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estaba casi lleno. Si no hubiesen tenido las placas de discapacidad no habrían conseguido lugar. “Buena señal”, dijo él. Miró el menú, le gustó lo que vio, volvió para sacarla de la camioneta y entraron. Era un lugar enorme –probablemente tuvieran capacidad para ciento cincuenta comensales a la vez– con una amplia recepción donde esperaron que los llamaran a su mesa. Estuvo colmado cada vez que comieron allí, y siempre tuvieron que esperar un cuarto de hora o más, lo que no les molestaba. En la recepción había varias mesas de bufé, una con cócteles de camarón y croquetas de cangrejo, otra con varias clases de ostras en sus valvas, recién desbulladas, y una tercera con martinis y manhattans. Ella adoraba las ostras, acaso más que cualquier otra comida. Aunque no entendía cómo alguien podía comerlas crudas, a él, fritas, le gustaban. Se sirvió media docena de ostras para ella y un martini para él, y se sentaron junto a una mesita auxiliar, o eso parecía, y ella comió y él bebió. “¿Seguro que no quieres una?”, dijo ella: “cinco son suficientes para mí”. “Definitivamente”, dijo él, “¿quieres un trago de mi martini? Está delicioso; simplemente, la mezcla justa”. “Sabes que odio su sabor”. “Pensé que debía ofrecerte, y lo mismo me pasa a mí con tus ostras. ¿Qué tal están?”. “Las mejores que comí jamás”. Después de tragar cada una –antes, él debía exprimir una rodaja de limón sobre cada ostra y acercársela con ese tenedor pequeño que te dan para eso, sosteniendo la concha por debajo, hasta que estuviese dentro de su boca–, ella tenía una gran sonrisa casi arrebatada y decía “Ummm… ummm…”, y tal vez, después de la segunda o tercera ostra: “No sabes lo que te estás perdiendo”. “Sé lo que me estoy perdiendo y no lo lamento. ¿Alguna vez te conté de cuando me comí una ostra cruda entera, en el restaurante de pescado de Oscar, en la Tercera Avenida, y toda la noche pensé que me iba a morir envenenado? Mucho antes de que nos conociéramos. Diez años antes tal vez. Mi padre estaba en el hospital –el Mont Sinai– y mi madre y una de mis hermanas y yo acabábamos de volver de visitarlo”. “No entres en más detalles sobre eso. No quiero arruinar mis ostras. Sobreviviste. Agradezco poder decirlo. Y no porque no habríamos venido aquí y yo no estaría disfrutando tanto de estas ostras hoy. ¿De qué clase dijo que eran, el embullador?”. “Algún nombre indígena local. Un montón de sílabas, muchísimas vocales. Pero está bien, no diré nada más sobre mi mala ostra. Come. Disfruta. Para eso estamos aquí”. Así que era esa sonrisa de deleite total, que ella siempre tenía mientras comía ostras en ese restaurante –del nombre tampoco se acuerda, pero piensa que podría encontrarlo en internet si quisiera–, lo que hacía que el viaje valiera la pena para él. Los ummmms. El aire de completa satisfacción. Que estuviera tan feliz, sentada en su silla de ruedas en la recepción, sonriendo después de que le diese de comer cada ostra, y él diciendo: “Me alegra tanto que lo disfrutes. Mucho, realmente. A veces me parece que solo vivo para hacer que disfrutes cosas y seas feliz”. “Eres muy dulce”, dijo ella un par de veces, después de oírle decir eso. “Y tú eres hermosa”, dijo él la primera vez. “Sé que se supone que las ostras, y no puedo asegurarte que suscriba esa noción, son afrodisíacas, pero soy la única que las está comiendo. ¿Seguro de que no te gustaría comer la última?”. “Ni lo pienso. Y no la necesitaré, si eso es lo que quisiste decir. ¿Quieres que esa sea la última, o busco media docena más, tal vez de alguna otra clase?”. “Seis es más que suficiente para mí. Nos espera toda una comida. Y después de ver lo que hacen con las ostras, estoy segura de que la cena será grandiosa. Mañana. Tal vez mañana deberíamos venir a cenar otra vez aquí. Y pasar un rato en esta área de espera, aunque nos digan que nuestra mesa ya está lista, y tú tomarás tu martini y yo mis ostras. Y la próxima vez que vengamos a Cape May a ver los pájaros –y debemos volver: la estamos pasando demasiado bien–, vendremos de nuevo aquí y nos serviremos las mismas cosas. O yo probaré tres ostras de una clase y tres de otra, y tal vez tu pruebes uno de sus manhattans”. “Me parece bien. Me gustan los dos, ¿y por qué ir a alguna otra parte? Este lugar es lo mejor que hay, y me encanta esta sala, y mirar a las demás personas que esperan, y todo lo que hay alrededor. Las cosas que tienen en las paredes. Tu embullador personal. Todo”. “¿Y el martini es así de bueno, también?”