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cuentos, en la página de agradecimientos, y le atribuyen a ella todos menos uno. Tal vez esté al final del libro”. Se fija: no está. “Pero casi como que tiene que ser de ella. El copyright es de 1932”. “Nada de qué sorprenderse”, podría decir su esposa, aunque ya ha pasado por eso antes. “Y salvo por los traductores top de hoy, que son casi tan conocidos como los autores, las cosas no han cambiado mucho desde esa época. Los traductores siempre han sido mal pagados y solían no figurar en los créditos del libro. Pero pobre de ellos si la traducción no suena tan bien, o si el cuento original no es tan bueno. Entonces toda la culpa es de ellos. ‘Descuidadamente traducido’, esa clase de críticas… El escritor, por supuesto, queda libre de sospecha. Déjame verlo”. Él sostiene el cuento abierto en la primera página. “Ah, sí”, podría decir ella, tal vez después de haber leído un párrafo o dos, “ahora lo recuerdo. No es uno de mis favoritos, razón por la que nunca lo he enseñado en clase, pero aun así, como decías, es un buen cuento. Dos personas en una posada durante una tremenda tormenta de nieve. El viento que aúlla. Él se apoyaba mucho en esas cosas. Incluso la tormenta, que sacude las ventanas y el techo. Si tenía alguna debilidad, era esa. Se supone que la mujer es bastante más joven que el hombre, que es descrito como entrado en años, aunque anda por los cuarenta, así que tal vez solo fuese viejo para esa época y ese lugar. Ella es una terrateniente, o tal vez el terrateniente sea su hermano, a cuyo encuentro se dirige, viajando en trineo. El hombre fue alguna vez bastante próspero –me parece que en una época poseía una finca, o la administraba–, pero durante largo tiempo le ha ido muy mal. Al principio no parecen ser una pareja muy compatible. Pero hacia el final, dado que son tan cálidos y francos y serviciales y hasta solícitos el uno con el otro, uno pensaría, si no conociera mejor a Chéjov, que podrían hacer buena yunta. No creo que eso pase nunca en Chéjov, ni en sus ficciones ni en sus obras de teatro, o bien sucede muy rara vez. El hombre viaja con su hija. Una niña encantadora pero triste, como tantos niños en sus cuentos… muy maltratada y regañada por su padre”. “La sinopsis del cuento que dio la locutora”, dice él, “nunca mencionó a la hija. Tal vez no tuviera tiempo, o las notas del programa de la obra de Rajmáninov no la incluyeran”. “Si no recuerdo mal”, podría decir ella, “la mujer tiene algún dinero propio y siente mucha simpatía por la niña, y habría sido una maravillosa madre sustituta para ella y una buena esposa para el hombre. Olvidé lo que le sucedió a su esposa. Creo que había muerto o lo había abandonado por otro hombre, y él se quedó con la hija. Eso explicaría la cuesta abajo en la que está”. “Lo que me gustaría saber es cómo se puede hacer un poema sinfónico a partir de un cuento como ese”, dice él. “Una ópera, como te dije –de un solo acto–, eso sí puedo verlo, aunque la nieve podría ser un problema”. “Oh”, podría decir ella, “saben cómo hacer la nieve en un escenario de ópera. La Bohème, por ejemplo. Pero tengo que confesar que no sé lo que es realmente un poema sinfónico”. “Supongo que es lo que hizo Richard Strauss en Don Juan y Till Eulenspiegel etcétera etcétera, y lo que hicieron Sibelius y Smetana en algunas obras suyas. Una narración en música, aunque yo tendería a creer que es difícil ilustrarla de esa forma. Pero ¿y si nos olvidamos de la música y leemos el cuento –yo ya lo empecé y sé cómo termina–, y charlamos sobre eso en algún momento del día?”. “Termínalo, yo te alcanzaré”, podría decir ella. “Lo leeré también en ruso, si tengo tiempo, por si acaso en la traducción se pierda algo”. “Hasta luego, entonces”, dice él. Va al dormitorio, ahueca y acomoda las cuatro almohadas, la dos de ella y las dos suyas, unas encima de las otras contra la pared, y se recuesta sobre ellas y lee el cuento. Después de terminarlo vuelve al estudio de su esposa. Ella no está allí.

