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seas idiota. No, préndela. Se da vuelta y con la mano derecha enciende su velador. ¿Estás listo para mirar? Piensa. Está mirando hacia el lado contrario del lado de ella en la cama. “Estoy listo para mirar”, dice. Se da vuelta y mira. Hay una almohada. La cuarta almohada, donde él la dejó anoche, la que no acomodó con las otras contra la pared para recostarse contra ellas mientras leía en la cama. Tal vez ella se haya caído de la cama y esté en el suelo. Eso pasó un par de veces. Una vez se rompió la nariz al caerse desde su lado de la cama. Sangró mucho; él la llevó volando a un hospital que estaba a un par de calles. Eso fue en Nueva York. Tuvieron que esperar dos horas hasta que la examinara un médico de guardia y la curara, y para entonces había dejado de sangrar. Después de eso ella tuvo un problema de ronquido por la noche. Les dijeron que solo se podía corregir con una operación en alguna parte de su nariz, que él no quería que ella se hiciera. “Demasiado arriesgado para algo tan menor”, dijo. “Y dado que soy yo el que se queda despierto de noche y que a ti el ronquido no parece incomodarte para nada, debería ser mi decisión. ¿Qué dices?”. Se apoya sobre su estómago y mira el suelo desde el borde del lado de ella. No está ahí. Hay una almohada, había olvidado que faltaba una, la que él quitó de su lado de la cama. Tal vez se haya levantado muy despacito y fue al baño sola, de alguna manera. No al baño de esta habitación –él la oiría, y habría visto la luz debajo de la puerta cuando su velador estaba apagado–, sino el baño de huéspedes en el pasillo saliendo de su cuarto. “¿Estás en el baño de huéspedes?”, dice, más alto de lo que estaba hablando antes. Escucha. Nada. Tal vez fue a la cocina a buscar algo. Agua. De la canilla de agua filtrada conectada en la pileta de la cocina. O tal vez tenía hambre y quería algo de comer. ¿De qué está hablando? Agua. Comida. Ridículo. Apaga la luz. Se pone sobre su lado izquierdo, cerca del borde de su lado de la cama, y alcanza la radio sobre su mesa de noche y la enciende. Están pasando una obra que ha oído en la radio unas cuantas veces, pero no sabe cómo se llama. Schubert. Tiene que ser. Música de cámara. ¿Uno de los cuartetos? Escribió quince. Quince. Él no los conoce todos, pero este sí. Incluso cree que fueron a escucharlo en Maine, en la sala de conciertos de cámara cerca de donde solían alojarse. “¿Volviste a la cama?”, dice, sin darse vuelta. “¿Te gusta esta música? ¿Te molestará para dormir? ¿Te estoy molestando ya con hablar? ¿Quieres acurrucarte otra vez? ¿Y luego quieres que deje la radio encendida? Si no, dilo y la apagaré. Debería apagarla. Nunca nos dormiremos si la dejo encendida. Schubert, uno de sus cuartetos, pero no sé cuál. Estoy casi seguro de que lo oímos en Maine una vez, hace unos cuantos veranos”. Escucha. Nada. Apaga la radio y se queda apoyado sobre su espalda. Estira una mano para alcanzar la de ella. A menudo se iban a dormir de esa manera, los dos sobre sus espaldas. A veces ella estiraba su mano hacia él para sujetar la suya en la cama. A veces él alzaba la mano de ella hasta sus labios, cuando estaban los dos sobre sus espaldas, y se la besaba. La dejará en paz. La dejará dormir o quedarse dormida. A la mañana le dirá, si ella sigue estando en la cama, que si se hubiera acurrucado contra ella un poco más de lo que lo hizo anoche, probablemente habría querido hacerle el amor. Ella podría decir algo como “¿Quieres hacer un intento ahora?”. No, eso no es de su estilo. Diría algo más como: “¿Estás interesado ahora?”. Él diría: “Sí. ¿Quieres que te saque la bombacha antes de empezar?”. “¿Quieres decir mi toalla?”, podría decir ella. “Lo que sea que lleves puesto”. “Claro”, diría ella. “Tendrás que hacerlo, tarde o temprano, ¿o no? No veo qué otra manera podría haber”. Él deslizaría su bombacha por sus piernas y sobre sus dedos. No. Desprendería las tiras a ambos lados de su toalla y la quitaría de debajo de ella, y la dejaría caer al piso aun si estuviese húmeda. No. Ella no lleva nada puesto ahí. Se fue a la cama sin nada puesto excepto el camisón. Él le levanta el camisón hasta el cuello. No. Se lo saca por encima de un brazo y después por encima del otro y luego se las arregla para pasarlo por encima de su cabeza sin lastimarle las orejas y lo deja caer al suelo. A veces incluso el borde de su camisón estaba húmedo, pero esta vez no. Ahora no lleva nada puesto. Él besa su hombro izquierdo, luego su pecho izquierdo. Ella tiene la cabeza sobre dos almohadas. Está acostada sobre su espalda. Las mantas los cubren a los dos. No. Ella está apoyada en su lado derecho. Él besa su hombro izquierdo, besa su espalda. Alza su pierna izquierda, la acaricia allá abajo un momento, y luego mete su pene. Qué maravillosa sensación, piensa. “Qué maravillosa sensación”, dice. “Ssshhhh”, dice ella. “¿Qué?”, dice él. Pero no seas idiota, piensa. Tal vez fue un ruido que hizo la cama, o el gato. Se acomoda boca arriba, tira de las mantas hasta su cuello y cierra los ojos. Duérmete, piensa. “Duérmete”, dice. “Duerme. Duerme”.
