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y la propietaria lo llamó desde abajo para que respondiera una llamada “des États-Unis”, dijo. Bajó las escaleras corriendo. Algo terrible sobre alguno de sus padres, estaba seguro. Eso fue en abril de 1964. Estaba en París desde hacía tres meses, aprendiendo francés en la Alianza Francesa; su objetivo último era conseguir un trabajo de escritura en la ciudad para alguna compañía estadounidense o británica. Era su hermana menor. “Papá no está muy encantado que digamos con que yo haga esta llamada”, dijo. “Demasiado cara. Un telegrama sería más barato, dijo, si no lo hago muy largo. Pero yo le expliqué la urgencia de llamarte. Prepárate, mi afortunado y talentoso hermano. Tengo algo fantástico para decirte.” “Vamos”, dijo él, “¿qué es? Aquí a madame no le gusta que yo acapare el único teléfono”. “Recibiste una llamada telefónica de alguien de la Universidad de Stanford. Te concedieron una beca de escritura creativa por tres mil dólares, desde septiembre”. “Ay, Dios mío”, dijo él. “Me había olvidado por completo, lo que te da una pista sobre la fe que tenía en la posibilidad de conseguirla”. “Pero escucha. Esta mujer dijo que dado que les tomó tanto tiempo seleccionar a los cuatro becarios, quieren tu decisión enseguida. Si es un no, necesitan elegir de apuro a alguna otra persona. Le dije que estaba segura de que la aceptarías, pero que te llamaría y que luego volvería a llamarla con tu respuesta”. “No sé qué hacer”, dijo él. “Quiero decir, estoy agradecido, y debería estar saltando de alegría, pero realmente me está empezando a gustar aquí y estoy aprendiendo el idioma y haciendo amigos. ¿Crees que me dejarían postergar la beca un año?”. “Ya le pregunté por esa posibilidad”, dijo ella. “Me dijo que tienes que aceptarla ahora para este año o volver a postularte el año que viene con un dossier completamente diferente, aunque no necesitarías conseguir referencias nuevas. Esa es su política”. “Madame me está mirando fijo. Tengo que colgar. Supongo que la aceptaré, entonces. Tengo sentimientos mezclados, como puedes ver, pero es una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Y California debería ser divertido”. “Monsieur?”, dijo la propietaria. “A veces”, dijo su hermana, “tienes que renunciar a algo bueno para conseguir algo mejor, o incluso parecido. Y yo podré tomar un avión a California para ir a verte, lo que me proporcionará unas lindas mini-vacaciones”.

      ¿Y su siguiente momento más feliz? Ahora no se le ocurre ninguno, ni cuándo fue igual de feliz o incluso más de lo que lo fue en alguna de las veces que ha mencionado. Tal vez remontándose muy atrás, cuando ganó el Gran Premio del Acampante en el campamento de verano al que fue con sus hermanas y su hermano Robert, en el verano de 1948. Así que sería el momento en que el instructor le dijo que había ganado. O cuando el director de su escuela primaria –esto fue en 1949, un par de meses antes de egresar– los llamó a él y a otros ocho alumnos a su oficina para decirles que todos ellos habían entrado en una de las escuelas secundarias de élite en Nueva York, y que uno de ellos había entrado en dos y tendría que elegir, y cuáles eran las escuelas. La suya era la Brooklyn Tech. Estaba feliz pero a la vez un poquito decepcionado, porque él quería ir a Stuyvesant, donde Robert estaba en segundo año, pero obviamente no había hecho un examen de ingreso tan brillante como para entrar. Curioso, porque él creía que el examen de Stuyvesant era pan comido comparado con el de la Brooklyn Tech.

      ¿Y alguna otra vez? Oh, ¿cómo se pudo olvidar? Estaban en un pueblo sobre una colina en el sur de Francia, mirando un dibujo de Giacometti en la pared de un pequeño museo, cuando se volvió hacia su esposa, medio año antes de que se convirtiera en su esposa, y le dijo: “Casémonos”. Ella dijo: “¿Estás bromeando?”, y él dijo: “No podría hablar más en serio. Aquí, o en Niza, que nos case un rabino si es que lo hay, o algún juez de paz”, y ella: “Si vuelvo a casarme tendría que ser en Nueva York, así mis padres y parientes y amigos podrían ir. Y apostaría a que tú también querrías que tu familia esté presente. Pero hablemos de eso dentro de unos meses”. “¿Así que entonces lo considerarás como una posibilidad?”, y ella dijo: “Digamos que no estoy rechazando la idea de manera rotunda, tan absurdamente como fue presentada”, y él dijo: “No tienes idea de lo feliz que acabas de hacerme. De acuerdo. No diré nada sobre eso durante algunos meses”. Por supuesto, la abrazó y la besó, y después la tomó de la mano y la llevó hasta el siguiente dibujo de Giacometti.

