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decirlo, y con evitar que la historia resulte aburrida, pesadamente escrita y demasiado explicativa. En otras palabras, una historia que yo no tendría ganas de leer. Hasta aquí, ha sido como un encuentro de lucha libre. La historia lucha conmigo y yo lucho con ella. A veces pienso que me tiene en sus manos y otras veces pienso que yo la tengo en las mías. Finalmente lo que quiero hacer es sujetarla contra la lona en lugar de que ella me sujete a mí. Ya me ha ocurrido antes pelear así con una historia, pero nunca por tanto tiempo, y siempre gané yo. Pero basta con esta analogía de lucha. En todo caso, probablemente la haya usado de modo incorrecto. Esto es lo que tengo hasta ahora: el comienzo. Quiero seguir con lo que viene después de lo que ya escribí.

      Hay una iglesia episcopal cruzando la calle directamente en frente de su casa. (En algunas versiones es “…justo en frente de su casa…”, y en otras, “…en frente de su casa…”. Cuando copio una página, aun después de cincuenta veces, siempre cambio una palabra o dos, o incluso una línea. Pero ya no voy a frenar la historia hasta que llegue al lugar donde dejé).

      Hay una iglesia episcopal justo en frente de su casa. Cada tarde entre las cinco y las seis, él da un paseo por su barrio y casi siempre termina sentado en un banco delante de la iglesia. Hay cuatro bancos ahí, distribuidos en diversos lugares frente a la iglesia, y cada uno mira en una dirección diferente. Se ha sentado al menos una vez en cada uno de ellos, y prefiere aquel que mira hacia la calle que corre paralela a la iglesia. No la calle donde está su casa, sino la perpendicular a ella. Le gusta más ese banco porque a la tarde recibe más sol, y porque hay mucho más para ver desde allí. Por lo general, a esos paseos, se lleva consigo un libro y lee durante una media hora sentado en el banco, si el tiempo lo permite. En fin, si llueve mucho, no sale de paseo. En cambio si está nevando, o si es solo una lluvia ligera, camina pero sin llevarse consigo un libro, y sin terminar por sentarse en uno de los bancos. Estarían demasiado mojados para sentarse. Cualquiera de los bancos. Ninguno de ellos está protegido por un árbol. Si sabe que para el momento en que llegue a sentarse en el banco no habrá suficiente luz para leer o si ya está oscuro en el momento en que sale, no se lleva consigo un libro, aunque aun así podría llegar a sentarse en el banco durante unos pocos minutos. Pero si está cansado de la caminata o le duele la zona de las lumbares, cosa que le ocurre mucho cuando va terminando su caminata, se sienta más tiempo y tan solo piensa en diversas cosas –un sueño de la noche anterior y lo que podría significar, un cuento en el que ha estado trabajando– o simplemente deja vagar su mente. Incluso ha cabeceado un poco, alguna que otra vez en el banco, pero solo cuando ya estaba oscuro.

      Así que terminó su caminata y está sentado en el que ha comenzado a llamar, en su conversación telefónica diaria con sus hijas, su banco.

      “¿Qué he hecho hoy?”, siempre habla con ellas de noche, más o menos una hora después de su caminata. “Escribí y fue a la YMCA, por supuesto, y di un paseo y me senté en mi banco a leer”. Estamos a comienzos de abril, alrededor de las seis y media, un poquito fresco. La hora de verano empezó hace una semana. Hay sol pero se está escondiendo. Los cerezos alrededor de la iglesia están en flor… un poco pronto, ¿pero qué puede saber él de eso? Ningún auto en el pequeño estacionamiento de la iglesia que también está en frente del banco, y nada de gente alrededor, como suele ocurrir a esta hora por aquí. Oye voces de niños, lejos en alguna parte, y de vez en cuando pasa un auto o una camioneta. Pero más o menos eso es todo, en materia de ruidos y distracciones. Ah, también pasaron un hombre haciendo jogging y una mujer que paseaba dos perros, pero eso es todo, o todo lo que vio. Así que: un sitio tranquilo donde sentarse y pensar o leer. Esta vez trajo consigo un libro: una breve biografía de Máximo Gorki, uno de los más o menos cien libros sobre literatura rusa que su esposa tenía en su estudio y que todavía están ahí. Pero ya no le interesa seguir leyéndolo, después de haber leído las primeras treinta páginas, anoche en la cama. ¿Entonces, por qué lo trajo a su paseo? Estaba sobre el secarropas junto a la puerta de la cocina que da al exterior, donde él lo dejó esta mañana; no había decidido qué libro iba a leer a continuación, así que simplemente lo agarró antes de salir de la casa. Lo apoya sobre el banco, junto a él. Cuando llegue a casa lo pondrá en la biblioteca de donde lo sacó. De modo que nada que leer, en realidad, y entonces cierra los ojos. Ve qué viene, se dice. No viene nada. Solo letras y números que rebotan alrededor de su cabeza, luego una línea vertical que se mueve de derecha a izquierda, de derecha a izquierda, después destellos, como relámpagos, pero no sabe qué son. Tal vez relámpagos. Abre los ojos y mira el cielo, y después las dos casas cruzando la calle, y se encuentra a sí mismo tarareando algo, una y otra vez, durante un par de minutos. El “Liebesträum” de Liszt. Solo el comienzo. No conoce el resto de la obra. ¿Por qué lo está tarareando, y por qué ahora? En fin, no tiene nada más que hacer. No, debe haber alguna razón mejor. No viene así de la nada. Seguro, es una hermosa pieza musical cuando es tocada en piano –no con los sonidos bucales que él estuvo haciendo– o incluso en chelo, es decir: él una vez la escuchó tocada en chelo en un concierto, pero hace mucho de eso. Antes de conocer a su esposa. ¿Ella la tocaba en el piano? No lo cree. O tal vez sí –conocía montones de obras para piano–, pero nunca la tocaba cuando él andaba por ahí. Y si ella tocaba algo… bueno, estaba por decir que la practicaba hasta poder tocarla sin leer la partitura, y para entonces él también llegaba a saberla más o menos de memoria. Pero eso no tiene el sentido que él querría que tuviera: explicar por qué él habría debido oírla tocar esa pieza, si es que la tocaba.

