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varios huesos rotos y la vaga esperanza de recuperarse. Y ahora, al mirar el campo por la ventana, sabía que su hijo se hallaba en algún lugar.

      Mientras intentaba imaginarse su rostro se quedó dormido.

      El sonido insistente del móvil lo despertó horas después. Se incorporó y contestó. Era su secretario, al que aseguró que no había perdido el juicio, pero que no pensaba volver al despacho durante un tiempo.

      Había tenido sueños extraños, teñidos de recuerdos del accidente, lo cual supuso que era normal, pero no por ello menos exasperante.

      –Voy a quedarme en el norte.

      –¿Cómo dice? –replicó Guglielmo con fingido horror–. ¿Piensa quedarse en ese valle perdido en la noche de los tiempos, según sus propias palabras? Seguro que no lo he oído bien. No irá a decirme que ha vuelto a la abadía. ¡La odia!

      –Anula mis compromisos –le ordenó Pascal–. Tengo cosas que hacer aquí, Guglielmo. Ahórrate los comentarios.

      –Es todo muy misterioso –contestó su secretario, tan imperturbable como siempre, motivo por el que Pascal le toleraba su exceso de familiaridad y sus ocasionales rebeliones–. ¿Cuánto tiempo tiene la intención de estar fuera?

      –El que sea necesario.

      Era más fácil parecer seguro el primer día. Había ido hasta allí y se había despertado en su antigua cama, pero seguía siendo él. No se había despertado y descubierto que los seis años anteriores habían sido un sueño y que seguía en la cama, débil y hecho pedazos, que no era nadie y que lo único que tenía era una novicia que le sonreía al mirarlo.

      Volvía a estar allí, pero estaba seguro de que no por mucho tiempo.

      Pero pasó un día y luego otro. Pascal se dedicó a dar largos paseos por los alrededores del pueblo, cosa que no había podido hacer la primera vez. Se dijo que le gustaba respirar el aire puro de las montañas y notar que se aproximaba el invierno desde sus imponentes cumbres. Eran sus primeras vacaciones desde que se había marchado del pueblo en un autobús con destino a Verona, seis años antes, resuelto a aprovechar la segunda oportunidad que se le ofrecía.

      Cecilia podía tardar lo que quisiera. Él estaba bien.

      El tercer día amaneció frío y tormentoso. Llovía a mares y verse encerrado en la habitación que había sido su celda no contribuyó a mejorar su estado de ánimo.

      Cada vez le costaba más convencerse de que estaba bien.

      El cuarto día, cuando recorría el mismo circuito alrededor del pueblo, se abrió la puerta de una casa y salió Cecilia.

      –¿A esto te has visto reducido, Pascal? –preguntó, tras haber cerrado la puerta e ir a su encuentro con el ceño fruncido–. ¿Me estás acechando?

      –Tal vez hayas olvidado que no pude pasear cuando estuve aquí. El valle parecía mayor cuando lo miraba desde la cama.

      –Me alegro de que nos hayas dado un voto de confianza. Puede que tu entusiasmo nos sirva para atraer más turismo.

      Él la miró. Iba vestida más o menos como en la iglesia. Pero aquella era ropa de faena. Esa mañana estaba en casa, no limpiando. Llevaba un jersey oscuro. El cabello le caía por los hombros y Pascal recordó inesperadamente cómo se lo acariciaba cuando se hallaba debajo de él. Pero lo que más lo sorprendió fue que el cielo oscuro de diciembre parecía reflejarse en sus ojos de color violeta haciéndolos igual de impredecibles. Ella había salido sin abrigo, por lo que estaba tiritando.

      Cuando él dirigió la vista a la casa, de cuya chimenea salía humo, ella se puso tensa.

      –No te voy a invitar a entrar –le espetó–. No vas a conocerlo cuando tú quieras. Creí habértelo dejado claro.