COCHRAN
Un amigo me dijo:
–¿Te gustaría conocer a Cochran?
–Seguro, ¿qué escritor no querría conocerlo? ¿Pero qué podría decirle?
–No tienes que decir nada. Mayormente será él quien se haga cargo de la charla. Si hay silencios, incluso uno largo, que lo haya, pero enseguida él o yo diremos algo, o la visita habrá concluido. Ya está, voy a llamarlo. Estoy seguro de que le gustará conocerte.
–¿Por qué le gustaría?
–Porque eres mi amigo y eres escritor.
Llamó a Cochran desde una cabina telefónica. Cochran le dijo que se encontraran en el bar debajo del edificio donde vive. Fuimos. Cochran no estaba. Pedimos una copa de vino para cada uno y esperamos.
–Me sorprende –dijo mi amigo–. Normalmente es tan puntual.
–Tal vez se refería a otro día, o a otra hora.
–No, muy específicamente me dijo que nos encontraría en este bar dentro de veinte minutos, y que por favor no llegáramos tarde. Además, solo podía concedernos media hora.
–Eso es mejor que nada. De hecho, es algo que yo nunca habría esperado. Sabía que lo conocías pero no sabía qué tan bien, y no te lo quería preguntar porque no quería que creyeras que te estaba empujando a organizar un encuentro. ¿De dónde lo conoces?
–Oh, yo siempre ando merodeando.
Cochran entró justo en ese momento en el bar, pero por la entrada de la calle, no por la que daba al edificio. Me tendió la mano y dijo:
–Cochran. Es un placer conocerlo, señor. He sido admirador de su obra desde hace largo tiempo.
–Por favor, seguro que no ha leído mi trabajo. Apenas si tiene circulación, y es tan poca cosa.
–Créame, hijo. Lo he leído. Bueno, ¿qué están bebiendo, muchachos? ¿Vino? Tomaré uno de esos.
Pidió una copa de vino blanco para él, otra vuelta para nosotros y algo de comer para todos.
–Prueben esto –dijo–. Está delicioso.
–¿Qué es? –dije–. No lo reconozco. Solo pregunto porque si es camarón o cualquier cosa de la familia del camarón, langostinos por ejemplo, tengo alergia a todo eso.
–Son camarones –dijo–. Seguro que no los reconoce porque los han pelado. A mí también me engañaron la primera vez. Pediré otra cosa para usted.
–Realmente no tengo hambre.
–Insisto. Usted es joven; tiene que comer.
Pidió otra cosa. Pero le habló tan rápido al mozo que otra vez no pude descubrir qué era.
–No lleva nada de carne –me dijo–, así que no corre peligro. Ahora hablemos de su trabajo mientras tomamos otra copa. Al menos yo la tomaré; se pueden quedar todo el tiempo que quieran y beber lo que gusten, yo invito. El mozo lo pondrá en mi cuenta.
Siguió hablando y hablando sobre mi trabajo. Lo que le gustaba, lo que no le parecía particularmente trabajado, pero que podría arreglarse sin dificultad porque era demasiado bueno como para abandonarlo; lo que le parecía original. Era obvio que había leído mis dos libros, o buena parte de cada uno de ellos.
–¿Puedo decirle lo que pienso de su ficción, ahora? –le dije–. En particular
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