      Entonces se acuerda. Esther, una concertista de piano que por esa época era además la profesora de piano de su esposa, tocó el tercer “Liebesträume” completo, ese que él estaba tarareando, en el living del departamento de ellos en Nueva York, antes de que empezara la ceremonia nupcial. Para calentar las manos, o tal vez a fin de preparar a los invitados para la ceremonia. Después inició su interpretación de la “Marcha nupcial” de Mendelssohn, que fue la señal para que su esposa caminara lentamente desde el dormitorio con su dama de honor, y se parara al lado de él frente al rabino para la ceremonia. Él se largó a llorar inmediatamente después de que el rabino los declarara marido y mujer, el rabino y varios invitados le dijeron “Besa a la novia, besa a la novia”, y se secó las mejillas y los ojos con su pañuelo, y la besó y pensó que ese era el momento más feliz de su vida. Y lo fue y lo siguió siendo durante más o menos ocho meses, hasta que el momento más feliz de su vida ocurrió en la sala de partos de un hospital de Baltimore cuando su esposa dio a luz a su primera hija.

      Aquí es donde siempre me bloqueo. Sé adónde quiero llegar desde ese punto, pero parece que sencillamente no puedo llegar hasta ahí o avanzar siquiera un poco. Un par de veces pensé que tal vez debería tirar a la basura la primera persona y hacer todo en tercera, y que eso me ayudaría. Y enseguida siempre pienso no, no ayudará, así que no lo hagas. Apégate a la tercera; suena bien, y eso es en lo que debes confiar. Quiero que explique por qué el momento en que nació su primera hija se convirtió en el más feliz de su vida, y el momento en que fueron declarados marido y mujer descendió un peldaño hasta el puesto de segundo momento más feliz. Y después dar brevemente el tercer momento más feliz, y tal vez por qué lo fue. Y luego el cuarto, y así sucesivamente, hasta el noveno o décimo, y que toda la última parte lleve no más de tres o cuatro páginas, y eso sería todo, a menos que de aquí hasta entonces aparezca algo más que venga a convertirse en el final.

      Lo que yo tenía en mente era algo como esto: El nacimiento de su primera hija se convirtió en el momento más feliz de su vida por una cantidad de razones, y con “momento” quiere decir momentos, horas, incluso el día. Había querido un hijo durante unos quince años. Embarazó a tres mujeres en todo ese tiempo, pero ninguna de ellas quería casarse con él ni tener al bebé. Todas pensaban que él sería un buen padre pero que nunca ganaría suficiente dinero para mantener a una familia, y se hicieron abortos. Más importante era que en el hospital, su esposa estaba teniendo un problema en el parto. Hacía más de treinta horas que había entrado en trabajo de parto, y aquello se había vuelto extremadamente molesto, agotador y doloroso para ella. Lo más importante de todo: su obstetra –“Doctora Martha”, quería que la llamaran– dijo que la respiración de la bebé estaba en peligro después de un parto tan largo y debido a la posición en el canal de parto donde estaba frenada –su cabeza, o tal vez era su hombro, se había atorado allí–, y que iba a hacer un último

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