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nos conduce hacia el fin último, la felicidad. Sin el deseo y la motivación, podemos cumplir las reglas y ser unos profesionales correctos, pero habremos perdido el gusto y la ilusión por los bienes que proporciona esta práctica profesional. Tal como Alasdair MacIntyre explica en Historia de la ética (2006), «habremos perdido el gusto por jugar al ajedrez aunque movamos correctamente las piezas en el tablero y ganemos muchos premios internacionales».

      A partir de estas dos líneas de explicación del comportamiento humano, basadas en las virtudes para la búsqueda de un fin último —la felicidad— o en el cumplimiento del deber, a lo largo la historia encontramos distintas aproximaciones al concepto de ética que han dado lugar a diferentes corrientes de pensamiento. Todas ellas suponen una gran influencia en lo que actualmente conocemos como ética empresarial, caldo de cultivo de la RSC; por esta razón, consideramos esencial comprender los fundamentos ético filosóficos de las principales posiciones de la mano de sus principales representantes.

      Los orígenes del pensamiento occidental se encuentran en las reflexiones de algunos pensadores griegos que vivieron entre finales del siglo VII y el siglo V a. C., a los que se conoce en general como presocráticos. En el siglo V a. C., Atenas alcanza su mayor esplendor político, económico y cultural bajo el gobierno de Pericles. Son los sofistas quienes dan respuesta a la nueva necesidad de los ciudadanos atenienses de expresarse en público, en un sistema democrático que permite que cualquier ciudadano intervenga directamente ante un jurado, para defender distintas causas.

      Con los sofistas se produce un cambio de intereses. Mientras que los presocráticos investigan la naturaleza, los sofistas estudian el ser humano; si los presocráticos reflexionan sobre la naturaleza con un procedimiento esencialmente deductivo, los sofistas reflexionan de modo inductivo; si los presocráticos buscan la verdad objetiva acerca del mundo, los sofistas persiguen el éxito social a través de la retórica.

      Lo que realmente preocupa a los sofistas es el problema más importante, por inmediato, para todos: ¿qué debemos hacer?, ¿qué leyes debemos seguir?, ¿son las leyes comunes para todos los seres humanos?, ¿son respaldadas por los dioses?, ¿son las leyes propias de cada Estado o de cada individuo? Una de las conclusiones a las que llegan para dar respuesta a todas estas cuestiones es la necesidad de definir las virtudes morales de los individuos por las buenas actuaciones en cada ciudad Estado, por tanto variables y sujetas a aprendizaje.

      Conocemos, a través de sus seguidores, que, en esta misma época, Sócrates (470-399 a. C.) aporta una defensa de la introspección y el diálogo para llegar a la verdad. Comparte el mismo ámbito de problemas que los sofistas, aunque se diferencia de ellos en las soluciones que ofrece a los mismos asuntos. Frente al subjetivismo y relativismo de los sofistas, Sócrates se decanta por el objetivismo. Los valores morales no dependen de una decisión, ya sea individual, ya sea colectiva, sino que son lo que son en virtud de sí mimos. Lograr la felicidad humana implica desarrollar esos valores que permiten alcanzar la armonía y el equilibrio como individuo, en el marco de la ciudad Estado.

      Platón (427-347 a. C.) es uno de los máximos exponentes en la transmisión del pensamiento de Sócrates, aunque no por ello dejen de tener importancia sus planteamientos filosóficos. Sin duda es una de las fuentes principales del pensamiento en la historia de la humanidad.

      En su intento de proporcionar un análisis de los principios morales que puedan guiar la conducta del ser humano como ciudadano basándose en el mismo discurso socrático, apunta que lo bueno y lo justo para el individuo es lo mismo que para la comunidad y que, por tanto, la persona solo puede ser feliz en el entorno de la polis.

      Los intereses de la polis son prioritarios; el interés individual está supeditado al colectivo. La manera de entender la ciudad como ideal se basa en la justicia como término moral y político. Un criterio que se debate entre decir la verdad, dar a cada uno lo que se merece, dar la impresión de ser justo aun no siéndolo o simplemente ser justo porque ello no implica temor. El individuo justo usa la razón y se conduce en la vida siguiendo los dictados de la verdad, la fortaleza, el valor y la moderación en los deseos. El concepto de responsabilidad aún no ha surgido, pero podemos comprobar que muchos de los términos en los que Platón habla de justicia no son sino un punto de partida para analizarla.