      CAPE MAY

      Solían ir a Cape May más o menos cada dos años, sobre todo para avistar aves, en el observatorio de aves que hay allí. Fueron tres veces, una en primavera y dos en otoño, antes de que ella estuviera demasiado enferma como para poder ir. No era algo que a él le gustara mucho hacer: quedarse parado en la playa, durante un par de horas, a la mañana y a la tarde, a veces cuando hacía frío, tratando de encontrar aves con los binoculares que le había comprado. Además, arrastrar su silla de ruedas por la arena hasta el lugar desde el cual quisiera ver los pájaros, y luego arrastrar la silla de vuelta hasta el camino asfaltado, en ocasiones con la ayuda de uno o dos observadores de aves. A ella no le importaba el frío, o decía que no le importaba. Él la arropaba en su manta afgana para cubrirle bien el pecho, le envolvía los hombros y el cuello con su chalina de angora, le bajaba el gorro de lana sobre las orejas y le ponía los guantes. “¿Estás bien calentita?”, o algo así le decía, y ella contestaba: “Ahora sí. Gracias. Así que vayamos a encontrar un ave que nunca hayamos visto”. Siempre había montones de observadores de aves en la playa, no importa cuánto frío hiciera, algunos con binoculares que parecían carísimos y otros con sofisticados telescopios montados sobre trípodes, todos apuntados en diferentes direcciones. Allí todos eran muy amigables y gentiles y la mayoría parecían saber mucho sobre las aves que venían a observar y fotografiar. Algunos le preguntaban si quería mirar a través de sus telescopios; los tenían enfocados en el nido de un pájaro, o en un pájaro entre las ramas de un árbol o escondido en la maleza, a veces a decenas de metros de distancia, sin duda lo suficientemente lejos como para que no pudiesen ser vistos sin un telescopio o unos binoculares de largo alcance, cosa que los suyos no eran. No cree que ella haya visto nunca un ave a través de esos telescopios, cosa que él sí, varias veces. Primero, porque veía mal a causa de la esclerosis múltiple. Y además, como estaba sentada en una silla de ruedas, normalmente no conseguía poner su ojo lo bastante cerca de la lente como para poder ver. Hubo incluso un par de observadores que sacaron el trípode y sostuvieron el telescopio junto al mejor de sus ojos –así es como lo dirá él, porque no se acuerda si era el izquierdo o el derecho–, pero nunca lograban mantenerlo lo suficientemente quieto como para enfocarlo en lo que se proponían que ella viese. Él ni siquiera cree que alguna vez ella haya visto un ave a través de sus propios binoculares. No podía sostenerlos, así que él se los sostenía cerca de los ojos, pero nunca lograba apuntarlos o enfocarlos correctamente para ella. Aun así, a ella le gustaba estar en la playa o en la plataforma de observación, con todos esos avistadores serios. Y cada cierto tiempo un pájaro pasaba volándoles cerca: uno que nunca habían visto alrededor de su casa o en el vecindario, por donde solían dar paseos para avistar aves, y ni siquiera en Maine, adonde pasaban dos meses todos los veranos. Entonces alguien gritaba qué clase de pájaro era y después le contaba –o se lo contaba algún otro, o bien ella misma lo buscaba en el libro de aves que siempre llevaba consigo a la playa– cuáles eran las marcas que lo identificaban u otras cosas acerca de él, para que la próxima vez pudiera reconocerlo por sí misma. Pero en Cape May tenían, o al menos él los tenía con ella, algunos de sus momentos más felices juntos. No en el observatorio de aves sino en un restaurante al que, una vez que lo descubrieron, iban a cenar todas las noches durante sus viajes a Cape May. Lo encontraron de casualidad o buena suerte o destino, lo mismo da. La primera vez que fueron a Cape May no consiguieron reservar habitación en ninguno de los hoteles de la ciudad. Todos estaban completos esa semana, debido a una convención, y los hostales, que tenían un par de habitaciones disponibles, quedaban en viejos edificios en los que había que subir varios escalones para llegar hasta la entrada y más escalones o escaleras en el interior. Ellos siempre llevaban su rampa portátil en viajes como esos, pero solo servía para tres escalones como máximo. Además, en esos hostales, le dijeron los dueños por teléfono, el baño era demasiado chico para mover una silla de ruedas dentro de ellos. Así que, como era temporada baja, el alojamiento más cercano a Cape May que pudieron conseguir fue un motel de cuatro pisos a unos quince kilómetros. Era un lugar muy feo, con una fachada rosada y un enorme letrero de neón en el frente, y muebles de mal gusto adentro. Pero tenía ascensor hasta su piso, una kitchenette para preparar el desayuno y una ducha especial para sillas de ruedas en su habitación, lo que los sorprendió –ni siquiera había una de esas en algunos de los mejores moteles y hoteles en los que se habían alojado–, y eso, junto con el lugar reservado para discapacitados en el estacionamiento gratuito, hizo que volvieran a ir a ese motel las dos veces siguientes. Lo que está diciendo es que si la primera vez que fueron hubiesen conseguido reservar una habitación adecuada en un hotel de Cape May, sin duda habrían caminado hasta algún restaurante cercano –había

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