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vez. Quiero decir, podríamos volver a encontrarnos, he disfrutado de nuestra breve charla, pero me pone muy incómodo cuando alguien tan siquiera alude a mi trabajo delante de mí, sin importar cuánto lo elogie. No, me corrijo. Cuanto más lo elogie, peor me siento. De modo que.

      Terminó su copa, estrechó nuestras manos, me palmeó el hombro y salió por la puerta que daba a la calle.

      –Vive aquí arriba, como ya sabes –dijo mi amigo–, y habría podido pasar al lobby de su edificio por esa puerta de ahí. Pero le gusta salir del bar y entrar a su edificio desde la calle, no me preguntes por qué.

      –Tal vez haya ido a dar un paseo o tuviera algo que hacer.

      –También podría ser eso, aunque sé que no lo tenía planeado. Por teléfono me dijo que cuando nos dejara iría a hacer media hora de siesta, cosa que hace todos los días precisamente a esta hora.

      No le hicimos caso a Cochran con su oferta de poner todo a su cuenta. Terminamos nuestras copas, salimos y yo volví a mi hotel, e inmediatamente me senté ante mi pequeña mesa de trabajo y empecé a escribir sobre mi encuentro con él. Pero aquel escrito hablaba tanto de mí… de lo que el gran escritor pensaba sobre la obra del escritor mucho más joven y de lo bien que eso había hecho sentir a este último –embelesado, extático– que me pareció un texto muy idiota y auto-celebratorio y lo rompí. Tal vez algún día escriba sobre eso, pensé, aunque tantos otros escritores, jóvenes y viejos, han escrito sobre su primer y por lo general único encuentro con él, que dudo que yo tuviera algo nuevo para decir. Como sea, lo conocí. Me cayó bien. Era como yo sentía que un escritor muy exitoso pero serio debía ser. Cálido, agradable, cortés, modesto, afable, y había sido generoso de su parte querer hablar únicamente de mi trabajo. No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que lo hacía para no tener que hablar de su propia obra. A mí tampoco me gusta hablar de la mía, o a partir de aquel encuentro no me gustó.

      Un año más tarde, Cochran se internó en un pequeño hogar para ancianos en la ciudad. Les dijo a sus amigos que, después de sesenta años de escribir sin tregua, había terminado con eso para siempre. Se negaba a recibir ninguna visita en ese hogar a excepción de su sobrina, su abogado y aquel que era su editor desde hacía muchos años, y lo que se rumoraba es que no creía que fuera a salir de allí jamás, o que fuese siquiera a desear hacerlo.

      Unos pocos meses después de aquello recibí una carta de su abogado donde me decía que Cochran me había cedido su estudio de escritor, un único ambiente en un edificio a pocos pasos de mi departamento, y que los gastos de mantenimiento estaban pagos durante los siguientes cinco años. Las únicas cosas de las que debería ocuparme eran el gas y la electricidad. “Lo único que el señor Cochran le pide”, decía la carta, “es que no trate de agradecérselo ni por carta ni por teléfono ni visitándolo en su hogar para ancianos”.

      Llamé a mi amigo, que ya sabía que yo había recibido el estudio, y le dije:

      –¿Por qué me lo daría a mí? Tú sabes mejor que nadie que no tengo ninguna conexión con él excepto esa media hora de charla.

      –Ni idea –dijo–. Lo vi un par de veces desde aquel día y nunca te mencionó, ni siquiera un “¿Cómo está tu amigo?”. No sé si lo sabes, figura en la reciente biografía suya que hizo J.-T. Christophe, pero era el único lugar donde escribía, aparte de su casa de campo, que donó al pueblo donde está ubicada para que sea usada como biblioteca pública, junto con el dinero suficiente para las reformas. En cuanto al estudio, nadie, en más de cuarenta años, ha entrado allí… además del propio Cochran, la señora de la limpieza que iba semana por medio a ordenar, y algún ocasional plomero o electricista en caso de que algo funcionara mal. Ni siquiera su mujer tenía permitido entrar. Tal vez tu trabajo le guste incluso más de lo que dijo aquel día, y entonces haya pensado que cederte el estudio que él ya no va a volver a usar, con todo pago además, te incentivaría a seguir escribiendo. Su mujer murió hace un par de años, como probablemente sepas. No por mano propia, como tu mujer, y ni cerca de ser tan joven como ella, aunque igual de enferma. Así que eso tal vez tenga algo que ver también.

