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que hizo de aquel el momento más feliz de su vida, cosa que sigue siendo después de casi treinta años.

      Su tercer momento más feliz fue cuando nació su segunda hija. No está seguro de por qué no es su segundo momento más feliz, pero no lo es. Es solo un sentimiento que tiene. El nacimiento no implicaba ninguna ansiedad o alivio porque no había ninguna dificultad en el parto. Ella sintió algo en casa, tranquilamente le dijo “Me parece que ya empezó”, fueron con toda calma en el auto hasta el hospital, pensando que tenían muchísimo tiempo, y ella tuvo a la bebé en menos de dos horas en total, desde el momento en que sintió que empezaba hasta que aparecieron la cabeza y los hombros. “Ese es el parto más rápido que alguien puede llegar a tener”, dijo la doctora Martha, “a menos que no haya trabajo y que la bolsa ya esté rota sin que nadie se dé cuenta, y la madre dé a luz cuando está preparando la cena en casa o mientras es llevada al hospital”.

      Su cuarto momento más feliz ocurrió durante el primer día de su luna de miel de dos días en un hostal en Connecticut, cuando el test de embarazo que llevaron consigo dio positivo. Ella gritó y chilló y dijo: “Perdón, esto es tan impropio de mí, ¿y qué van a pensar los otros huéspedes? Pero ¿no estás igual de feliz?”. “Por supuesto, ¿qué te piensas?”, y se abrazaron y se besaron y bailaron por toda la habitación, y después bajaron al bar y compartieron una botellita de champán. “Mi último trago hasta que llegue nuestro corazoncito”, dijo ella, y él: “¿Por qué? Puedes tomar un poco durante un par de meses”. “¿Después de dos abortos naturales con mi primer marido? No. Voy a ser extra-ultra-cautelosa. En el futuro, puedes tomarte mi copa si alguien llega a servirme una”.

      Su quinto momento más feliz fue en enero de 1965, cuando The Atlantic Monthly aceptó un cuento suyo, veinte años y un mes antes de que naciera su segunda hija. Él tenía una beca de escritura en California, acababa de volver de pasar un mes con su familia en Nueva York. Lo esperaba un montón de correspondencia. Hasta entonces solo dos cuentos suyos habían sido publicados, o más bien uno publicado y otro aceptado, los dos en revistas pequeñas. Rechazo, rechazo, rechazo, pudo ver por el grosor de cada uno de los sobres de papel manila de 24 x 30 que él había enviado con los cuentos. Abrió el sobre tamaño carta de The Atlantic Monthly, asumiendo que no se habían molestado en devolverle el cuento junto con su nota de rechazo en el sobre de franqueo pagado como habían hecho los otros. Adentro había una carta de aceptación de un editor, con una disculpa por haber retenido tanto tiempo el cuento. Gritó “Oh Dios mío; no puedo creerlo. Aceptaron mi cuento”, y golpeó la puerta del estudiante de ciencias políticas que vivía en la habitación vecina a la suya. “Perdona; ¿te desperté? Pero tengo que decirte esto. The Atlantic Monthly ha aceptado un cuento mío, me van a dar seiscientos dólares por él. Tenemos que salir a celebrarlo, yo invito”.

      El sexto momento más feliz fue nueve años después. Estaba subiendo las escaleras de su departamento en Nueva York con una mujer a la que había conocido recientemente. Para entonces –quince años después de que empezara a escribir– había publicado nueve cuentos, escrito unos ciento cincuenta, pero ningún libro todavía. “Otro rechazo de Harper’s”, comentó. Ella estaba frente a él y dijo: “Yo no soy escritora, pero supongo que es lo esperable en estos casos”. “Veamos lo que tienen para decir. Siempre sirve para reírse un poco”. Abrió el mismo sobre en el que había enviado su cuento. “¿Qué es esto?”, dijo. Sacó las galeras del cuento, una carta del editor a quien lo había dirigido y un cheque por mil dólares. El editor había escrito: “Soy consciente de que debe resultarle inusual recibir las galeras de su cuento junto con la carta de aceptación. Pero queremos imprimirlo lo antes posible, y hay espacio para él en el número siguiente al que está por salir. Tratamos de llamarlo, pero o no figura en guía o es uno de los pocos escritores de Nueva York que no tienen teléfono”. Eso era verdad. No tenía. Demasiado caro. Y el repentino sonido del teléfono en el pequeño departamento donde tenía su estudio, cuando estaba metido en su escritura, siempre lo sobresaltaba, así que había hecho retirar el teléfono. “Esto es una locura”, dijo. “Harper’s lo aceptó, en lugar de rechazarlo. Y a cambio de más dinero del que nunca he ganado con la escritura”, se puso a agitar el cheque en el aire. Estaban en el descanso del último piso y ella dijo: “Déjeme estrecharle la mano, señor”, y le pellizcó la nariz.

