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Los actos humanos son buenos si respetan el orden natural de las cosas dictado por Dios. La razón humana puede conocer la ley natural como norma de conducta. El primer precepto de esta ley es la conservación de sí, pero el sí mismo que tiene que ser preservado es el alma inmortal. En el alma humana reside la voluntad, el deseo de satisfacer necesidades, de conservar la vida y de orientarse al bien como tal. Todo ello configura el camino hacia la felicidad. Las virtudes son a la vez una expresión de los mandamientos de la ley natural y un medio para obedecerla. La ética está gobernada por la ley eterna, inmutable, que expresa la esencia divina con una perspectiva intelectual. La virtud es un hábito selectivo de la razón que se forma mediante la repetición de actos buenos.

      La actividad moral se basa en la deliberación, es decir, en la elección de la conducta adecuada, y esta siempre será aquella que siga el precepto apuntado por Santo Tomás en Summa teológica: «Se ha de hacer el bien y evitar el mal» (Bonum est faciendum et malum vitandum).32

      Como San Agustín, Santo Tomás de Aquino defiende que la sociedad es el estado natural de la vida del ser humano. El Estado debe procurar el bien de todos, para lo cual legislará de acuerdo con la ley natural. El individuo debe estar supeditado a lo comunitario, el bien particular al bien común.

      Otro gran exponente del medievo, por su clara influencia en nuestro mundo actual, es Guillermo de Ockham (1285-1349); sus aportaciones han dado lugar al movimiento conocido como nominalismo. Afirma que los conceptos son palabras arbitrarias y convencionales que sustituyen a los objetos en la mente y nos permiten conocer la realidad externa aunque no tengan ninguna relación directa con ella. Lo que podemos conocer con claridad son entidades particulares, individuales; Pedro, por ejemplo. Si nos alejamos de este matiz, obtenemos un conocimiento confuso en el que no podemos diferenciar a unos objetos de otros; Pedro es similar a otros seres, como José o Antonio, y a todos ellos los llamamos hombres, término que puede aplicarse a otros objetos parecidos, pero que en todo caso supone un conocimiento confuso. Por tanto, lo que podemos conocer, en realidad, es lo individual y lo concreto.

      Se trata de un pensamiento precursor del escepticismo, caracterizado por el intento de destrucción de previas teorías metafísicas que tratan de dar una explicación racional al universo. Contempla las pruebas tomistas de la existencia de Dios como no concluyentes, pues la búsqueda de la causa última de todas las cosas es infinita y nada puede garantizar que pueda llamarse Dios, solo es una posibilidad entre otras muchas. Estas ideas favorecen la libertad en el orden del pensamiento, que ya no ha de depender de ninguna idea sobrenatural.

      Los mandamientos divinos son puramente arbitrarios y misteriosos, el hecho de que Dios tenga que ser obedecido culmina en el subjetivismo moral. Los actos que el ser humano realiza no son en sí mismos buenos o malos, sino que se catalogan como tales en virtud de que Dios los ordena o los prohíbe.

      Las ideas de Ockham son consideradas por algunos autores como las raíces del derecho subjetivo occidental, en el que el individuo tiene poder de decisión y el Gobierno tan solo una responsabilidad limitada.

      Supone, además, el punto de partida en el pensamiento individualista de Thomas Hobbes y John Locke y en la idea de contrato social de Jean Jacques Rousseau y en las corrientes filosófico lingüísticas modernas. Pero, además, nos ayuda a entender algunas posiciones del pensamiento posmoderno actual, caracterizado por ideas empiristas y agnósticas.

      El espíritu crítico del nominalismo de Ockham no da respuestas claras a la comprensión de la realidad, ni una explicación convincente al modo en que la conocemos, y mucho menos al sentido de lo que debe ser obrar bien, aspectos que sí eran contemplados en la escolástica cristiana. Se abren así las puertas a una nueva etapa en el pensamiento filosófico: la modernidad.

