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en casa», pensó ella. «Es amor».

      «Sí».

      Y no supo qué había dicho en voz alta.

      Pero daba igual.

      Pascal la volvió a tumbar en el sofá, acomodaron sus cuerpos y él se deslizó aún más dentro de ella.

      Ella le mordió el hombro.

      Y él la embistió una y otra vez, como si fueran a morirse así o a morirse si no lo hacían; o a morirse y a renacer y repetir aquella danza eternamente.

      Cecilia fue a su encuentro. Era parte de él. Mantuvo las piernas enlazadas a sus caderas y fue a su encuentro en cada embestida.

      Recordó lo maravilloso que había sido seis años antes. La leve punzada de dolor y, después, solo el deseo hecho carne.

      Y era mejor ahora. Más profundo.

      Pascal movió las caderas de una forma que hizo que ella echara la cabeza hacia atrás. Después, él bajó la suya para meterse un pezón en la boca, y ella estalló en mil pedazos. Su cuerpo se aferró con fuerza en torno al de él y comenzó a dar sacudidas.

      Sin parar.

      Pero él continuó embistiéndola durante el clímax para, después, volverle a provocar deseo y conducirla a otro.

      Cecilia se aferró a él. Lo quería. Gritó su nombre y se sumergió en las exquisitas llamas que la consumían.

      Solo cuando comenzó a dar sacudidas de nuevo, perdió él el rimo profundo y regular que había utilizado para volverla loca.

      Y durante unos segundos, solo hubo velocidad y furia, profundas y hermosas.

      Pascal alcanzó también el clímax, con el nombre de ella en los labios, y, por fin, se perdió en su interior.

      Y Cecilia se percató con enorme claridad de que quería eso. Todo eso.

      La hermosa y elemental tormenta que era aquel hombre y la pasión que había nacido entre ambos desde el principio, desde mucho antes que ella entendiera lo que la llevaba a estar a su lado en el hospital. Quería el trueno del deseo que sentía por él, el relámpago que era la pasión de ambos, que a veces se transformaba en dolor y otras en pérdida. Y la lluvia que seguía y que llevaba la vida al mundo.

      Que a ella le había dado a su hijo.

      Quería esa tormenta con todo su ser, con todo lo que era y tenía. Valía el precio que había pagado.

      Tomó el rostro de Pascal entre las manos. Notó las cicatrices en un lado, la prueba de que podía superar cualquier cosa. Le buscó la mirada, desenfocada, pero que lentamente centró en ella.

      Y durante unos segundos le pareció que era otro.

      Era como si la lluvia los hubiera limpiado para que pudieran empezar de nuevo.

      Cecilia ya no tenía miedo de suplicar aquello que deseaba ni de liberar lo que se agitaba en su interior, desesperado por salir. Ni, desde luego, del hombre que se hallaba tan profundamente en su interior que le resultaba difícil recordar que eran dos personas distintas.

      –Te quiero –dijo con claridad–. Te quiero, Pascal.

      Sus palabras le produjeron un efecto instantáneo y eléctrico.

      Y negativo.

      Frunció el ceño. Los ojos le centellearon y se separó del cuerpo de ella como si quemara.

      Cecilia se quedó donde estaba. Se incorporó apoyándose en un codo y lo observó alejarse.

      No había ni un solo ángulo de aquel hermoso cuerpo que no admirara.

      Vio que se mesaba el cabello. Después se quedó con los brazos en jarras mirando por la ventana. A ella no le sorprendió que se acariciara las cicatrices de la mandíbula.

      –Te quiero, Pascal –repitió, para que no hubiera posibilidad de error.

      Y cuando él se volvió y la fulminó con la mirada, ella se limitó a sonreír. Se sentó en el sofá sin intentar taparse.

      Y él la miró como si lo hubiera golpeado.

      –Siempre te he querido –le dijo, como si le confiara un gran secreto–. Incluso cuando más te odiaba, parte de mí esperaba que volvieras, a pesar de lo sucedido. Te quería y deseaba estar contigo, incluso cuando me juraba que no era así. Y cuando regresaste, lo que más me asustó fue que todo mi amor no había desaparecido, sino que se había limitado a esperar.

      –Es imposible –dijo él, como si estuviera masticando cristales–. Ya lo sabes.

      –¿El qué? –ella lo vio agarrar los pantalones y se preguntó si tendría tantos problemas como ella para concentrarse, estando los dos desnudos–. Te aseguro que querer es muy fácil. Se hace y ya está.

      Pascal no dijo nada. Se vistió rápidamente y al ver que ella no lo imitaba la miró enarcando una ceja.

      Cecilia suspiró, agarró el sujetador y se lo puso sin prisa. Después hizo lo mismo con las braguitas y, seguidamente, cruzó lentamente el despacho para recoger el vestido. Cuando se lo terminó de poner, él apretaba los dientes con tanta fuerza que a ella le sorprendió que no se le hubiera roto la mandíbula.

      Sonrió. Él no lo hizo.

      –Te dije que me suplicarías y lo has hecho –dijo él–. Pero no veo motivo alguno para continuar con esta farsa. Le diré a mi secretario que hable contigo para que negocies con él los detalles.

      –¿Qué detalles?

      –Ya te lo he dicho –afirmó él con su tono autoritario habitual, aunque sus ojos reflejaban un enorme dolor–. Llévate a Dante y vuelve a la montaña. Allí estarás a salvo.

      –Quiero mucho esas montañas, pero no son lo único que quiero.

      –Ya te he oído. No quiero volverlo a oír –dijo él con dureza.

      Pero ella ya no tenía miedo. Pasara lo que pasara.

      –Lo quiero todo, Pascal: un verdadero matrimonio, una familia de verdad y una vida contigo.

      –Y te lo mereces todo, pero yo no puedo dártelo.

      Ella se obligó a reírse.

      –Eres uno de los hombres más ricos y poderosos de Italia. Puedes darme lo que quieras.

      –Cecilia…

      –Piénsalo. Una vida de verdad, sin amenazas, sin mentiras, sin secretos. Solo nosotros.

      Y ella notó que en el interior de él se desencadenaba una tormenta. Le tendió la mano, pero él retrocedió como si temiera que fuera a partirlo en dos.

      Como si ya lo hubiera hecho.

      –No puedo ser de verdad –le espetó.

      A ella se la partió el corazón al oír su voz, tan brusca y ronca.

      –No sabría por dónde empezar. Nací roto, y solo he empeorado.

      Ella quería acariciarlo, abrazarlo y consolarlo; también gritarle y sacudirlo por los hombros.

      Pero sabía que no la dejaría.

      Intentó sonreír.

      –Lo único que debes hacer es elegir el amor, Pascal –dijo con la mayor sinceridad posible–. Elígeme, por una vez.

      Seis años antes, él había huido. Y ella entendía por qué, por qué había creído que no tenía elección.

      Pero entender el pasado no lo cambiaba; solo podía, con un poco de suerte, cambiar el futuro.

      –Por una vez –susurró ella.

      Pero Pascal negó con la cabeza. Y ella tuvo ganas de gritarle, de volver a suplicarle, pero él parecía

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