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      PERDONE, señor –dijo su secretario con la inseguridad que siempre conseguía transmitir el alcance de sus sentimientos.

      Pascal Furlani los compartía.

      Y no era un hombre que normalmente aceptara la existencia de los sentimientos, a no ser que lo beneficiaran de algún modo.

      –Me he tomado la libertad de elaborar otra lista de candidatas –prosiguió Guglielmo en el mismo tono, porque no era de esos secretarios que temían dar a conocer sus opiniones, sentimientos o pensamientos– ya que en la última hubo varias que usted desaprobó.

      Pascal sabía que era una indirecta. Estaba de pie, pero no frente a la ventana que daba a uno de los barrios más ricos de Roma, sino al lado del tabique de cristal de su moderno despacho que lo separaba del resto.

      Pascal sabía perfectamente cómo era la vieja ciudad de tres mil años de edad, desde sus calles olvidadas a sus piazze más famosas. Sabía lo que era criarse con estrecheces a la sombra de las ruinas de antiguas glorias, y en lo que la ciudad lo había convertido: un canalla que solo reconocía sus legítimos aciertos y daba la espalda a sus errores.

      Se había ganado cada centímetro de las vistas panorámicas de su despacho, pero aún estaba más orgulloso de lo que había conseguido en la Furlani Company.

      Consideró que iba bien encaminado cuando su fortuna personal superó no solo la de su padre, sino la de todos sus hijos legítimos juntos. Lo había logrado el primer año después del accidente.

      El accidente.

      Pascal apretó los labios con desagrado al recordar la época de su vida que más deseaba olvidar, el periodo en que había estado a punto de perderse por completo.

      Nunca olvidaría que su padre lo había apartado de sí como si fuera un desecho. Se negaba a perdonarlo. No ansiaba vengarse. Prefería dominar desde lejos y demostrar a su padre exactamente el mismo interés que él le había demostrado. Y no había vacilado en su propósito desde que era un niño, salvo en aquel lamentable invierno.

      No todos podían decir que habían resurgido de sus cenizas, no de forma metafórica, sino literal. Pascal se llevó los dedos a las cicatrices de la mandíbula, producto del accidente de coche que lo había dejado marcado para siempre.

      Le gustaban porque le recordaban quién era y lo cerca que había estado de olvidarse de su propósito y ambición por lo que, al final, había resultado ser una leve tentación.

      Aunque los recuerdos de aquella época no eran precisamente leves.

      De todos modos, el despacho le recordaba la dirección en la que se encaminaba, lo que había construido con sus manos y su fuerza de voluntad. Reforzaba sus objetivos, todos ellos elegantes y caros, y cada uno dirigido intencionadamente a un padre indiferente y a la memoria de una madre perdida que lo había abandonado a su destino simplemente con un leve encogimiento de hombros.

      No tenía ninguna intención de olvidar cada uno de los momentos que lo habían llevado hasta allí.

      –Si mira la tableta –la plácida voz del secretario lo sacó de sus pensamientos– he seleccionado a varias herederas y las he ordenado en función de su situación social.

      Pascal se volvió, había llegado el momento de dar el siguiente paso y buscar esposa.

      Nada tenía que ver que deseara casarse o no. Una esposa lo haría parecer más estable, más asentado, lo que algunos de su clientes más conservadores preferían. Una esposa lo mantendría alejado de la prensa sensacionalista, lo que, ciertamente, prefería el consejo de administración. Y una esposa le daría herederos legítimos de su fortuna y poder.

      Se moriría antes de someter a un hijo suyo a lo que él había sufrido, especialmente a no poder llevar el apellido paterno.

      Además, casarse acabaría con las murmuraciones en el consejo de administración: que Pascal, soltero y con un sano apetito, avergonzaba a la empresa y que era menos de fiar que otros consejeros delegados, casados y con hijos legítimos.

      Nadie mencionaba a las amantes y los hijos bastardos, por supuesto.

      Pascal dejó de acariciarse la mandíbula. Sus cicatrices lo estaban poniendo demasiado sensible.

      «Ha llegado diciembre», le susurró una voz interior.

      Sabía qué época del año era y por qué no dejaba de pensar en el accidente y en las llamas que habían estado a punto de acabar con él. Pero no tenía intención de celebrar el aniversario.

      Nunca lo hacía.

      Miró a su secretario que lo esperaba impaciente.

      –¿Por qué crees que ese grupo de famosas de clase alta, desesperadas y avariciosas, me va a resultar más atractivo que el anterior?

      –¿Buscamos que le resulten atractivas? Creí que queríamos que fueran adecuadas.

      Pascal estaba seguro de que su secretario había comenzado a esbozar una sonrisa de suficiencia, aunque sin llevarla hasta el final.

      –Cuidado, Guglielmo –murmuró– o voy a empezar a sospechar que no te tomas esta tarea con la seriedad que deberías.

      Volvió a su escritorio. Guglielmo le indicó la tableta, que estaba en el centro, y Pascal reprimió un suspiro mientras la agarraba y comenzaba a mirar la lista.

      Lady tal, hija de alguien con pedigrí; la hija de un filántropo chino; dos francesas de distintas familias relacionadas con antiguos reyes; una heredera argentina, hija de un rico ganadero…

      Todas eran hermosas, a su manera, y todas con alguna clase de talento. Una dirigía su propia organización benéfica; otra tocaba la flauta en una orquesta de fama mundial; otra se dedicaba a misiones humanitarias… Y ninguna había aparecido en la prensa sensacionalista.

      Pascal se negaba a tener en cuenta a ninguna por la que pudieran interesarse los paparazis. No quería escándalos, ni oscuros secretos que se desvelaran en el momento menos oportuno. Ni esos, ni secretos de ningún otro tipo.

      Él mismo era un escándalo. Su vida había sido, primero, un secreto; después un shock. Su nacimiento ilegítimo y la firme negativa de su padre, un magnate naviero, a reconocerlo podían considerarse otras cicatrices al otro lado del rostro. Siempre se había sentido marcado por las circunstancias de su nacimiento y las malas decisiones de sus padres.

      Por tanto, su esposa, no podía presentar mancha alguna.

      –No parece contento –dijo Guglielmo con sequedad–. Pero debo volver a recordarle que una heredera sin mácula, de razonable posición social, constituye un recurso finito, que tal vez hayamos agotado.

      –He quedado con la última de la selección anterior esta noche –le recordó Pascal.

      –Yo mismo hice la reserva, momentos después de que me dijera que la cita que había tenido con otra de las mujeres de la lista había resultado, según sus propias palabras, «atroz».

      –No se parecía a la fotografía.

      –Por desgracia eso forma parte de la cultura digital que ahora…

      –Guglielmo, en la foto que me enseñaste tenía un aspecto dulce, era rubia y vestía de forma conservadora. Y apareció con una cresta azul y rosa y llena de tatuajes. Me gustaba más así, para serte sincero, pero no puedo presentarme con una princesa punk en el consejo de administración. Si pudiera, lo haría.

      –La mujer a la que va a ver esta noche tiene una importante presencia en las redes sociales y no parece punk en absoluto. Lo he comprobado.

      –Tal vez me quede prendado de ella y todo esto resulte innecesario.

      –La

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