Скачать книгу

que todo este estudio, solo para escribir. Y esas dos habitaciones y la kitchenette y el baño tienen vista a un lindo parquecito, y con ventanas grandes y dobles, salvo por la del baño, que es de las que empujas hacia fuera en lugar de hacia arriba o abajo, como la que hay en este.

      Bajé.

      –No estaré usando estas llaves –le dije a la portera–. No voy a seguir viniendo. Fue muy amable de parte del señor Cochran –todo esto lo dije en francés– dejarme su estudio, y con los gastos de mantenimiento cubiertos por cinco años. Pero no es un lugar muy bueno para que yo escriba. Sin duda fue bueno para el señor Cochran, pero lo que digo es que no lo es para mí. Estoy muy consciente también del gran honor que el señor Cochran me hizo al dejarme permanentemente esta habitación para escribir, algo muy generoso de su parte. Si ve al señor Cochran, por favor dígale lo que acabo de decirle. Y por favor, transmítale mis mejores deseos y mi más profundo agradecimiento.

      –Se sentirá desilusionado y triste porque a usted no le gustó su habitación –dijo la portera–. Era muy especial para él. Venía casi todos los días y se quedaba muchas horas, y allí escribió obra maestra tras obra maestra. Uno siempre puede oír su máquina de escribir haciendo click, click, click.

      –Por favor no le diga que no me gustó su habitación. No ha sido eso. Es un buen lugar para escribir. Pocas distracciones y muy tranquilo, lo cual es perfecto para un escritor. Tal vez decida darse de alta él mismo del hogar de ancianos donde está, y regrese a su habitación allá arriba a escribir.

      –No creo que vaya a regresar con nosotros. Tampoco creo que yo tenga oportunidad de decirle nada de lo que usted ha dicho.

      –¿Tan enfermo está?

      –Es lo que he oído decir. ¿Ahora qué voy a hacer con la habitación? Es de usted. Vi los papeles legales. Podría venderla, si usted quisiera, y hacerse de un buen dinero. De pronto este vecindario se está volviendo muy codiciado. El precio de un departamento, apenas un estudio de un solo cuarto como el suyo, aumenta todos los días. Y el señor Cochran tiene una reputación tan enorme.

      –Realmente no creo que me pertenezca como para venderlo –dije–. Me lo dio para que escribiera, no para que lo convirtiera en dinero. Así que haga lo que quiera con él. Déselo a otro escritor. O guárdelo para el señor Cochran en caso de que su salud mejore y decida regresar, que es lo que yo le deseo.

      –No conozco a otros escritores –dijo la portera.

      –Esta ciudad está llena de ellos, de muchos países. O el abogado que manejó los papeles legales… él sabrá qué hacer. O la sobrina del señor Cochran. Probablemente lo reciba ella. Pero yo no quiero tener nada que ver. Pienso que es la posición más honorable que puedo asumir.

      Salí del edificio, llamé a mi amigo para ver si estaba interesado en el estudio, pero su compañero de departamento dijo que repentinamente había tenido que volar a Cape Town, su ciudad, y no volvería hasta dentro de un mes. Así que tal vez debería venderlo, pensé. Pero eso estaría mal, y yo no quería tomarme las molestias del caso, y estaba satisfecho con lo que ya tenía. Al abogado y la portera y la sobrina de Cochran ya se les ocurriría qué hacer con el estudio. No era asunto mío y acaso todo fuese un error. Cochran solo me vio una vez durante apenas media hora. No tenía ningún sentido. ¿Quién sabe?, pensé. Pudo estar borracho cuando estableció la cesión de aquel lugar a nombre mío, o bien me confundió con otra persona.