      Platón considera que las aptitudes personales son las que marcan el lugar que cada ser humano ocupa en la sociedad y, por tanto, cada individuo puede cambiar de una clase social a otra en función de los méritos que sea capaz de lograr; el estatus no es una condición hereditaria.

      Pertenecer a la clase de los guardianes, de los guerreros o de los ciudadanos tiene relación con las capacidades del individuo para mandar y vivir con prudencia (sabiduría), para llevar una vida austera basada en el coraje (fortaleza) o para obedecer y vivir sin preocupaciones y con moderación (templanza). Estos tres estados coinciden con las tres partes del alma del ser humano y, al igual que en cada individuo se relacionan entre sí, también lo hacen en la polis o ciudad Estado ideal.

      Es un discípulo de Platón, Aristóteles (384-322 a. C.), quien marca un antes y un después en la comprensión de la conducta moral del ser humano; concibe lo bueno como aquello hacia lo que tienden las cosas. Para ser bueno, hay que tener una cierta naturaleza y, por supuesto, una tendencia (teleología), causa final que hace tender a todas las cosas hacia su fin; todas las cosas en potencia tienden hacia su telos, su acto. El ser humano delibera sobre los medios más adecuados (virtudes) para ser feliz y esto lo hace basándose en su razón. La prudencia es la virtud central, pues señala lo más conveniente en cada momento. La bondad está en la acción misma, la felicidad se alcanza realizando cada actividad por lo que supone en sí misma.

      Una de las aportaciones esenciales de Aristóteles para el tema que nos ocupa es la Ética nicomáquea, obra en la que el autor trata de conocer cómo el ser humano debe comportarse para encontrar la felicidad, partiendo de su célebre frase: «El bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden», defendiendo siempre que la conducta humana debe ir dirigida a «procurar el bien para un pueblo o ciudad» y dando, como hacía Platón, prioridad a la sociedad sobre el individuo: «Procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un pueblo».21

      La felicidad se logra mediante la acción buena, mediante la conducta virtuosa; sin embargo, la definición de los comportamientos que llevan a una vida virtuosa no es fácil, «parece ser distinto en cada actividad y en cada arte».22

      Para Aristóteles, existen dos clases de virtud, la dianoética, que se desarrolla mediante el aprendizaje, la experiencia y el tiempo, y la ética, que se adquiere por la costumbre.

      La persona tiene la potencialidad de desarrollarlas, de tal manera que el ser humano bueno se hace bondadoso siéndolo y el justo practicando la justicia; asimismo, podríamos hoy decir también que la persona se hace responsable actuando con responsabilidad. «La virtud del hombre es el modo de ser por el cual el hombre se hace bueno y por el cual realiza bien su función propia».23

      Para la persona, es necesario buscar, por encima de todo, un bien perfecto, y este solamente será definido por sí mismo: «Llamamos perfecto a lo que siempre se elige por sí mismo y nunca por otra cosa».24 Queremos la felicidad por sí misma, por eso es perfecta y suficiente y agradable al ser humano, pero satisfacerla no es igual para todas las personas.

      Cada individuo busca la satisfacción de los placeres que cree que van a hacerlo feliz, pero, puesto que esos placeres no son por naturaleza para todas las personas iguales, son objeto de disputa. Algunos individuos llegan a creer que los placeres solo vienen del exterior, son los bienes materiales los que proveen de felicidad, pero, cuando tienen eso que ansían, descubren que no es suficiente, porque, tal como expresa Aristóteles, «la felicidad es una actividad del alma»;25 supone, por tanto, mucho más que lo puramente material. El camino de la felicidad se logra cultivando las virtudes; Aristóteles explica cuáles, a su modo de entender, son las más importantes. Entre las que más se aproximan y aportan al entendimiento del concepto de responsabilidad (aunque Aristóteles no emplea nunca este concepto) encontramos las virtudes éticas.

      • Liberalidad: el liberal es alabado por la manera de dar y recibir riquezas; no se trata de la cantidad

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