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–dijo él.

      Bateó el primer lanzamiento, uno muy rápido que atravesó rectamente el plato, y envió la bola por sobre la cabeza del defensor izquierdo. Corrió hasta la tercera y terminó con un triple. Sentía que habría podido seguir y convertir el batazo en jonrón, pero el director del campamento, que estaba como asistente de tercera, lo detuvo.

      –¿Por qué me frenó? –dijo él–. Pude haberlo logrado. Ahora estaríamos adelante.

      –No te hagas tanto el héroe –dijo el director del campamento–. Es mejor jugar a lo seguro. Además, no quería que te resbalaras en la base y te hicieras daño. Hubiera tenido que enviarte a la enfermería. ¿Y quién serviría tus mesas, entonces?

      Miró a la chica. Ella lo estaba mirando. Aplaudió dos veces en dirección a él. Aplausos apagados. Como lo haría una foca. Pero sin sonreír. Se sacó la gorra de béisbol y la agitó en dirección a ella. Buena jugada, pensó. Circunspecto. Esto tenía que gustarle. Pero ella apartó la mirada enseguida. En cualquier caso, había reparado en él. Tenía que conocerla. ¿Qué le diría, si llegaba a hablarle? Pero sobre todo, ¿cómo lo haría? Tal como dijo, sencillamente se le acercaría y diría: “Hola, me llamo Phil. Philip para los amigos”. No. Nada de chistes idiotas. Ni siquiera lo intentes. “Te vi en las tribunas. Me pareciste interesante. ¿Eres de Pennsylvania?”. Tendría que ser después del juego, y tal como lo había pensado, pronto. Y ojalá ganaran. O si no ganaban, algo del estilo de “Tu equipo jugó muy bien. Los felicito. ¿Estás como I.E.P. en este campamento?”. ¿Y después? Bueno, dependería de lo que respondiera ella. Y que no le quedaba mucho tiempo para hablar. “Uno de los directores de nuestro campamento, el tío Abe, estará apurado por llevarnos de vuelta. Pero me gustaría escribirte, si no te molesta. ¿Puedo preguntarte tu nombre” –si es que ella no se lo hubiese dicho ya, cuando él le hubiese dicho el suyo– “y cuál es tu número de cabaña, o tu dirección aquí, para poder escribirte?” Si ella le preguntaba por qué quería escribirle, él le diría: “Porque de solo mirarte me dije que eras interesante”. Eso tendría que funcionar. Y si se escribían una o dos veces, tal vez mientras todavía estaban en sus campamentos, ¿qué pasaría cuando eso ya hubiese terminado para los dos, a fines de agosto? Tal vez, un día, tomar un tren o un ómnibus a Filadelfia, si es ahí donde vive, y pasar la jornada con ella. ¿Sus padres lo permitirían? ¿Por qué no? Sería una tarde de fin de semana, y los dos tienen dieciséis, o ella casi los tiene, al parecer. Y con sus propios padres no habría problema. Ellos le dan mucha libertad. Y no le faltaría dinero –siempre hace algún trabajito después del colegio– para pagar él mismo los gastos. Y más tarde ir a verla por segunda vez. Tomarla de la mano. Visitar un museo. Besarla. Conversar. ¿Qué le gusta leer? O acaso de eso ya hubiesen hablado. Así que ¿qué le gusta hacer en la ciudad? ¿Qué está estudiando en el colegio? Las cosas que le interesan, aparte del colegio. ¿A qué universidad quiere ir? Montones de cosas. Y si vive fuera de Filadelfia, de todos modos debe haber una manera de llegar hasta allí.

      El siguiente bateador quedó out. El marcador se mantuvo empatado durante un par de entradas, hasta que el equipo de Na-ho-je logró hacer otras cuatro anotaciones, casi todas por caminatas. Puesto que era sóftbol, era un juego a siete entradas. Le tocó entrar por tercera vez y alzó la vista hacia ella. No lo miraba; ni lo había mirado mientras estaba en el campo, o sentado en el banco –al menos cuando él la miró–, desde aquella única vez que lo había aplaudido. Con dos strikes en su contra, conectó un batazo que voló al defensor central, a pesar de que los guardabosques esta vez le jugaban muy profundo. El defensor central era rápido y tenía buen brazo y lanzó la pelota a la tercera, a tiempo para impedirle anotar otro triple. Estaba a medio camino de la tercera base y se sentía con suerte para regresar a segunda antes de que lo alcanzaran y lo dejaran out. Era por lejos su batazo más largo del día, y miró hacia las tribunas para ver si ella lo miraba, pero no estaba ahí. ¿Adónde diablos se había ido? Parado en la segunda base, miró alrededor, buscándola. Ella y algunas de sus amigas ya se alejaban –parecían estar corriendo una carrera– en alguna dirección con todo un grupo de internos más chicos, probablemente los niños de los que estaban a cargo. En fin, ahí va ese sueño, pensó. Ahora no hay nada que pueda hacer para conocerla, a menos que ella regrese antes de que el equipo vuelva a subirse al camión y se vaya.

      El bateador que le seguía la mandó a rodar por el campo hasta quedar out, terminando la entrada. No anotaron otra carrera, pero él sentía que había hecho todo lo que pudo por ganar. Dos largos indiscutibles, ningún error ni strike, y había conectado sus únicas carreras. En cualquier caso, estaban tantos puntos abajo, con un solo turno más de bateo por delante, que una carrera o dos más ya no ayudarían.

      Les dijeron que al terminar el juego fuesen a estrecharles la mano a los del equipo contrario, que tomaran los refrigerios que hubiera –magdalenas, galletitas dulces y limonada–, ya que probablemente no llegarían de vuelta a tiempo para cenar antes de acomodar las mesas y servir –así que cenarían más tarde–, y que inmediatamente después subieran al camión.

      Cuando le estrechó la mano al pitcher, le dijo:

      –Buen juego. Su equipo lo hizo muy bien. ¿Qué puedo decir? Ganó el mejor. ¿Pero puedo preguntarte algo? Había una chica sentada en las tribunas. Parecía alta, y muy bonita, con el cabello rubio de verdad. De aquel lado –y señaló–. Con algunas amigas. ¿Sabes de quién estoy hablando?

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