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basada en la elección de los actos oportunos para lograr una finalidad buena en sí misma, y no con el fin de obtener un beneficio mayor, por ejemplo, económico, de poder o de estatus.

      • Magnificencia: el término medio entre la ostentación y la mezquindad; se trata de saber gastar (o invertir, en nuestra terminología empresarial) en lo que se debe y cuando es oportuno.

      • Magnanimidad: acometer obras dignas de honor y aprecio. Invertir de modo responsable implica saber cómo y dónde hacerlo, de manera que la rentabilidad social sea incluso más alta que la puramente económica.

      • Ambición: puede parecer un concepto ambiguo, porque puede ser bien o mal interpretada en relación con la distancia que haya al justo medio entre dos extremos, el que desea en exceso el honor y la gloria (el éxito) y el que no lo desea nada. En nuestros días el concepto de éxito está mediatizado, sobre todo por la posesión de poder y riquezas materiales. Ser prudente en este sentido implica valorar las implicaciones que tiene la gloria así entendida y si con ello puedo beneficiar a alguien más que a mí mismo.

      • Mansedumbre: no dejarse arrastrar por las pasiones y por la cólera (encontrar el autocontrol en la acciones que se acometen). La responsabilidad implica consciencia y libertad para elegir qué actos llevar a cabo estimando las consecuencias de estos, lo que es incompatible con el hecho de no poseer autocontrol en todo tipo de situaciones.

      • Amabilidad: es importante encontrar el justo medio entre la complacencia —alabar todo para agradar— y la pura oposición sin tener en consideración las molestias que puedan causarse.

      • Sinceridad: reconocer lo que se tiene tanto en hechos como en palabras. Ser responsable requiere ser honesto con uno mismo y con los demás; en términos actuales, empatizar para poder llegar a ser asertivo, defender las propias ideas y pensamientos sin intimidar, imponer o manipular a otros.

      • Justicia: es injusto el trasgresor de la ley, el que no es equitativo; esta es «la única de las virtudes que parece referirse al bien ajeno, porque afecta a los otros […]. Los hombres buscan, o devolver mal por mal (y, si no pueden, les parece una esclavitud), o bien por bien, y, si no, no hay intercambio, y es el intercambio por lo que se mantienen unidos».26 Es posible considerar esta afirmación una aportación a la comprensión de la conducta humana en general y en particular en relación con la empresa (cada grupo de interés afectado por la actividad empresarial intentará devolver a esta aquello que recibe, un servicio favorable genera gratitud, un servicio desfavorable promueve el descontento y la respuesta ingrata). En palabras de Aristóteles:

      Las cosas que son justas no por naturaleza, sino por convenio humano, no son las mismas en todas partes […]. Siendo las acciones justas e injustas, se realiza un acto justo o injusto cuando esas acciones se hacen voluntariamente; pero cuando se hacen involuntariamente no se actúa ni justa ni injustamente excepto por accidente, pues entonces se hace algo que resulta accidentalmente justo o injusto.27

      Lo voluntario, para este filósofo griego, es aquello que un individuo realiza estando en su poder hacerlo y sabiendo a quién, con qué y para qué lo hace. Lo que se ignora o no depende de uno, o se hace por la fuerza, o es involuntario.

      Cuando los individuos cometen daños de forma imprevisible o equivocaciones, obran injustamente, pero no por ello son injustos, solo lo serán si han actuado con intención, con maldad. Del mismo modo se puede obrar de manera responsable o irresponsable sin llegar a serlo, pues, como veremos más tarde, no es lo mismo ser responsable que tener responsabilidad sobre algo.

      En el examen de las virtudes intelectuales destaca la prudencia, que consiste en deliberar rectamente; su fin es lo que se debe hacer o no, y se diferencia del entendimiento en que este solo es capaz de juzgar: «No es posible ser bueno en sentido estricto sin prudencia, ni prudente sin virtud moral».28 En su análisis sobre el placer, Aristóteles defiende que no se trata de procesos que conducen a algo, sino de actividades y fines en sí mismos que tienen lugar cuando ejercemos una facultad que puede conducir al perfeccionamiento de la naturaleza, y no cuando llegamos a ser algo. Por tanto, los placeres no son buenos o malos:

