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la enfermera. “¿Nivel de dolor, en una escala de uno a diez?”. “Nueve”. Quiero decir “Diez”, pero tiene que existir un dolor peor que el mío. Me da la medicación a través de la vía intravenosa. Me quedo dormido. Cuando me despierto empiezo a alucinar. Demasiada medicación para el dolor, dijeron. ¿Qué puedo hacer? Es la única manera de parar el dolor y dormir. La habitación se ha transformado en un calabozo. Barrotes en mis ventanas y mi puerta. Luego es una celda de manicomio. No hay barrotes; solo vidrios extra-gruesos. Hay gente que pasa. Oigo unas voces muy bajas. “Esto”, dicen, y “Aquello”. Tengo que salir de aquí. Grito pidiendo ayuda. La gente no deja de pasar en ambas direcciones delante de mi habitación pero nadie parece oírme ni se da vuelta hacia mi puerta de vidrio. Todos llevan puesta ropa blanca de doctor. Ambos de hospital. Guardapolvos. O como se llamen, pero muy blancos y limpios. Batas de laboratorio, tal vez. Abrazan pizarras contra sus pechos. “Esto”, dicen. “Aquello.” Luego algún que otro murmullo y se han ido. “Ayuda”, grito. “Necesito ayuda. Voy a defecar en mi cama”. Siguen pasando. “De acuerdo”, digo, “voy a cagar en mi cama”. Idiota, pienso; la enfermera. Llamo para que venga. A duras penas puedo manejar la cajita. El aparato solicitador. Comoquiera que lo llamen. La cosa que enciende y apaga el televisor y sube y baja los dos extremos de la cama. Ya no sé cómo se llama ninguna cosa. Ni siquiera aquello que me trajo aquí. Interrupción intestinal. Obstrucción. Aun si encontrara el término correcto, dos operaciones después de haber llegado aquí, ni siquiera sé lo que es. “¿Sí?”. “Gracias a Dios. Analgésicos, por favor”. “Le diré a su enfermera”. Viene mi enfermera. “No debería ser más seguido que cada cuatro horas. Pero estamos a diez minutos, así que lo bastante cerca”. “Gracias. Y eso debe significar que dormí la mayor parte de las últimas cuatro horas. Eso es bueno. Cuanto más duerma, mejor. Y creo que necesito que me cambien”. Se fija. “Lo está imaginando. ¿Necesita ir ahora?”. “No. No quiero estar sentado ahí la próxima hora. Y no he comido nada en días, así que probablemente no haya nada ahí”. Me quedo dormido. Sueño que soy devorado por leones. Lucho por salir del sueño y me despierto. ¿Qué fue todo eso? ¿Leones literarios? Oh, a quién le importan las interpretaciones. Cierro los ojos y oigo voces. Abro los ojos y veo gente que pasa en esmoquin blanco, todos sosteniendo pizarras. “Construya”, dicen. “No construya”. “Entonces corte”. “De acuerdo”. Tengo que salir de aquí. Sueños, despierto, siempre hay algo a lo que tenerle miedo. El médico del otro día, que era solo un residente haciendo su ronda y ni siquiera era mi médico de guardia, dijo que leyó mis rayos X y podría ser que tengan que ponerme una bolsa por fuera de mi barriga para juntar mi mierda. Si voy a morir, y querría morirme si tuvieran que ponerme una de esas bolsas, déjenme morirme en mi propia cama con una gran sobredosis de lo que sea que tengamos en casa o con lo que me manden para allá. Y si voy a vivir, necesito una habitación menos aterradora. Quiero llamar a mis hijas pero no encuentro mi celular. Hoy lo recargaron y dijeron que lo pondrían en un lugar donde yo pudiera alcanzarlo fácilmente, pero no lo veo. Tanteo a mi alrededor. Está el aparato solicitador. Un pañuelo. Una lapicera. Diré que sé que es tarde pero que me estoy volviendo loco y tienen que conseguirme otra habitación. “Son las drogas. Pero sin ellas estoy peor aun. Probablemente no esté hablando con mucho sentido”, diré, “pero oigo voces. Voces de otras personas. Y veo pasar gente por delante de mi habitación, que o bien están muertos o me ignoran intencionadamente, pero nunca responden a mis pedidos de auxilio. Si no consigo otra habitación, me arrancaré todos los cables y los tubos, incluso la sonda, no importa cuánto pueda doler, y me escaparé”. Pero no las asustes ni las despiertes. Han sido tan buenas contigo, volando desde diferentes ciudades distantes y quedándose en tu habitación de ocho a diez horas por día. Leyéndote, aunque no quisiste decirles que no deseabas que te leyeran. Sosteniéndote la mano y haciendo cosas como poner paños húmedos sobre tu frente, aunque tampoco querías eso. Ángeles, las llamaste; así que deja a tus ángeles dormir. Y ahora no estás tan dolorido. Viene más seguido y después se va. Y las voces que murmuran se han ido y nadie pasa por delante de tu habitación salvo las enfermeras regulares y las auxiliares, que vendrían si las llamaras. Trata de dormir. El tiempo pasará más rápido. Tiro de las mantas hasta el mentón. Siento tibieza, no demasiado calor. Estoy cómodo. Mi cuerpo se siente normal. Me quedo dormido. Sueño que estoy en Tokio, adonde siempre he querido ir, pero llego sin tener que tomar un avión. Me despierto y es el comienzo del día. El crepúsculo. El alba. ¿Cómo era que se llamaba? Debería saberlo. Esa es tan fácil. Las palabras son a lo que me dedico. Pero estoy dolorido otra vez, lo que siempre me deja confuso. Presiono el botón llamador. Eso es lo que es. Botón llamador, botón llamador; lo recuerdo. “¿Sí?”