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por alto.

      –Decidí no hacerme monja –no le dijo que por su culpa.

      –Pensé que era eso lo que deseabas. ¿No era así?

      –La gente cambia.

      –De hecho, pareces muy cambiada; endurecida, podría decirse.

      –Ya no soy esa joven estúpida de la que fácilmente se aprovechaban los soldados de paso, si te refieres a eso.

      Él ladeó la cabeza. Le brillaban los ojos.

      –¿Me aproveché de ti, Cecilia? Yo no lo recuerdo así.

      –Lo recuerdes como lo recuerdes, eso fue lo que pasó.

      –Dime, ¿cómo me aproveché exactamente? ¿Fue cuando te metiste en mi cama, en el hospital, me echaste la pierna por encima y nos condujiste a ambos a un final de locura?

      Al oírlo, ella lo recordó todo. La maravilla de acogerlo en su interior, la locura, el mareo; sus grandes manos en las caderas y su intensa y hambrienta mirada.

      No le habían explicado que el problema de la tentación era que te parecía haber llegado a casa envuelta en luz y gloria.

      La sensación de que se derretía por dentro aumentó, pero se mantuvo inmóvil.

      Porque no se trataba de ella.

      –Me he preguntado a menudo cómo sería mantener una conversación contigo como esta –dijo cuando estuvo segura de parecer calmada y levemente aburrida, como si fuera mentira que, a lo largo de los años, el contenido de la conversación había ido cambiando y disminuyendo el número de preguntas. La practicaba ante un espejo–. Me resulta menos productiva de lo que imaginaba. No sé qué haces aquí. A mí, tu recuerdo no me ha perseguido.

      Lo había hecho y lo seguía haciendo de forma furiosa, pero no iba a decírselo.

      –¿No puede ser algo tan sencillo como volver a ver a una vieja amiga?

      –Por favor, no éramos amigos.

      Él sonrió, lo cual la sorprendió.

      –Claro que lo éramos.

      Sintió algo distinto del pánico en el pecho: el deseo.

      Porque también recordaba otras cosas. Las largas tardes que se pasaba sentada al lado de su cama agarrándole la mano o secándole la frente. Los primeros días, cuando no se sabía si sobreviviría, le cantaba canciones alegres, intercaladas con canciones infantiles, destinadas a tranquilizarlo.

      Cuando fue recobrando las fuerzas, él le contaba historias. No se creía que no conociera Roma, que no hubiera salido del valle. Le hablada de antiguas ruinas mezcladas con el tráfico, cafés en las aceras y hermosas fuentes. Más adelante, cuando ella ya había abandonado el noviciado y no podía dormir, porque le preocupaba el futuro o porque dormir era poco habitual en una mujer en su estado, miraba fotos en Internet de la ciudad que él le había descrito.

      –En cualquier caso –dijo con firmeza– ahora no somos amigos. ¿Quieres saber por qué lo sé? Porque los amigos no se evaporan una noche, sin decir palabra.

      Lamentó haberlo dicho. Ya no se trataba de ella, y, a decir verdad, nunca se había tratado de ella, que podía haber sido el campo o las montañas que él veía por la ventana. Simplemente, estaba allí. Era él quien se había estrellado con el coche, se había destrozado el cuerpo y se había dado el lujo de contar en entrevistas televisivas lo que la dramática experiencia le había enseñado.

      Aunque ella no iba a reconocer que las había visto.

      Mientras tanto, ella era la que solo podía recordar aquel valle, aquel pueblo, la comodidad del interior de la abadía y los consejos de las mujeres que creyó que un día serían sus hermanas.

      Era cierto que él le había arrebatado todo aquello. Pero sabía que no debería haber mencionado aquella noche.

      Y no le cupo la menor duda cuando la expresión de Pascal cambió. Sus ojos llamearon y apretó los labios.

      De pie, ella pudo distinguir mejor lo que los años habían hecho a su físico. Siempre había sido hermoso, como si estuviera tallado en piedra blanda. Ahora parecía hecho de granito. Era muy ancho de espaldas, y el traje hecho a medida no disimulaba que tenía el torso fuerte y musculoso.

      Y no lo recordaba tan alto. Tenía que alzar la cabeza para mirarlo, aunque ya no estaba arrodillada.

      –Hablemos de esa noche –dijo él con esa voz oscura y aterciopelada.

      Ella se lo había buscado. Podría decirle lo que había llevado en su interior todos esos años o, al menos, lo más importante, porque no tenía intención de volver a tener aquella conversación.

      –¿De qué vamos a hablar? Me quedé dormida en tus brazos. Era la primera vez que lo hacía, ya que siempre nos habíamos visto a escondidas, de forma furtiva. Pero no esa noche. Me pediste que me quedara y lo hice. Y cuando me desperté, te habías ido para siempre. Por si no lo sabes, me desperté como me habías dejado: desnuda. Con el sol entrando por la ventana y la madre superiora a los pies de la cama.

      Por aquel entonces, ella era capaz de interpretar todas las expresiones de su rostro, la forma de brillar de sus ojos. Pero, ahora, aunque vio que algo cambiaba en su rostro, no fue capaz de interpretarlo.

      –¿Por eso no eres monja?

      Cecilia se preguntó si sabía lo complejo de la pregunta.

      «No soy yo quién para decirte lo que debes hacer, hija», le había dicho la madre superiora, cuando su estado se hizo evidente. «Eso es algo entre tú y Dios. Pero te conozco desde que eras una niña, te he visto crecer y me alegré al saber que querías unirte a las hermanas. Pero la verdad es que la orden es la única familia que conoces. Y me pregunto si verdaderamente quieres dedicarte a esta vida o si lo que más deseas es tener una familia. Y ahora vas a tener una propia. ¿De verdad quieres renunciar a ella?».

      –Al final –dijo Cecilia– no era una buena opción para la orden.

      –¿Que no eras una buena opción? Llevabas viviendo en la abadía casi toda la vida. ¿Cómo no ibas a ser perfecta para ellas? ¿Por qué dejaron que te fueras?

      Ella lo fulminó con la mirada.

      –Son preguntas interesantes, pero no si proceden de alguien que huyó una noche. Si tenías preguntas que hacerme, Pascal, me las podías haber hecho entonces.

      –No hui –le espetó él–. Supongo que sabías, cara, que mi destino no estaba aquí.

      Ella notó que había cerrado los puños y se obligó a abrirlos.

      –Lo tuve claro cuando te fuiste.

      –Ahora estoy aquí.

      –Y seguro que, en cualquier momento, el cielo se abrirá y nos lloverán hosannas. Pero, hasta entonces, permíteme que no me sienta tan entusiasta.

      –La Cecilia que recuerdo no me hablaría así –dijo él enarcando una ceja–. Recuerdo sus manos suaves y frías, su cantarina voz y sus pómulos siempre sonrosados.

      –Esa chica era idiota. Murió hace seis años, cuando se percató de que no era la persona que imaginaba ser.

      –No sé qué quieres decir.

      –¿Ah, no? Creía que era una persona decente, íntegra y pura; una mujer que quería dedicar su vida a servir a los demás. Pero resultó que era malvada, lo bastante desvergonzada para hacer alarde de ello en la abadía en que me había criado, y tan estúpida que creí que el hombre que había provocado mi caída se quedaría a mi lado para ayudarme a tomar tierra. Pero, ¡ay!, no lo hizo.

      –Me dijeron que todos mis pecados se me perdonarían si hacía lo que era inevitable, lo que iba a hacer de todos modos, y me marchaba.

      –¿Cómo que te dijeron?

      Él no

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