      La vida del hombre bueno no será más agradable si sus actividades no lo son […]. La actividad más preferible para cada hombre será la que está de acuerdo con su propio modo de ser y para el hombre bueno será la actividad de acuerdo con la virtud.29

      Este es el camino de la felicidad, que es el mismo fin de la conducta humana. Para encontrar este camino es necesaria la educación y la costumbre, y esto debe transmitirse con base en unas leyes, «porque la mayor parte de los hombres obedecen más a la necesidad que a la razón, y a los castigos más que a la bondad».30

      La influencia de Aristóteles es crucial en la historia de la ética, aunque existen otras corrientes que también tienen gran repercusión en la manera de explicar la conducta humana. Así, encontramos a los escépticos, que defienden que el ser humano solo puede guiarse por lo que sus propios sentidos le dejan percibir de la realidad y, por tanto, no pueden garantizar la certeza de nada, pues la percepción sensorial no es del todo fiable; los defensores del hedonismo (escuela cirenaica), que sostienen que la felicidad es igual a la satisfacción de los sentidos y la ausencia de dolor; los epicúreos, que defienden que el bien humano es igual a placer, o los estoicos, más preocupados por la adecuación al orden del mundo y la aceptación, que entienden al ser humano como un ser dotado de razón que está capacitado para elegir su conducta, lo que le libra de sucumbir a sus pasiones e instintos placenteros. Para los estoicos, solo el sabio puede llegar a vivir de acuerdo con las leyes de la naturaleza, es decir, libre; el resto de los humanos son esclavos de falsas ideas y viven solo para el placer.

      Después de Aristóteles, la gran revolución llega en el siglo I d. C. con el surgimiento del cristianismo. Basado en la idea de que Dios es el camino que proporciona la verdadera felicidad y en las enseñanzas de Jesús de Nazaret, Occidente encontrará una nueva forma de dar sentido a la persona en el mundo.

      Uno de los mayores exponentes de la tradición cristiana es San Agustín (354-430). Sus aportaciones éticas se basan en la explicación del camino que seguir para lograr la felicidad, objetivo y fin último del ser humano, que no puede alcanzarse en esta vida terrenal, dado el carácter trascendente de la naturaleza humana. La orientación correcta en la conducta debe provenir siempre de la Iglesia, que suple la ausencia de Cristo resucitado. La sociedad es necesaria al individuo, y los valores sociales y políticos son buenos siempre y cuando sean un reflejo de las enseñanzas del cristianismo, pues todo lo creado por Dios es bueno. Defiende la doctrina de la gracia y del pecado original y cree en la predestinación del ser humano, aunque es partidario del libre albedrío. Dios concede al individuo la libertad de decidir cómo actuar, le da la oportunidad de obrar rectamente, aunque conoce su tendencia a no hacerlo. Precisamente porque la persona es libre puede elegir entre el bien y el mal:

      Si el defecto que llamamos pecado asaltase, como una fiebre, contra la voluntad de uno, con razón parecería injusta la pena que acompaña al pecador, y recibe el nombre de condenación. Sin embargo, hasta tal punto el pecado es un mal voluntario que de ningún modo sería pecado si no tuviese su principio en la voluntad; esta afirmación goza de tal evidencia que sobre ella están acordes los pocos sabios y los muchos ignorantes que hay en el mundo. Por lo cual, o ha de negarse la existencia del pecado, o confesar que se comete voluntariamente. Y tampoco, si se mira bien, niega la existencia del pecado quien admite su corrección por la penitencia y el perdón que se concede arrepentido, y que la perseverancia en el pecar justamente se condena por la ley de Dios. En fin, si el mal no es obra de la voluntad, absolutamente nadie debe ser reprendido o amonestado, y con la supresión de todo esto recibe un golpe mortal la ley cristiana y toda disciplina religiosa. Luego a la voluntad debe atribuirse la comisión del pecado. Y como no hay duda sobre la existencia del pecado, tampoco la habrá de esto, conviene a saber: que el alma está dotada del libre albedrío de la voluntad.31

      Las enseñanzas de Platón y San Agustín, en primera instancia, y, sobre todo, la de Aristóteles marcan profundamente la obra de uno de los pensadores más influyentes de la historia occidental, Santo Tomás de Aquino (1225-1274). Defiende que toda acción tiende a un fin, si bien este fin expresado en la felicidad

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