      ¿El séptimo momento más feliz? Probablemente en 1961, cuando una mujer, que lo había plantado dos años atrás y con la que luego, tres meses más tarde, habían empezado a verse otra vez, dijo que había llegado a una decisión con respecto a su propuesta de matrimonio. Estaban en el lavadero del edificio donde los padres de él tenían su departamento. Habían bajado para recuperar la ropa limpia de uno de los lavarropas y meterla en el secarropas. “¿Entonces?”, dijo él, y ella: “De acuerdo, me casaré contigo”. “¿Lo harás?”. “Bueno, siempre y cuando sigas queriendo pasar por eso”. “¿Que si quiero? Mírame. Estoy en un éxtasis delirante. En un delirio extático. No sé cómo estoy, excepto mareado de felicidad. Te quiero”, y la besó y metieron la ropa limpia en el secarropas y tomaron el ascensor para volver al departamento de sus padres, y les dijeron a ellos y a su hermana y a su hermano que acababan de comprometerse. Ella rompió el compromiso medio año después, a pocas semanas de la fecha en que iban a casarse, en la casa de veraneo de sus padres en Fire Island. Una casa vieja, grande, directamente sobre el océano. El padre era dramaturgo, la madre actriz, como su novia.

      ¿El octavo? Tal vez cuando lo llamó una editora para decirle que aceptaba su primer libro. Fue en el 76. Estaba feliz pero no en éxtasis. Venía tratando de que le publicara una colección de cuentos o una de sus novelas desde hacía unos cinco años. Pero se trataba de una editorial muy pequeña, ningún adelanto, habría una primera impresión de quinientos ejemplares y probablemente escasas chances de obtener alguna reseña o una cierta atención. Así que tal vez ese haya sido su noveno momento más feliz, y el octavo, cuando un editor importante aceptó su siguiente novela, y con un adelanto suficiente como para que pudiera vivir todo un año, si vivía frugalmente. Pero una vez más, no fue una gran felicidad cuando el editor lo llamó para darle la noticia, dado que la novela había sido aceptada en base a las primeras sesenta páginas, que es lo que él había enviado: el resto aún había que escribirlo.

      El décimo ocurrió también cuando vivía en Nueva York y no tenía teléfono. 1974. El mismo año en que lo aceptó Harper’s, pero unos meses después. Había bajado de su departamento para salir a correr por Central Park. El cartero, a quien conocía por su nombre –Jeff– estaba en el vestíbulo del edificio, echando correspondencia en los buzones de los inquilinos. Extrajo una carta de su buzón y se la dio. Era del National Endowment for the Arts. Ya lo habían rechazado dos años seguidos para una beca de escritura, así que esperaba volver a ser rechazado. Abrió el sobre. “Dios”, dijo. “Gané un subsidio NEA.” “¿Qué es eso?”, dijo Jeff. Él se lo explicó. “Pero dice que es por quinientos dólares”. “¿Y eso qué?, quinientos no son como para hacerles asco”, dijo Jeff. “Pero yo creí que todos los subsidios que daban eran por cinco mil”. “Ahí sí, cinco mil realmente son algo, para que te caigan así sobre el regazo. ¿Merezco algo por entregar la noticia?”. Poco después fue hasta la tienda de dulces de la esquina, consiguió mucho cambio y discó el número de la NEA desde una cabina que tenían allí. La mujer que le dijeron que sabría responderle, con la que finalmente consiguió hablar, dijo: “Eso es extraño. No tenemos ningún subsidio de quinientos dólares. Déjeme que me fije y lo llamaré”. “No tengo teléfono”, dijo él. “Entonces tendrá que quedarse en línea mientras verifico”. Volvió unos diez minutos más tarde y dijo: “¿Todavía está ahí? Tenía razón. A su carta de notificación le faltaba un cero”. “¿Entonces el subsidio es por cinco mil?”. “En una semana debería estar recibiendo un duplicado de la carta que recibió hoy, con la diferencia de que la cifra va a estar corregida”. “¿Cuándo puedo empezar a recibir el dinero?”, y ella dijo: “Después del duplicado recibirá otra carta con algunos formularios que deberá llenar”. “¿Puedo recibir el dinero todo junto, o lo distribuyen a lo largo del año?”, y ella dijo: “Todo estará explicado en las instrucciones que acompañan los formularios. Pero para responder a su pregunta, sí”. “¿Todo junto?”. “Si así lo quiere”. “¡Bien!”, dijo él,

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