      El periodo histórico conocido como Renacimiento, que transcurre entre los siglos XIV y XVI, va a suponer para la ética un claro cambio de dirección con el surgimiento del humanismo. Tanto la vida cotidiana, influida por las grandes transformaciones culturales, como las ideas acerca de las normas morales que deben prevalecer marcan un antes y un después respecto a la etapa medieval. Por primera vez el ser humano cree en el valor que tiene por sí mismo, considera que puede progresar y perfeccionarse, y ayudar a los demás a hacerlo, tomando como sustento el estudio de los clásicos, la elocuencia y el esfuerzo por integrarse de una manera positiva y activa en la totalidad ordenada y armónica.

      El cristianismo de la Edad Moderna se representa en dos posiciones fundamentales. Por un lado, Erasmo de Róterdam (1466/69-1536), que defiende la libre voluntad de la persona que existe, aunque mermada, por el pecado original. Por otro, Martín Lutero (1483-1546), que parte de una posición pesimista en la que caracteriza la razón como parte intrínseca de la perdición humana y al humano como un ser que no está en condiciones para obrar libremente.

      Para Lutero, apelar al libre albedrío es un acto de soberbia; el cristiano solo puede hacer uso de su libertad siguiendo la verdad recogida en la Biblia, todo intento de alejarse de ella conduce al error y a la perdición. Inspirador de la Reforma protestante, propone que las únicas reglas morales verdaderas son las que marca Dios; solo la fe en Dios hace justos a los seres humanos. Introduce la importancia de la figura del individuo como tal; cada persona puede establecer una comunicación directa con Dios de acuerdo con una predisposición interna que la orienta a buscar la felicidad y la salvación. En principio, ninguna de las obras del individuo es buena porque responde a los deseos, y estos son corruptos, ya que participan de la propia naturaleza humana. Pero, si la fe y la confianza en Dios es justa y verdadera, las obras del individuo pueden llegar a ser buenas.

      Lutero considera que cada individuo debe actuar de manera responsable en función de su oficio y cargo específico; no existen normas generales establecidas marcadas por las personas, sino que cada una tiene que responder según el caso y situación, siguiendo únicamente las reglas que Dios establece. Este concepto supone una base para el concepto que nos ocupa, la responsabilidad debe partir del ser individual, cada persona ha de ser responsable de sus actos de acuerdo con las circunstancias que vive en cada momento.

      En el contrapunto de la concepción panteísta de la realidad, según la cual Dios es la única realidad de la que todo emana, encontramos las aportaciones de Maquiavelo (1469-1527). En El príncipe (1513), defiende que no hay ningún valor o norma que marque un sentido determinado en la vida del ser humano; las acciones deben juzgarse solo por sus consecuencias, y no por la acción en sí misma.

      El ser humano ansía el poder, la gloria y la reputación, y para lograr esas metas se pregunta cómo puede influir en los demás; lo importante es el objetivo, y no el que las acciones estén más o menos ajustadas a la moral.

      Con este autor surge el concepto de conducta moral enfocada al éxito, a la eficacia en el logro de los fines y, sobre todo, a la conservación del poder. El fin justifica los medios; las normas y las leyes son necesarias para dirigir a los súbditos por el camino que se considera adecuado por aquellos que ejercen el poder en el Estado.

      La sociedad no es una creación natural, sino humana, es el resultado de la actividad de la persona, se construye gracias a las acciones de los más fuertes y astutos de la sociedad, que son capaces de alcanzar y mantener el poder a cualquier precio.

      En la actualidad, vivimos bajo la influencia de estos parámetros; los hombres intentan lograr el triunfo personal y profesional, entendido siempre desde una posición de fuerza, de estatus social, de poder y de influencia sobre otros que en algún sentido —material, moral, social— ocupan un lugar inferior. El éxito va ligado a posiciones altas en estructuras empresariales e institucionales, desde las que puede manejarse a los otros. Los modelos sociales ocupan posiciones de poder, sobre todo material y económico, y así, puesto que es más importante socialmente el que más tiene, es necesario caminar en esta dirección. La clave del éxito es tener; no es tan importante preocuparse por el ser.

      En 1651, Thomas Hobbes escribe el Leviatán para dar cuenta de la naturaleza humana y la organización social. Apela a la conservación del ser humano como lo primordial en su existencia. Las reglas que obligan a la persona son tanto sociales como naturales, el individuo obedece al

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