      Iba a parar en algún sitio a tomar un café. Pero tuve una idea para un cuento y volví a mi departamento a escribirlo. El cuento no tenía nada que ver con el estudio y no era sobre mi media hora con Cochran. Trataba más que nada sobre cómo había conocido a mi esposa diez años antes. Fue en el hall de un cine de arte en Nueva York. El día de Año Nuevo, la primera función de la tarde. Probablemente signifique que es soltera, pensé, y sin ataduras. Los dos hacíamos la fila para entrar. Ella estaba delante de mí, leyendo un libro en francés. Tenía una linda cara y un aire inteligente y me gustó que estuviese leyendo un libro grueso en francés mientras esperaba para ver lo que yo suponía una película compleja y rebuscada. Pensé en algo para iniciar una conversación y dije: “Excusez-moi, mademoiselle… de acuerdo, dejo de fingir. Mi francés es abominable. Así que otra vez disculpas, no quiero distraerla de su lectura, ¿pero cuál es el título en inglés de ese libro? Me resulta familiar”. Ella me dijo el título en inglés. “Seguro, ahora lo reconozco”, dije, “y usted es estadounidense. Un escritor interesante. Es escocés, pero vivió en Francia desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y es casi tan conocido por sus cuentos como por sus novelas. Y desde hace muchos años escribe solamente en francés y traduce toda su obra al inglés. Grande en Europa pero no tanto en Estados Unidos, ni siquiera en Escocia”. “Exacto”, dijo ella. “Podría usted pasar a ser el primero de la clase”. “Disculpe. Supongo que soné un poquito pedante, sobre todo considerando que apenas he leído cinco páginas de uno de sus libros”. “No, no”, dijo ella. “Sabe usted mucho más sobre él que la mayoría de la gente, lo cual es una vergüenza. Es un autor que merece tener un público mucho más amplio aquí”. “¿Puedo preguntar si lo está leyendo por razones académicas o por placer, o las dos cosas tal vez?”. “Las dos cosas”, dijo. “Así que está haciendo un doctorado en literatura francesa, y Maitland Cochran es uno de los escritores, o tal vez el principal, sobre quien prepara su tesis…”, y ella dijo: “No, es solo para un curso. Aunque podría terminar por hacer mi tesis sobre algún aspecto de su obra. Incluso su poesía. Hay más territorio virgen, en ese sentido. Y es tan buena como su ficción, y ni un solo poema suyo ha sido publicado aquí ni en ningún otro lugar que Francia. Todavía tengo tiempo para decidirlo”. “Por todo lo que oí decir a gente que leyó su ficción, y también por ese par de hojeadas que yo mismo les di a uno o dos de sus libros… en inglés, por supuesto. Nunca se me habría ocurrido leerlo en francés, aunque tengo una cierta comprensión lectora en ese idioma… me pareció que puede ser un escritor muy difícil y quizás un poquito demasiado cerebral para mí. Intencionalmente difícil, eso es lo que quiero decir, y demasiado abstruso. ¿Hay algo de eso?”. “Para alguna gente, tal vez”, dijo ella, “pero no para mí. Yo lo encuentro muy cómico, en ambas lenguas, un gran estilista, y una vez que uno se ha adentrado algunas páginas en cualquiera de sus libros, fácil de leer y distinto de cualquier otro autor. Definitivamente vale la pena”. “Bueno”, dije, “una vez, hace mucho tiempo, me recomendaron ese que usted está leyendo, desde luego que en inglés. ¿Le parece que ese puede ser bueno para empezar?”. “Oui”, dijo ella, y se echó a reír.

      LOCO

      Tuve un sueño. En el sueño llevo a mi esposa en su silla de ruedas por una angosta calle de Nueva York. El barrio chino, durante la hora del almuerzo. Edificios de cuatro o cinco pisos, montones de pequeños restaurantes, veredas atestadas y gente que camina apresuradamente. “Disculpen, disculpen”, les digo a unas personas delante de nosotros. “Mejor tengan cuidado, no quiero chocarlos”. No tengo idea de adónde voy. Solamente empujo. Mi mujer va sentada en silencio, mirando hacia delante.

      Entonces la escena cambia a una calle del lado este de Nueva York. En la calle 40; cerca de East River. No una calle sino una avenida: Primera o Segunda o Tercera. Las veredas son anchas y otra vez abarrotadas. La hora del almuerzo. Gente que camina muy rápido. A pesar de los edificios altos a ambos lados de la avenida, muchísimo sol. “Estamos en el distrito Gravlax”, le digo a mi esposa. “¿Me oyes, con todo este ruido? El distrito Gravlax. Yo solía venir por aquí únicamente para ir a alguna churrasquería o a un cine de arte” Dejo de empujar y miro alrededor. “Tanta gente”, digo, dándole la espalda. “Las calles nunca están así de atestadas donde vivimos nosotros. Ni el tráfico. Es excitante, ¿no te parece?”. Cuando vuelvo a girar, ella y la silla de ruedas han desaparecido. Retiré mis manos de las manijas de la silla de ruedas, algo que casi nunca hago cuando voy con ella por la calle y estamos en movimiento, ni siquiera cuando estamos detenidos pero hay gente que se mueve alrededor. ¿Adónde puede haber ido? Ella no se iría sin siquiera decirme algo. Debió estar en un apuro, probablemente para hacer pis. Se levantó, me dijo adónde iba y para qué –muy probablemente a un restaurante para usar el baño–,

Скачать книгу