      –Preferiría no hablar de eso –dije–. A propósito, ¿escribiste sobre él alguna vez? Nunca vi nada ni tú lo mencionaste.

      –No, jamás, y no solamente porque él no habría querido que lo hiciera. Se burlaba de los escritores que escribían memorias, especialmente de aquellos que lo incluían en las suyas, o que publicaban sus encuentros personales con él. No leía nunca esos textos, y se distanciaba de cualquiera que escribiese sobre él. ¿Tú?

      –¿Con ese único encuentro? No. Me lo guardé todo en mi cabeza. Pero déjame que te pregunte. ¿De qué hablaste con él esas últimas veces?

      –De diversas cosas. Deportes, artes visuales, poesía italiana moderna. Homero, Rabelais, Heine, Musil. La calle en la que vive. Lo que ha visto desde sus ventanas. Las palomas a las que alimentó en el alféizar. El buen escocés. De que en su próxima vida iba a convertirse en un serio avistador de aves, e incluso tal vez en guardabosques, o en encargado de una torre de vigilancia de incendios forestales. Del perro que tenía cuando era niño. Y cuando había bebido bastante, mucho sobre su hermana, quien también murió joven y a quien obviamente adoraba. ¿Dijo el abogado cómo podrías entrar en el estudio?

      –La portera del edificio.

      Fue la portera quien me dio las llaves. Era un edificio de aspecto corriente, sin ascensor. El estudio estaba en el tercer piso y yo mismo abrí la puerta. Era una habitación pequeña, de unos cuatro por cinco metros, con una piecita de algo menos de la mitad de esa medida, que tenía un inodoro pero sin una puerta de separación. El único mueble era un pupitre de escuela que estaba a la izquierda de la única ventana, una lámpara de pared frente al pupitre, una silla de cocina y una biblioteca hecha con ladrillos y tres tablas de madera que contenía unos quince libros. Uno era de mi amigo, el primero de los suyos, probablemente dedicado. Otro era una traducción al español de uno de los de Cochran. Los dos libros mayores de Rabelais en francés, en un solo volumen, y otros pocos libros, también en francés, de escritores sobre los que nunca había oído hablar, excepto por Gide. Me fijé si estaba dedicado, porque habría valido mucha plata, pero no. En las paredes, nada más que esa única lámpara. Había una máquina de escribir sobre el pupitre, sin funda. Encendí la lámpara de pared y me senté ante el pupitre. La silla era incómoda. Tendría que llevar un almohadón, pensé. La lámpara no daba mucha luz. Necesitaría una bombilla de mayor potencia y tal vez incluso una nueva lámpara de piso. La máquina de escribir era vieja, de las portátiles, el mismo modelo hecho en Italia que mi madre me regaló cuando me recibí en la universidad, y en la que escribí durante cinco años hasta que aparentemente mis dedos se pusieron demasiado gordos para las teclas y compré el modelo estándar hecho en suiza que utilizo hoy.

      Había una media resma de papel en el compartimiento debajo de la tapa del pupitre, el lugar donde un escolar pondría sus libros y su carpeta de hojas sueltas. Saqué algo de papel, lo puse encima del pupitre, que ahora dejaba poco lugar para cualquier otra cosa, puse dos hojas en el rodillo y escribí: “Es momento de que todos los hombres de buena voluntad vengan en ayuda o algo así”. El teclado de la máquina de escribir no funcionaba bien. Necesitaba una limpieza, tal vez una puesta a punto completa. La letra era inglesa. De todos modos, no estaba con ganas de escribir.

      Fui a la pieza. Al lado del inodoro, que más arriba tenía una de esas cisternas de agua con una cadena, había una mesada con un lavabo diminuto. También había algo con el aspecto de una mesita de noche, con un anafe de una sola hornalla, una cacerola y una tetera eléctrica encima, y un armario con unos seis repasadores apilados, limpios, algunos artículos de limpieza, un rollo de papel higiénico extra, dos tazas, dos platitos, dos cucharitas de té, un cuchillo de untar y un tenedor, un frasco de café instantáneo, una caja de saquitos de té, un sachet de mayonesa abierto, tres latas de atún y una de ensalada de frutas.

      Era una habitación lúgubre para escribir, pensé; deprimente. Los muebles raídos, el linóleo viejo en el piso, las paredes manchadas que habrían necesitado una mano urgente de pintura, y la vista, a través de aquella única ventana, de un horrible edificio mucho más alto del otro lado de un patio de

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