. “Me tomaría otro”, dijo él. “Por lo rápido que lo despaché –y la copa es tan grande, además–, puedes darte cuenta de lo mucho que me gustó, pero quiero tomar vino con la comida y poder manejar de vuelta al motel”. “Ojalá yo todavía pudiese manejar. Entonces podrías beber todo lo que quisieras”. “No te preocupes por eso”, y levantó el tenedor para ostras y ella sonrió y asintió, y él le dio la última ostra. Después le tomó la mano y con la otra bebió lo que le quedaba del martini, y dijo: “Cape May es un lugar genial. Quiero decir, todavía no hemos visto mucho, pero la verdad es que parece serlo. Aunque si no fuera por este restaurante, no sé”. “Me alegro de que me guste tanto observar aves y de haber propuesto venir aquí”, dijo ella. Así que fueron a Cape May otras dos veces. La última vez, ella renunció a llevar los binoculares. Tampoco llevaron la rampa portátil. Descubrieron que no la necesitaban. Fueron a cenar al mismo restaurante todas las veces. Con eso suman seis las veces que esperaron en la recepción. Ella siempre pidió media docena de ostras en su valva, a veces tres de dos clases diferentes y otras veces todas de la misma clase. Él una vez tomó un manhattan, pero no le gustó cómo lo habían preparado. Demasiado dulce. Las otras veces tomó siempre un martini, puro con una aceituna y cáscara de limón, y hecho con la mejor ginebra inglesa que tuvieran, o con vodka ruso o sueco. Algo así como un año después de la última vez que fueron, él le dijo: “¿Te gustaría ir un par de días a Cape May el mes que viene?”. Ella respondió: “Tal vez tendríamos que abstenernos esta vez. Siempre hacemos lo mismo, vamos al mismo lugar, así que mejor probemos algo diferente, o algún lugar al que no hayamos ido en mucho tiempo”. “Ah, pero ese restaurante, del que siempre me olvido el nombre. Cómo lo extrañaría. A esta altura lo encontraríamos con los ojos cerrados, y no tenemos que hacer una reservación, porque la verdad es que nos gusta esperar en esa recepción hasta que se libere una mesa”. “Es un lugar maravilloso”, dijo ella, “pero deberíamos ir a Chincoteague al menos una vez, y cenar en ese restaurante de pescado sobre el mar, que siempre nos gustaba. El que está conectado con una tienda de conchas marinas. Y podemos hacer una o dos escapadas a la reserva natural del parque nacional, y ver los pájaros ahí. Probablemente tengan los mismos pájaros que en la playa de Cape May; parte de la misma ruta migratoria, ¿no?”. “De acuerdo”, dijo él. “Llegar nos llevará más o menos el mismo tiempo, tal vez un poquito más, pero el camino es igual de fácil, ¿y el observatorio de aves de Blackwater no queda de camino? El restaurante que mencionaste no es tan bueno como el de Cape May, ni es tan divertido ir. Pero tienes razón. Hace bastante tiempo que no vamos a Chincoteague, y siempre la pasábamos bien ahí. Tal vez, desde la última vez que estuvimos, haya en la ciudad un lugar nuevo para comer mariscos, mejor que aquel al que solíamos ir, y que tenga ostras que te resulten tan deliciosas como las que preparan en el de Cape May”. “Tal vez”, dijo ella. “Las ostras de Chincoteague. Las del restaurante de Cape May eran casi mis favoritas, pero ningún local de ostras estaba en plena temporada las veces que fuimos a Chincoteague”. “Entonces es lo que haremos, el mes que viene, durante un fin de semana, o dos días en medio de la semana, en el motel más cercano al mar… el Retreat o algo así, me parece que se llamaba. Ese con la piscina cubierta calefaccionada que me gustaba bastante, e instalaciones aptas para discapacitados, casi tan buenas como las que tenía el motel horrible de Cape May. Pero me parece que se llama The Refuge, no Retreat. Tendría sentido, en esa área, para un motel tan cercano al refugio de vida silvestre del Parque Nacional. The Refuge Inn; así se llama exactamente. Ahora ya sé lo que tengo que buscar cuando haga la reservación”. Pero ella estuvo muy enferma el mes siguiente, y también muy enferma algunas veces durante el siguiente año, y no fueron nunca.
SOLO
Maneja de vuelta de un almuerzo en casa de una pareja. Había varios otros invitados. Todos habían ido con sus parejas. Había una mujer que fue sola porque su esposo, médico, tenía que hacer algún trabajo en el hospital. Así que estaba solo, ahí. Su esposa está muerta. Él miraba a las parejas y pensaba: cada persona tiene alguien con quien volver o a quien encontrar en casa, menos él. ¿Todavía no se acostumbró? No, no se acostumbró. No le gusta volver a casa solo. Estar solo en casa. Ir a estos almuerzos
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