      ¿Y los momentos más tristes de su vida? La muerte de su esposa, por supuesto. Y después la de Robert. Y la de su hermana menor. Y más tarde la de su hermano mayor, en un accidente mientras navegaba, un par de años atrás. Luego la de su madre. Y al poco tiempo la de su padre. Después de eso, sus dos mejores amigos que se vienen a morir con un año de diferencia, los dos de derrame cerebral. Pero no tiene ganas de pensar en ellos. En realidad, el segundo momento más triste de su vida tiene que haber sido cuando su esposa, dos años antes de que muriera, estaba en el hospital con neumonía y los médicos le dijeron que tenían que entubarla y que había escasas probabilidades de que sobreviviera. “De uno a tres por ciento”, dijeron, ¿o era “tres a cinco”? No se acuerda; cuando le dijeron, varios días después, que ella iba a sobrevivir, ese fue uno de los momentos más felices de su vida. Estaba demasiado triste en esa época. Acababa de verla en Cuidados Intensivos… de hecho, se acuerda de ese momento mientras la miraba en su cama… luchando con el tubo de la respiración asistida que tenía metido dentro. “Sácame esta cosa… por favor, por favor”, parecía decir su mirada dolorida. No, él conocía bien su mirada: era eso lo que estaba diciendo. Pero si iba a hacer una lista de los momentos más tristes de su vida, probablemente fueran esos, más un par que ahora se le escapaban. Su esposa primero, su esposa segundo, luego el resto en el orden que ya dijo.

      Y para terminarlo, algo como esto: Se levanta del banco y camina el resto del camino hasta su casa. El gato lo está esperando junto a la puerta de la cocina. Quiere que lo deje entrar y lo alimente. Después querrá que lo deje salir, pero él no lo dejará. Ya se está poniendo oscuro. Saca de la heladera la lata de comida para gatos abierta, levanta del piso el plato vacío del gato, lo lava y sirve el resto de la comida que queda en la lata y lo vuelve a poner en el suelo. El gato comienza a comer. Está a punto de prepararse un trago –algo con ron esta noche, piensa; ha estado tomando vodka todas las noches desde hace una semana– cuando se da cuenta de que se olvidó el libro de Gorki encima del banco. Déjalo hasta mañana. No, ya no estará ahí, o si llueve, se va a mojar. Búscalo ahora.

      Regresa al banco. El libro no está. ¿Quién querría llevárselo? No había nadie por ahí cerca; ningún auto en el estacionamiento, así que nadie en la iglesia. Y realmente, nadie excepto un estudioso de la literatura rusa o tal vez un escritor serio de ficción podría interesarse en él. Tal vez alguien que vive por ahí cerca salió a dar un paseo y lo vio. Quiere ver el lado bueno de las cosas. Así que es posible que un transeúnte lo haya tomado, y que mañana vaya a llevarlo a la oficina de la iglesia y diga que él o ella lo encontró sobre uno de los bancos de afuera, y pensó que podría ser de alguien relacionado con la iglesia. Ah, simplemente olvídalo, piensa. Nunca va a seguir leyéndolo. Si su esposa estuviera viva, él iría a la iglesia al día siguiente –aunque más bien a media tarde; así le daría a la persona que podría haberlo tomado el tiempo para llevarlo a la iglesia–, y preguntaría si alguien había devuelto un libro sobre Máximo Gorki, el escritor ruso. Vuelve a casa, abre cuidadosamente la puerta de la cocina para que el gato no se escape, y saca un poco de hielo del congelador y lo pone en su vaso. Ron, con una rodaja de lima.

      LA CHICA

      Verano de 1952. Acababa de cumplir dieciséis años y durante los dos meses de aquel verano fue mozo en un campamento mixto. Él y los otros mozos –eran unos quince, todos varones– fueron a otro campamento a jugar un partido de sóftbol contra los mozos de allá. Él era el mejor bateador de su equipo. No era un chico tan robusto, pero por alguna razón –sus brazos potentes y algo relacionado con sus muñecas, quizá– era capaz de batear la pelota fuerte y lejos. Además, tenía buen ojo para saber cuándo batear. Rara vez quedaba afuera por strikes y a menudo lograba robar base caminando.

      Su campamento estaba en Flatbrookville, Nueva Jersey. Le parece que esa ciudad, ahora, se encuentra bajo el agua debido a un lago artificial que se creó cuando construyeron la represa, unos veinte años después de la época en que trabajó

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