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      Pascal estuvo escayolado y desvariando durante semanas. Después tuvo que aprender a moverse de nuevo, cuando le quitaron la escayola de las distintas partes del cuerpo.

      Y el mayor peligro que corrió no fue arriesgarse a padecer una infección ni la tardanza de los huesos en soldarse; tampoco la baja del ejército ni la nueva vida que se vio obligado a concebir mientras estaba tumbado e inmóvil en la cama.

      Fue que la vida en aquel pueblo apartado le gustaba, le parecía fácil y buena.

      Quedarse allí había sido la mayor tentación de su vida.

      Y su monja preferida fue, en parte, la causante.

      No era monja del todo, se dijo, con las manos en los bolsillos mientras contemplaba la fuente, sino una novicia, joven, dulce e inocente hasta que lo había conocido.

      Pero al recordar lo sucedido entre ambos aquella noche de insoportable pasión que aún lo conmovía, después de tantos años, pensaba que era ella la que lo había corrompido.

      Él era el dueño del universo, desde luego, pero allí estaba, en un rincón perdido de una de las grandes ciudades de la Tierra, con el mundo literalmente a sus pies y el rostro de ella en sus recuerdos.

      Era escandaloso e inaceptable.

      Pascal se dirigió a su casa, tres plantas de un edificio de fachada antigua que había reformado a su gusto, en estilo moderno.

      Al llegar al edificio no entró, sino que fue al garaje y, casi sin pensarlo, se montó en uno de sus coches y se dirigió al norte. Esa vez no estaba borracho ni era tan insensato como seis años antes, pero un coche tan rápido se tenía para usarlo.

      Condujo seis horas, hasta el amanecer. Se detuvo a desayunar al llegar a Verona y llamó a Guglielmo para decirle dónde estaba.

      –¿Puedo preguntarle qué hace tan lejos del despacho? ¿Debo suponer que su cita de anoche no fue tan bien como esperaba?

      –Puedes suponer lo que quieras.

      Mientras se tomaba un segundo café, se preguntó qué estaba haciendo. Obtuvo la respuesta al volver a la carretera.

      Los meses pasados al cuidado de las monjas de la abadía habían sido los únicos en que recordaba haberse alejado de quien él era en realidad, y lo contrariaba amargamente. Cecilia lo había hechizado. Era una bruja con hábito de monja.

      Cuando volvió de la montaña y recordó quién era, se dijo que se había librado de ella. Y lo creía en serio. Se dedicó a crear la empresa y a llevar a cabo todo lo que había soñado.

      Sin embargo, parecía que no podía pasar página. Por muchos imperios que construyera, por mucho dinero que ganara, el rostro de ella lo seguía persiguiendo.

      Había llegado la hora de exorcizarlo.

      Dos horas después llegó a la misma montaña en la que había estado a punto de morir. Era una mañana fría de otro diciembre y circuló con mucho más cuidado por la carretera que la vez anterior.

      Se detuvo al llegar a la cima a contemplar el pueblo ante él.

      Parecía sacado de un cuento. Parecía un sueño a la luz matinal. Lo rodeaban montañas nevadas y, abajo, en el pequeño valle, campos que recorría un río. El centro del pueblo era un grupo de casas con siglos de antigüedad. La iglesia se hallaba en un extremo del pueblo, la abadía detrás y, unida a ella, el hospital en el que se había recuperado. Lo estuvo contemplando un buen rato mientras se acariciaba las cicatrices.

      Sintió horror al pensar que un hombre como él, criado en una de las ciudades más frenéticas del mundo, por no hablar del estilo de vida que ahora llevaba, se hubiera imaginado que podía quedarse allí.

      Era increíble.

      Arrancó de nuevo y descendió al valle.

      Todo estaba igual que lo había dejado.

      No había razón alguna para que el corazón le latiera desbocado mientras seguía la carretera de la iglesia. Encontraría al viejo párroco y le preguntaría por Cecilia. Seguro que volverla a ver le resultaría horroroso y, después, se marcharía.

      La verdad era que había recorrido una gran distancia para algo en lo que creía que solo tardaría unos segundos. Debería haber enviado a Guglielmo o a otro subordinado que le hubiera dicho si Cecilia seguía allí. De hecho, no tenía que haber conducido durante la noche como un poseso. Podía haber tomado el helicóptero de su propiedad y aterrizar en el campo que había detrás de la iglesia, el mismo que estuvo viendo durante semanas desde la cama del hospital.

      No era de extrañar que se hubiera obsesionado con la novicia que lo cuidaba. No tenía nada más que hacer, salvo según la madre superiora, rezar.

      «Más vale acabar de una vez», se dijo.

      Se bajó del deportivo. Ya había entrado la mañana y, aunque el día era claro, soplaba un viento helado desde las montañas. Y él estaba vestido para una elegante cena en Roma, no para un viaje al interior.

      Se ajustó la chaqueta del traje de dos tirones impacientes. El pueblo parecía desierto. Si la memoria no lo engañaba, los habitantes no solían salir antes de la tarde, y a veces ni eso. Las monjas habían elegido bien: aquel valle era un lugar ideal para el silencio contemplativo.

      Subió los escalones de la puerta de la iglesia. La empujó y entró. Olía igual. Parecía la misma.

      «¿En qué año estamos?», se preguntó.

      Aunque la iglesia no hubiera cambiado en un siglo, él lo había hecho, y mucho, desde que se marchó de allí.

      Oyó un ruido. Avanzó unos pasos y vio a una mujer fregando arrodillada el suelo del altar, de espaldas a él.

      La mujer no se volvió cuando él avanzó por la nave, lo que dio la oportunidad a Pascal de recordar todas las veces que había recorrido aquella nave; todas las que el párroco lo había animado a mirar dentro de sí para cambiar, en vez de seguir mirando hacia fuera.

      «¿Qué sentido tiene todo ese poder que anhelas, si tienes el corazón vacío?», le había preguntado el hombre.

      «¿Qué sabe usted del poder o del corazón?», le había respondido él. Y se había reído.

      Pero las palabras del anciano constituían otro fantasma del que nunca había podido deshacerse.

      Se detuvo a unos metros de la mujer esperando que dejara de fregar, porque tenía que haberlo oído. Pero ella no lo hizo, ni siquiera cuando él carraspeó.

      –Disculpe que la moleste, signorina.

      Ella se sentó sobre las rodillas, se quitó los auriculares y se volvió a mirarlo sin levantarse. Y todo se detuvo.

      Ese rostro.

      Su rostro.

      Llevaba años viéndolo.

      Conocía cada milímetro de aquel rostro en forma de corazón y de aquel cabello castaño. Conocía aquella boca generosa y la delicada nariz.

      Conocía a esa mujer, su ángel de misericordia y el fantasma que llevaba años persiguiéndolo.

      Era Cecilia. Su Cecilia.

      –Por Dios –susurró–. Eres tú.

      –Soy yo –replicó ella con voz dura.

      Y él se percató de que sus ojos de color violeta brillaban de forma asesina al mirarlo.

      –Y no vas a quedarte con él.

      CECILIA Reginald conocía muy bien el miedo y la desilusión.

      Allí estaban cuando, muchos años antes, una señora inglesa, supuestamente su madre, se había alojado en la única pensión del pueblo un fin de semana, bajo nombre falso, y se había marchado dejando

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