. “Analgésicos, por favor”. “Le diré a su enfermera”. Viene otra diferente. “Hola. Soy Martha. Y tu enfermera auxiliar es Cindy. Nuevo turno”. Borra de una pizarra en la pared los nombres de la enfermera y la auxiliar anteriores y escribe los de ellas con un marcador. “Has dormido poco, dijo la enfermera anterior. Mucho agitarte y hablar. Parece que querías un baño termal caliente. Lo siento, compañero. Aquí no tenemos eso. Y que los dragones andaban tratando de atraparte y algo sobre tus brazos que alguien cortaba con una espada a la altura de los codos. Y transpiraste horriblemente. Ella tuvo que secarte”. “No recuerdo nada de eso. En fin, sueños”. “Por causa de todo eso, quiero evitar, en lo posible, darte la medicación para el dolor. ¿Sigue doliendo?”. “Nivel nueve, u ocho”. “¿Crees que puedes tolerarlo media hora más? Y podríamos ponerte una bata limpia”. Me quita la que está húmeda y me pone una nueva. “¿Algo más que necesites?”. “Mi celular”. “Estuviste durmiendo encima de él”, y lo saca de debajo de mi brazo. Se va. Murió Poulenc. Murió Prokofiev. Murió Mahler. Murió Granados. ¿Ya he dicho que Bartók murió? Pärt no murió. ¿Quién más no murió? Tanizaki murió. Murió Solzhenitssyn. Murió Hamsun. Murió Borges. Murió Conrad. Murió Konrad. ¿No se murió Lessing, hace poco? El escritor italiano cuyo nombre de pila empieza con D, y que en uno de sus libros escribió demasiado parecido a Kafka, se murió. Kafka, por supuesto, murió. Murió Cummings. Murió Stevens. Murió Auden. Murió Yeats. Murió Pollack. Murió Leger. Murió Kandinsky. Murió Malevich. Moore, Maillol y Matisse murieron. Mi dolor no ha muerto. Me cago en mi cabeza. Quiero decir en mi cama. De repente vino. Meo a través de un catéter, así que por ese lado estoy bien. Quiero limpiarme en el baño. Quiero tomarme un vaso entero de agua helada. Quiero pararme y salir de aquí caminando. Presiono el botón del llamador. “¿Sí?”. “Lo lamento, pero necesito una limpieza importante. Y supongo que nueva ropa de cama, y una nueva bata, y que me hagan otra vez la cama. Estoy en el fango. Estoy transpirando como un cerdo. Necesito que bajen el termostato. Por favor haga que venga alguien”. “Le diré a su auxiliar”. Aparece una mujer joven. Casi una niña. Trae una bata nueva para mí, y sábanas y paños de limpieza y una palangana con agua. “Oh, veo que ya tiene mi nombre en su pizarra”. “¿Eres la auxiliar? Lamento el desastre que he hecho”. “En realidad soy una enfermera en entrenamiento, pero hoy soy auxiliar. Así que demos un vistazo. Gire sobre su costado”. Aferro la baranda lateral y me impulso para girar. “No sé de dónde vino. No he comido en una semana. Ni bebido nada. Todo el alimento y el líquido que recibo viene de unos cubitos y de lo que hay en esas bolsas. ¿Esta vez no es mi imaginación y defequé de verdad?”. “En abundancia. Solo tomará un minuto”. Me quita la bata, me limpia y me lava y me seca y agita una lata de polvo para bebés sobre mi trasero. “Huele bien, ¿verdad? Es uno de mis favoritos”. “Esto debe ser horrible para ti. Estar limpiando a un viejo. Hasta hizo que dudara de siquiera llamarte, pero tuve que hacerlo. Estoy prisionero aquí”. “No se preocupe. Estoy acostumbrada a hacerlo. Y cuando sea una enfermera hecha y derecha, de aquí a un año, por lo general tendré a un auxiliar que lo haga por mí. Tiene un absceso en el ano. ¿Le habló de eso su doctor o alguna de las enfermeras?”. “Nada”. “Debe dolerle, y no querrá que esa infección empeore. Dígaselo”. Me pone una bata nueva y luego cambia las sábanas conmigo en la cama. “Es una profesión maravillosa, la enfermería, mira qué buen trabajo haces. Yo fui a meterme en una que no ayuda a nadie”. “¿Que viene a ser cuál?”. “La escritura”. “Yo no leo demasiado. Estoy más interesada en las ciencias”. “Bien por ti. Sigue con eso. Todo hombre debería tener por esposa a una mujer que sea o alguna vez haya sido enfermera. Eso no fue una propuesta. Solo estaba pensando. Cuando uno cae enfermo como caí yo, sería tan reconfortante saber que podría ser cuidado
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