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bordes punzantes de los fragmentos, no fueran visibles.

      La cabeza le daba vueltas y el corazón le latía desbocado. Supuso que le temblarían las manos al tendérselas a Cecilia para dirigirla hacia la puerta, pero no le temblaban.

      Pidió disculpas, o tal vez cantara una canción. Nunca lo sabría. En su interior solo había ruido, preguntas… y ella.

      Además, ya le daba igual lo que pensaran los miembros del consejo de administración.

      Condujo a Cecilia fuera de la sala y, por primera vez, maldijo los despachos abiertos de los que se había sentido tan orgulloso. La guio por un laberinto de cristal y miradas hasta su propio despacho, donde habría una puerta que cerrar e intimidad.

      Cuando llegaron, él, sin prestar atención a Guglielmo, hizo que ella lo precediera. Cecilia entró y se dirigió hacia los ventanales.

      Durante unos instantes, él se limitó a observar la antigua y hermosa ciudad fuera del despacho y a Cecilia dentro.

      Y el pecho comenzó a dolerle.

      –¿Por qué lo has hecho? –le preguntó mientras cerraba la puerta con llave, como medida de precaución. Y apretó el botón que oscurecía los cristales que los rodeaban y les proporcionaba, por fin, intimidad.

      Pero no se movió de la puerta.

      –Mejor sería preguntar por qué lo has hecho tú –respondió ella sin volverse–. ¿Por qué has dado a conocer fotos de nuestra boda al mundo entero? ¿Y por qué –fue entonces cuando se volvió hacia él con los ojos llenos de furia– has dejado que se publiquen fotos de Dante?

      Y durante unos segundos a él le pareció que no recordaba por qué había tomado esa decisión, como si bastara que ella lo mirara para que se sintiera perdido.

      Pero se negó a aceptarlo.

      Y se dispuso a explicarle los motivos. No era que no los tuviera o no hubiera creído que se los iba a pedir. Al fin y al cabo, había hecho un arte de comportarse como un canalla.

      Pero, bajo la firme mirada de ella, supo que no podía hacerlo.

      Cecilia no lo había traicionado, pero él no podía decir lo mismo.

      Entonces se acordó de su madre llorando en el suelo tras otro rechazo de su padre.

      «Somos la porquería que pisa», había gritado.

      Pascal había pasado tanto tiempo regocijándose con esa situación, dándole la vuelta para convertirla en una virtud, que se había olvidado de lo que era en realidad. Podía llamarla como quisiera, adornarla o aprovecharse de ella, como había hecho.

      Pero la porquería era porquería.

      Miró a su hermosa esposa, que era inocente hasta que lo conoció. Y supo que si la seguía teniendo a su lado la corrompería.

      La cubriría de porquería. ¿No lo había hecho ya?

      Ella era pura y la había corrompido. Ella se había creado una vida, después de que él se marchara, recogiendo los pedazos y convirtiéndola en algo hermoso. Y él también la había destrozado.

      La había obligado a ir con él amenazándola con quitarle a su hijo.

      Eso era él: alguien que no había conocido a uno de sus progenitores y que había sufrido por ello, pero que se había lanzado de cabeza a presionar al único progenitor de su hijo para que hiciera lo que quería.

      Porquería y más porquería. Basura que lo manchaba por muy elegantemente que vistiera. Eso era él.

      La distancia entre ellos le pareció mucho mayor que el espacio que los separaba en el despacho.

      Ojalá hubiera hecho algo en una de esas torturantes noches en que estaba despierto con ella en sus brazos. Ojalá la hubiera besado.

      ¿Dónde estarían ahora?

      Pero no lo había hecho porque lo convertía todo en un desafío.

      Porque solo sabía estar en guerra.

      Si de verdad fuera un hombre, caería de rodillas allí mismo y le suplicaría, como él le había dicho que ella haría.

      Si fuera algo más que un triste monumento a una vida dedicada a vengarse de un hombre al que él no le importaba en absoluto, le hubiera dado las gracias.

      La hubiera querido y cuidado.

      Eso era lo que había prometido en el único lugar del mundo donde había pensado que podía ser algo más que un hombre airado; por ejemplo, un hombre bueno.

      Pero no pudo hacerlo.

      No pudo obligarse a hacerlo.

      –Lo he hecho porque soy así –dijo, y su voz le pareció la del anciano en que se convertiría: amarga y vieja–. Intento lograr mis propios fines. Siempre. No sé actuar de otro modo.

      Ella tomó aire como si le hubiera dado un puñetazo, por lo que él prosiguió.

      –Nada ni nadie está a salvo conmigo. Te utilizaré. Utilizaré a nuestro hijo. Utilizaré lo que sea si sirve a mis propósitos. ¿Esperabas otra cosa de alguien que te ha amenazado como lo he hecho yo?

      Estaba preparado para verla llorar, para que se enfadase.

      Fuera cual fuera su respuesta sería verdad.

      Cecilia dio unos pasos hacia él y se detuvo de repente, como si no hubiera pretendido moverse. Él se preguntó si le iba a pegar y si se lo consentiría.

      Pero ella no le levantó la mano, sino que lo examinó mientras respiraba hondo.

      Dio otro paso hacia él, que no pudo menos que admirarse de la rapidez y facilidad con que había adoptado su nuevo papel, a pesar de lo poco que le gustaba vivir en Roma.

      Incluso furiosa, como lo estaba ese día, se había vestido con ropa de la que él le había regalado y se había recogido el cabello en un moño. Llevaba un vestido de lana y unas botas de cuero. Iba sencilla, pero elegante. Como siempre.

      La única diferencia era que la ropa de ahora realzaba lo que tenía de un modo que no conseguía la ropa vieja que llevaba para limpiar.

      Su arrogancia lo había hecho pensar que ella estaba a su alcance.

      Se quedó donde estaba, listo para lo que fuera a decirle.

      –Es una visión muy pesimista la que presentas, la de un hombre cruel y despiadado, incapaz de cambiar a mejor.

      Pascal no supo descifrar su expresión ni su voz. Solo notó que se le aceleraba el pulso.

      –Es un retrato acertado.

      –Lo dices como si no supiera quién eres exactamente.

      Él apretó los labios.

      –Entonces no debería decirte lo siguiente, pero voy a hacerlo.

      Se dijo que no tenía seca la garganta, que no estaba tenso, que eso no le estaba pasando porque debería estar completamente tranquilo.

      –Yo en tu lugar me marcharía, Cecilia.

      –¿Marcharme?

      –Toma al niño y vete. Has tenido razón desde el principio: ha sido un error.

      Sus propias palabras le sonaron como un enorme e intenso trueno, imposibles de pasar por alto.

      –Podría hacerlo –dijo ella en voz baja y tranquila, pero no débil, mirándolo a los ojos–. O podría suplicarte.

      Suplicarle.

      La palabra se apoderó de su cerebro, su pecho, de todo él.

      «Podría suplicarte».

      Y volvió a recordar aquel momento en un campo helado en la montaña en que había deseado profunda y fervientemente todo lo que sabía que no podría tener y que nunca había

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