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Historias tardías. Stephen Dixon
Читать онлайн.Название Historias tardías
Год выпуска 0
isbn 9789877121827
Автор произведения Stephen Dixon
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
CAPE MAY
Solían ir a Cape May más o menos cada dos años, sobre todo para avistar aves, en el observatorio de aves que hay allí. Fueron tres veces, una en primavera y dos en otoño, antes de que ella estuviera demasiado enferma como para poder ir. No era algo que a él le gustara mucho hacer: quedarse parado en la playa, durante un par de horas, a la mañana y a la tarde, a veces cuando hacía frío, tratando de encontrar aves con los binoculares que le había comprado. Además, arrastrar su silla de ruedas por la arena hasta el lugar desde el cual quisiera ver los pájaros, y luego arrastrar la silla de vuelta hasta el camino asfaltado, en ocasiones con la ayuda de uno o dos observadores de aves. A ella no le importaba el frío, o decía que no le importaba. Él la arropaba en su manta afgana para cubrirle bien el pecho, le envolvía los hombros y el cuello con su chalina de angora, le bajaba el gorro de lana sobre las orejas y le ponía los guantes. “¿Estás bien calentita?”, o algo así le decía, y ella contestaba: “Ahora sí. Gracias. Así que vayamos a encontrar un ave que nunca hayamos visto”. Siempre había montones de observadores de aves en la playa, no importa cuánto frío hiciera, algunos con binoculares que parecían carísimos y otros con sofisticados telescopios montados sobre trípodes, todos apuntados en diferentes direcciones. Allí todos eran muy amigables y gentiles y la mayoría parecían saber mucho sobre las aves que venían a observar y fotografiar. Algunos le preguntaban si quería mirar a través de sus telescopios; los tenían enfocados en el nido de un pájaro, o en un pájaro entre las ramas de un árbol o escondido en la maleza, a veces a decenas de metros de distancia, sin duda lo suficientemente lejos como para que no pudiesen ser vistos sin un telescopio o unos binoculares de largo alcance, cosa que los suyos no eran. No cree que ella haya visto nunca un ave a través de esos telescopios, cosa que él sí, varias veces. Primero, porque veía mal a causa de la esclerosis múltiple. Y además, como estaba sentada en una silla de ruedas, normalmente no conseguía poner su ojo lo bastante cerca de la lente como para poder ver. Hubo incluso un par de observadores que sacaron el trípode y sostuvieron el telescopio junto al mejor de sus ojos –así es como lo dirá él, porque no se acuerda si era el izquierdo o el derecho–, pero nunca lograban mantenerlo lo suficientemente quieto como para enfocarlo en lo que se proponían que ella viese. Él ni siquiera cree que alguna vez ella haya visto un ave a través de sus propios binoculares. No podía sostenerlos, así que él se los sostenía cerca de los ojos, pero nunca lograba apuntarlos o enfocarlos correctamente para ella. Aun así, a ella le gustaba estar en la playa o en la plataforma de observación, con todos esos avistadores serios. Y cada cierto tiempo un pájaro pasaba volándoles cerca: uno que nunca habían visto alrededor de su casa o en el vecindario, por donde solían dar paseos para avistar aves, y ni siquiera en Maine, adonde pasaban dos meses todos los veranos. Entonces alguien gritaba qué clase de pájaro era y después le contaba –o se lo contaba algún otro, o bien ella misma lo buscaba en el libro de aves que siempre llevaba consigo a la playa– cuáles eran las marcas que lo identificaban u otras cosas acerca de él, para que la próxima vez pudiera reconocerlo por sí misma. Pero en Cape May tenían, o al menos él los tenía con ella, algunos de sus momentos más felices juntos. No en el observatorio de aves sino en un restaurante al que, una vez que lo descubrieron, iban a cenar todas las noches durante sus viajes a Cape May. Lo encontraron de casualidad o buena suerte o destino, lo mismo da. La primera vez que fueron a Cape May no consiguieron reservar habitación en ninguno de los hoteles de la ciudad. Todos estaban completos esa semana, debido a una convención, y los hostales, que tenían un par de habitaciones disponibles, quedaban en viejos edificios en los que había que subir varios escalones para llegar hasta la entrada y más escalones o escaleras en el interior. Ellos siempre llevaban su rampa portátil en viajes como esos, pero solo servía para tres escalones como máximo. Además, en esos hostales, le dijeron los dueños por teléfono, el baño era demasiado chico para mover una silla de ruedas dentro de ellos. Así que, como era temporada baja, el alojamiento más cercano a Cape May que pudieron conseguir fue un motel de cuatro pisos a unos quince kilómetros. Era un lugar muy feo, con una fachada rosada y un enorme letrero de neón en el frente, y muebles de mal gusto adentro. Pero tenía ascensor hasta su piso, una kitchenette para preparar el desayuno y una ducha especial para sillas de ruedas en su habitación, lo que los sorprendió –ni siquiera había una de esas en algunos de los mejores moteles y hoteles en los que se habían alojado–, y eso, junto con el lugar reservado para discapacitados en el estacionamiento gratuito, hizo que volvieran a ir a ese motel las dos veces siguientes. Lo que está diciendo es que si la primera vez que fueron hubiesen conseguido reservar una habitación adecuada en un hotel de Cape May, sin duda habrían caminado hasta algún restaurante cercano –había