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encontrando muchas resistencias incluso entre sus correligionarios varones, algunas fundamentadas en las barreras que se alzaban para la autonomía de las mujeres en tanto que tradicionalmente se las consideraba muy influenciables por la Iglesia Católica. Sin embargo, como dice Ana Aguado, esta prevención nacía de cuestiones más profundas, ya que entroncaban: “en la ancestral misoginia patriarcal, y en sus discursos y mecanismos de control social, de los cuales no estaban exentos ni mucho menos los republicanos” (Aguado, 2002, p. 107).

      Con el siglo XX, también a partir de la primera década –como veremos más adelante–, las mujeres matronas comenzarán a tener un espacio de mayor visibilidad tanto en el ámbito de la formación académica como en el del reconocimiento profesional. Hablamos de cambios suaves pero significativos, siempre –eso sí– desde una concepción definida por la necesaria tutela de los hombres médicos.

      La construcción de la ciencia moderna a lo largo de los siglos XVII y XVIII se sustentó en una epistemología positivista que propugnaba la objetividad absoluta, la neutralidad axiológica y la voluntad de independencia de cualquier contexto social o político. Como sabemos, sin embargo, no existe tal objetividad libre de discrepancias o influencias.

      En materia de salud, el papel ejercido durante siglos por la Iglesia como generadora y guardiana de las verdades incuestionables pasó, poco a poco, a detentarlo la emergente ciencia médica cuyas recomendaciones y criterios llegaron a convertirse –en tanto que nuevos paradigmas objetivos– en los dogmas de estricta observancia para los ciudadanos.

      El androcentrismo tiene una especial incidencia en las ciencias que tienen como objeto de estudio al ser humano. Al identificar lo humano con lo masculino las mujeres quedan fuera de su campo de estudio, a excepción de los aspectos reproductivos. Por otra parte, como en cualquier otra rama de saber, en las ciencias de la salud se invisibiliza la aportación de las mujeres que ha sido enorme y constante a lo largo de la historia, tanto en la praxis cotidiana como en los saberes acumulados a través de la misma.

      En la investigación relacionada con las prácticas de salud se hace indispensable la utilización del concepto género por varias razones. En primer lugar porque la historia de la ciencia se ha construido desde posiciones androcéntricas, dejando en la invisibilidad la mayoría de las prácticas de salud que, secularmente, han sido realizadas por mujeres. También porque las enfermedades que afectaban al aparato reproductivo de las mujeres eran cuidadas y curadas por otras mujeres, siendo consideradas estas actividades de una categoría inferior. En sentido más estricto, el acompañamiento y la asistencia a los partos era una actividad que, tanto el discurso médico como el religioso, desaconsejaban –cuando no prohibían– realizar a los varones. Otra razón que avala la necesidad de recuperar la historia de las mujeres es que, desde tiempos inmemoriales, la realización de determinadas prácticas de salud ha sido patrimonio de las matronas, quienes se han situado fuera de la ciencia institucionalizada en función de que fueron pocas las mujeres que pudieron transmitir sus conocimientos por escrito y mantener su posición ante el saber hegemónico de los varones médicos o cirujanos.

      La historia de la ciencia no ha sido ajena al comportamiento general de la historiografía y también ha construido su saber al margen de los conocimientos sobre salud, tanto científicos como profanos, que circularon en distintas épocas y en diferentes contextos sociales, sin preguntarse quiénes y cómo se habían elaborado, aplicado en la práctica y difundido entre la sociedad de su tiempo. No es extraño que algunas autoras al hablar de la invisibilidad de las aportaciones de las mujeres a la ciencia los denominen saberes excluidos.

      Las comadronas dominaban un saber empírico y realizaban muchas técnicas obstétricas antes de que éstas alcanzaran el reconocimiento social y científico que les otorgó el pasar a ser de dominio masculino. Los saberes, pues, de aquellas matronas han de ser re-evaluados para que adquieran significado. Es por razones de este tipo que algunas investigadoras feministas proponen cuestionar los límites que definen lo que es ciencia desde el conocimiento legitimado. La filósofa Hanna Arendt (1996) nos da luz sobre la posibilidad de modificar los límites entre poder y autoridad en favor de esta última, otorgando valor a los textos científicos y médicos escritos por mujeres en la historia de la medicina y posibilitando el análisis de las prácticas de autorización o desautorización en las sociedades en las cuales alcanzan significado. Como sugiere Teresa Ortiz (2006, p. 72) autoridad, autoría y pensamiento de la diferencia sexual son conceptos que han posibilitado dar valor a las aportaciones de las mujeres y a su subjetividad, y han permitido sacar a la luz determinadas prácticas segregadas no solo como formas de exclusión, sino también como espacios de libertad y de construcción de identidades propias y de autoridad femenina.

      Al estudiar las formas de organización de las actividades sanitarias y científicas es necesario introducir la perspectiva de género, porque las profesiones y las actividades sanitarias las construyen y las practican tanto hombres como mujeres, haciéndose patente la diferencia de oportunidades sociales de sus miembros en función del sexo, así como las relaciones de poder, de jerarquía y de autoridad que se dan dentro de una misma profesión o entre profesiones distintas dentro de un ámbito similar. Un ejemplo de esto último es la asistencia al parto que es el eje de estas páginas, donde existe una tradición de práctica femenina durante siglos. Es necesario, pues, investigar sobre los posibles conflictos, pactos o rupturas entre los profesionales sanitarios, hombres y mujeres, y la superación o pervivencia de los mismos a través de los distintos momentos históricos.

      Al contemplar la salud de las mujeres desde una perspectiva de género nos encontramos con tres líneas cuya genealogía se ha sucedido cronológicamente pero, al no ser excluyentes, ha sido necesario ir avanzando hacia un nuevo enfoque sin dejar de investigar en el anterior, de manera que hemos de afirmar que la característica más llamativa es el eclecticismo. Las aportaciones a los modelos de salud que se han realizado desde las distintas corrientes feministas han ido confluyendo con los desarrollos de las teorías sobre la salud. Estas tres líneas sucesivas han influido en los modelos de programación, en la intervención y en la investigación en salud.

      La primera hace referencia exclusivamente a la Salud de las Mujeres y viene determinada por el trabajo realizado por un movimiento feminista americano, el Colectivo de Salud de las Mujeres de Boston que, a finales de los años 70 saca a la palestra el hecho de que el sistema médico se ha apropiado de los cuerpos femeninos y de sus funciones, aun en el caso de que no haya una patología que lo justifique. Se propone cambiar las condiciones de vida de las mujeres, entender que éstas tienen unas necesidades diferentes que son consecuencia de la biología y que hay determinados aspectos que se tienen que auto gestionar: la reproducción, la sexualidad y la salud mental. Aunque puede considerarse pre-género, sigue vigente en la actualidad.

      La segunda se encuadra dentro de lo que podemos denominar Desigualdades de género en salud y con el objetivo de alcanzar la igualdad y la equidad entre unas y otros, se propone realizar los estudios pertinentes para comparar la salud de mujeres y hombres de modo que se lleguen a conocer las desigualdades existentes, porque se entiende que las diferencias son injustas y, además, evitables.

      El enfoque más avanzado se denomina Análisis de género como determinante de salud y enfermedad y pretende

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