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él quien se despertaba por las noches cada vez que ella se removía para acercársele. Ella lo hacía dormida y era él quien la abrazaba mientras se preguntaba qué demonios le pasaba.

      ¿Dónde estaba el hombre que había dedicado la vida entera a vengarse? ¿Dónde estaba el Pascal Furlani que haría lo que fuera, y que lo había hecho, para vivir contra el padre que nunca se había preocupado de él fingiendo que no existía?

      La mayor parte de su vida adulta había sido un ejercicio de demostración de su existencia.

      Y lo había llevado a cabo de una forma que su padre no pudiera pasar por alto.

      Y no sabía cómo reconciliar esa parte de él con el hombre que solo quería que la mujer que únicamente soportaba su contacto dormida lo deseara despierta.

      Tanto como él a ella.

      –Su esposo nos ha contado una romántica historia sobre ustedes, signora –dijo Carlo Buccio, el miembro del consejo que peor caía a Pascal. Intentaba arrebatarle el poder y convertirlo en poco más que una figura decorativa.

      Porque era un asunto de poder. La gente siempre quería más para sí y menos para quienes la rodeaba.

      Carlo y su compinche, Massimo Pugliese, se enorgullecían de ser una piedra en su zapato.

      Recordó que ambos habían ido a la montaña y que les debía de haber molestado que su versión de la vida de Pascal no hubiera sido la primera en aparecer en la prensa sensacionalista.

      –Supongo que no todo será un cuento de hadas –intervino Massimo.

      Pascal observó las cambiantes emociones del rostro de Cecilia. Apretó los dientes cuando apartó la vista de él para dirigirla a los demás.

      Y, para su sorpresa, se echó a reír.

      –¿Romanticismo y cuentos de hadas en una sala de juntas? ¡Qué inadecuado! ¿Por qué hablar de un asunto tan íntimo?

      Pascal se relajó levemente, divertido y admirado a la vez.

      Era evidente que Cecilia no era una mujer florero. No era una muñeca sin nada en la cabeza que solo servía para que la fotografiaran del brazo de un hombre rico. Claro que salía bien en las fotos, pero lo maravilloso de su esposa, y Pascal lo entendió en ese momento, era que desprendía la misma gracia natural que la madre superiora en su actitud y la sinceridad de su mirada.

      No sonreía tontamente ni apartaba la vista. Tampoco se encogía ante la mirada de aquellos hombres.

      En medio de aquella sala, era el modelo de lo que se debía hacer, con independencia de las circunstancias.

      Y funcionó de forma sutil, porque aquellos hombres poderosos comenzaron a carraspear y a removerse en el asiento, adaptándose a lo que Pascal consideró el poder perdurable de un convento.

      Cecilia no era monja; ni siquiera, por culpa de él, había acabado el noviciado. Pero eso no impedía que se hubiera criado en un convento ni que no pudiera utilizarlo como arma, si así lo deseaba.

      Y hasta ese momento, él no había sido consciente.

      –Me daba la impresión de que la vida privada de cada cual era justamente eso.

      Y aunque parecía que Cecilia se dirigía a todos los presentes, Pascal sabía que le hablaba directamente a él. Incluso volvió a mirarlo.

      –Privada.

      –La intimidad es propia de personas menos poderosas, signora –afirmó Massimo de manera claramente servil.

      Cecilia se volvió a mirarlo.

      –¿Qué poder tiene mi hijo de cinco años?

      –Pascal nos ha informado de esa… relación secreta con usted –dijo Carlo.

      Pascal se puso aún más tenso. Ella no era feliz con él, y ahora tenía la oportunidad de desahogar su cólera, de vengarse por todo lo que le había arrebatado.

      Lo único que debía hacer era contar lo que había sucedido verdaderamente, con toda la amargura y el dolor con los que se lo había contado a él. Y aquellos hombres tendrían argumentos para atacarlo, y él tendría que volver a la guerra.

      Pero observó el preciso momento en que ella fue consciente de eso.

      Parpadeó y lo miró.

      Pascal, incapaz de soportar la tensión, se levantó sin apartar la vista de ella.

      Y esperó a que lo traicionara, del mismo modo que lo habían hecho todos los que afirmaban quererlo: su padre, su madre… y ahora su esposa, que, en la iglesia, había prometido quererlo, aunque él no se lo había creído.

      Porque él la había llevado a la fuerza al altar y la había obligado a pronunciar los votos matrimoniales.

      Pero, por la noche, con el cabello de ella en el pecho y su cuerpo apretado contra el suyo, había querido creer que todas las palabras que había dicho ante el cura eran verdad.

      Lo había deseado con una intensidad malsana.

      Y todo aquello los había llevado hasta allí, donde él, un hombre que había traicionado sin compasión a todo aquel se le había acercado demasiado, esperaba el momento, que parecía no llegar, de recibir el castigo que merecía.

      La hermosa boca de Cecilia se curvó levemente. Sus ojos centellearon.

      Pascal ya había comenzado a preparar su respuesta, a pensar en la mejor manera de reducir el daño de lo que ella estuviera a punto de decir.

      –Perdone –dijo ella, y en un tono suave, casi amable, como el que siempre tenía la madre superiora, pero férreo. Pascal se dio cuenta de que no lo miraba a él, sino a Carlo–. ¿Le gustaría contar a los presentes detalles de sus relaciones personales?

      Pascal tardó unos segundos en entender lo que decía.

      Cecilia, no solo estaba hablando con uno de los mujeriegos más conocidos de Roma, cuya serie de amantes era la causa de sus constantes apariciones en la prensa sensacionalista, al igual que le sucedía a su esposa con su colección de amantes, muchos de los cuales los exhibía delante de la narices de Carlo.

      Supuso que daría lo mismo a quién le hubiera hecho esa pregunta. En aquella sala no había un solo hombre cuya vida privada soportara el más leve escrutinio. Únicamente Pascal, en los años anteriores, cuando no estaba casado y tenía una enorme vida social, había sido objeto de críticas por sus relaciones personales.

      Le produjo admiración la forma en que Cecilia había desviado elegantemente la atención de sí mismo.

      Y tardó unos segundos en darse cuenta de lo más importante.

      No lo había traicionado, a pesar de haber tenido la oportunidad.

      No lo había traicionado.

      Y fue como si el suelo se abriera bajo sus pies, como si el mundo se detuviera.

      Como si él hubiera explotado por dentro y hubiera vuelto a reunir los fragmentos de bordes punzantes.

      No podía respirar ni pensar.

      Ella no lo había traicionado.

      Cecilia volvió a mirarlo y todo lo demás desapareció.

      Solo estaban sus ojos, llenos de ira, tristeza, furia y algo más que no sabría describir.

      Solo estaba ella, vestida con la ropa que le había comprado, con el aspecto de la esposa ideal con la que había soñado.

      Porque ella era el único sueño que había tenido durante todos aquellos años.

      Ella.

      Cecilia.

      La única persona viva que no lo había traicionado a la primera oportunidad.

      El hecho de que ambos siguieran allí, a la vista de aquella manada de tiburones, lo impactó como si fuera algo lejano.

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