      –¿Y esto es lo que quieres para él? –Pascal señaló los campos y las nubes–. ¿Una bonita vista?, ¿un cielo ilimitado, pero ninguna verdadera opción? ¿Qué va a hacer aquí, aparte de cultivar la tierra o trabajar en la abadía?

      –Como solo tiene cinco años, todavía no hemos hablado de sus perspectivas profesionales –dijo ella con voz fría e insultante–. Le gustan más los camiones.

      Él la observó mientras analizaba su necesidad, casi abrumadora, de ponerle las manos encima. Y no porque estuviera enfadado.

      –Gracias –dijo él en voz baja–. Es lo primero sobre mi hijo que te has molestado en contarme: que le gustan los camiones.

      Ella apartó la mirada.

      –La gente vive feliz aquí, por mucho que te cueste entenderlo.

      –Puede que sea así, pero ¿por qué vas a negarle que conozca el mundo, en el caso de que no sea una de esas personas?

      –Veo que la vida sencilla no te atrae –dijo ella, mientras el viento le echaba el cabello sobre el rostro. Ella se lo retiró al tiempo que lo fulminaba con la mirada–. Pero eso demuestra tu esnobismo.

      Pascal la examinó, despeinada y tiritando. Estaba entre la casa y él, como si fuera a impedirle dirigirse hacia ella.

      La necesidad de hacerlo casi le producía dolor.

      Soñaba con la cara del niño. Se la imaginaba.

      La casita parecía protegida y acogedora. Salía luz de su interior y, aunque era invierno, Pascal vio los restos de flores del verano. Parecía una casa querida. Parecía feliz.

      A Pascal le resultaba insoportable pensar que podía haberse ido a casa tras su cita en Roma, haberse acostado y seguido con su vida. Podía no haber vuelto al valle y no haberse enterado. Cecilia estaba plantada frente a él, con las mejillas rojas de frío y los brazos cruzados, como si él fuera el enemigo, cuando era ella la causante de todo aquello, la que se había refugiado allí con un secreto que no pensaba contarle.

      –Te dije que iba a quedarme. ¿Creías que iba a cambiar de idea?

      –Puede que esperara que lo hicieras –contestó ella.

      Él hubiera preferido ahorrarse esa amarga sinceridad.

      Solo después de haberla dejado, para desahogar su cólera mientras seguía caminando por los campos helados del valle, entendió por qué no podía considerarla malvada, aunque debería. Le dolía el pecho al recordar la forma de ella de plantarse frente a él y comprendió el motivo al volver a su monástica habitación.

      Habría dado lo que fuera porque su madre lo hubiera defendido de aquella manera, aunque solo hubiera sido una vez.

      Pero Marissa Del Guardia ni siquiera se había defendido a sí misma y, ciertamente, no al hijo al que no había deseado y que había arruinado su felicidad, algo que no tuvo reparo en decirle al niño. Su padre la había deslumbrado como si fuera la flor de un jardín y no la camarera de un restaurante que él frecuentaba. La había utilizado a su antojo y se había librado de ella al quedarse embarazada.

      La reacción de Marissa había sido la desolación, seguida de pastillas para dormir y todo lo que pudiera encontrar para hacer más soportables los días.

      Pascal no se imaginaba ninguna circunstancia en que ella hubiera podido llegar a defenderlo. Solo le extrañaba que hubiera llevado el embarazo a término.

      Era innegable que le agradaba que la madre de su hijo estuviera dispuesta a ahuyentar a cualquier adversario, aunque ese adversario fuera él.

      Al cabo de una semana encerrado en una habitación con la única compañía de sus recuerdos, Pascal comenzó a perder su famosa sangre fría.

      Le había resultado como mínimo instructivo darse cuenta de hasta qué punto podía dirigir la empresa desde lejos, lo que le indicaba que podía relajarse, cosa que no había hecho desde sus comienzos.

      Pero llegó un momento en que se le hizo insoportable su estancia allí, acompañado de una monjas que lo trataban como a un niño travieso, la alargada sombra de

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