –Pascal –dijo mirándolo fijamente a los ojos–. Quiero que me hagas tu esposa en todos los sentidos. Te suplico que lo hagas. Ahora mismo.

      Desde su nacimiento, Pascal había sido una causa perdida. En consecuencia, había andado perdido durante años por vocación, regodeándose en la porquería y la suciedad. Y solo había creído encontrarse a sí mismo al estar a punto de morir en una lejana montaña, cuando una mujer lo había sonreído y curado en cuerpo y alma.

      Se sintió perdido en su mirada violeta.

      Y tal vez la verdad fuera que ya lo estaba, que llevaba seis años perdido.

      Así que la tomó en sus brazos y la besó con furia.

      Y se perdió para siempre.

      DE REPENTE, Cecilia lo entendió todo mientras la boca de Pascal se movía en la suya y recomponía el mundo.

      Se trataba del miedo.

      Lo abrazó y dejó que la tumbara en el suelo suspirando de felicidad cuando el colocó su exquisito cuerpo sobre el suyo, lo cual demostró una vez más lo bien que se acoplaban.

      Así, con la misma belleza de siempre.

      Por miedo no se había esforzado más en buscarlo; por miedo se había quedado en la montaña al cuidado de su hijo, en lugar de emprender el camino, más difícil y terrorífico, de enfrentarse a él seis años antes. Cinco años antes.

      O cualquier día desde entonces.

      Y por miedo había hecho él lo que había hecho. Ahora lo entendía.

      Pascal sabía vengarse. Era lo más fácil. La ira era más aceptable que esas mañanas confusas en que se despertaban abrazados. Comprendió que si él la enfurecía le resultaba más fácil luchar contra ella, exigirle, amenazarla.

      Podía reducir lo que pasaba entre ellos a una simple pelea.

      Pero tenía la certeza de que Pascal no era un abusador. No buscaba la debilidad de ella, sino su fuerza. La debilidad lo hubiera destrozado. Era su fuerza lo que le permitía tratarla como a una adversaria.

      Porque a los adversarios no se los podía herir. Los adversarios luchaban.

      Y si luchaban, no tenían miedo.

      Cecilia lo entendió todo mientras él la besaba con su boca caliente y perfecta. Lo entendió mientras ella le correspondía con todo el deseo y la pasión que él le había enseñado.

      Pascal se echó hacia atrás para quitarse la chaqueta y la camisa, mientras ella se quitaba el vestido quedándose con el sujetador, las braguitas y las botas.

      Él la miró como si lo único que deseara fuera recorrer cada centímetro de su cuerpo con la boca; como si fuera a morirse si no lo hacía en aquel preciso momento.

      –Me matas –masculló.

      Y ella se estremeció de deseo.

      Sus manos sobre ella eran una ardiente llama que comprobó la forma de sus senos, antes de tomarla por las caderas para atraerla hacia sí.

      Y su boca era una revelación.

      Tan deliciosa que Cecilia entendió por qué se había negado lo mismo a lo que se había entregado libremente seis años antes.

      Tenía miedo.

      Miedo de lo que pudiera hacerle a ella y a su vida. Porque la verdad era que haber tenido relaciones sexuales con Pascal ya le había cambiado la vida una vez.

      ¿Qué le sucedería ahora?

      Ya lo sabía. Lo peligroso no era el sexo. No la iba a destrozar ni la iba a perseguir durante años hasta que volviera a encontrar a Pascal.

      Lo peligroso era el amor.

      Y la pura verdad era que no había dejado de querer a Pascal.

      Y no estaba segura de poder hacerlo.

      Así que lo besó y vertió en el beso los años que habían estado separados, el miedo, la soledad y, sobre todo, los sueños; la alegría, el sabor de la vida que había vivido lejos de él y la esperanza secreta de que la nueva vida que habían iniciado juntos fuera feliz, a pesar de los esfuerzos de ambos por fingir que era una desgracia.

      Lo besó sin parar. Y cuando él se levantó y la levantó, ella lo siguió ciegamente. La condujo al sofá y la tumbó en él. Ella lo observó, jadeando, mientras acababa de desvestirse y lo contempló, por fin, desnudo.

      Durante unos segundos, se limitó a observarlo desde el sofá.

      Nunca se cansaría de mirarlo.

      De contemplar sus cicatrices, sus músculos, la irresistible belleza masculina del único hombre al que había acariciado, del único al que había querido.

      Para ella, del único hombre que existía. Y punto.

      Los negros ojos de Pascal brillaban. Sus anchos hombros la invitaban a aferrarse a ellos para siempre. Entre las piernas, la parte más dura de él se erguía orgullosa.

      Y lo quería.

      No había nada más que entender.

      Levantó las manos hacia él sonriendo.

      –Quítate el sujetador –le pidió él con voz ronca.

      Ella lo hizo dejando al descubierto los senos. Los pezones se le endurecieron cuando él se los miró. Y comenzó a temblar.

      –Y las braguitas –ella tembló aún más–. Pero puedes dejarte las botas.

      A ella, sin saber por qué, eso le resultó delicioso. Se apresuró a hacerlo.

      Y cuando hubo acabado, se quedó de pie frente a él, expuesta por completo.

      Pero era suya.

      Los ojos de Pascal ardían. Y sonrió.

      La atrajo hacia sí y la levantó.

      Cecilia se agarró a sus hombros y enlazó las piernas a su cintura. Gimió cuando él la levantó más y la dejó justo encima de su dura masculinidad.

      Tenía la cara junto a la de ella.

      –Suplícame –susurró.

      Los ojos le brillaban de deseo. Y a Cecilia le pareció que la habían vaciado por dentro.

      Y que lo único que quedaba era él.

      Y lo que siempre había habido entre ellos, imposible de ignorar, aunque ambos lo habían intentado.

      El amor.

      No había otra forma de describirlo.

      Ella le clavó las uñas en los hombros mirándole el rostro, tenso por la fuerza del mismo deseo que también se había apoderado de ella y la hacía arder.

      –Por favor, Pascal –susurró, llena de alegría por una rendición

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