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extendió hasta otros conceptos de manera binaria, con valoraciones positivas y negativas de los mismos en función de que representaran categorías que se asimilaban al varón o a la mujer. Nos referimos a los binomios cultura/naturaleza, trabajo/hogar, razón/sentimientos o producción/reproducción, como simplificaciones realizadas para representar la vida de los hombres y de las mujeres. Uno de los primeros planteamientos de la crítica feminista fue revisar cómo dichos dualismos formaban parte del esquema conceptual de la ciencia moderna y cuáles eran las posibilidades de modificar dichas herramientas conceptuales. En cuanto a las atribuciones otorgadas a la privacidad, cuando se refieren al mundo masculino hacen énfasis en la individualidad; por el contrario, cuando se habla de la privacidad femenina se refiere a todo lo contrario, una especie de negación de la propia individualidad para dedicarse a los demás.

      Uno de los problemas derivados de los planteamientos dualistas ha sido la preeminencia otorgada a la producción sobre la reproducción, con la consiguiente devaluación e invisibilidad de las actividades realizadas por las mujeres, ya que éstas se han realizado principalmente en la esfera doméstica, donde no se intercambia un salario. Diversos trabajos como los ya citados de Maquieira y Borderías, o los de otras autoras, han cuestionado dichos modelos teóricos proponiendo una redefinición del concepto de trabajo a partir de las actividades y aportaciones sociales y económicas efectuadas por las mujeres, y no desde la lógica de los planteamientos hegemónicos.

      Como avanzábamos al principio, desde los años setenta y ochenta del siglo XX se empezó a trabajar con el concepto de género, con el objetivo de desentrañar ese complejo proceso de construcción de la diferencia entre hombres y mujeres que la convierte, rotundamente, en desigualdad. En un primer momento la tendencia que se siguió estaba relacionada directamente con los procedimientos de la historia social (Bolufer, 1999, pp. 531-550), haciendo énfasis en aquellos aspectos tradicionalmente significativos en las vidas femeninas como la maternidad o el parto, el trabajo y la riqueza o la pobreza, procesos entre los cuales discurrían sus vidas. Posteriormente, las historiadoras reconocerían el valor de las fuentes narrativas donde se escribía sobre lo que eran y lo que debían ser las mujeres, casi siempre por manos masculinas. También se rastreó en la literatura, incluso la considerada menor, como es el género epistolar donde se encontró la palabra de algunas mujeres. Se investigaron pequeños documentos relacionados con la vida privada y documentos judiciales donde algunas mujeres planteaban sus quejas ante los abusos de las autoridades, de sus maridos o de sus familias (Morant, 2005, p. 11). El análisis de estos textos ha puesto de manifiesto que las mujeres no siempre fueron críticas con el pensamiento y las actitudes que las sometían. Sin embargo, se ha podido reconocer que en muchos casos trataron de modificar las cosas a su favor, actuando desde los espacios que les eran más favorables como la casa, la familia, la religión o la educación de otras mujeres.

      Coincidimos con las autoras que plantean que al utilizar el género como categoría analítica se hace necesario dividir el concepto en diversos componentes para dotarlo de operatividad y, posteriormente, entender las relaciones entre los mismos. Dentro de la categoría género, entendida como un proceso multifactorial, formarían parte conceptos como la división del trabajo, que consiste en una asignación estructural de tipos particulares de tareas a categorías particulares de personas; la identidad de género, entendida como el complejo proceso elaborado a partir de las definiciones sociales y las autodefiniciones de los sujetos; las atribuciones de género, que se refieren a los criterios sociales, materiales y/o biológicos que las personas de una determinada sociedad utilizan para identificar a los hombres y las mujeres a partir del conocimiento de las diferencias anatómicas; las ideologías de género, que se definen como sistemas de creencias que explican cómo y por qué se diferencian los hombres y las mujeres; símbolos y metáforas culturalmente disponibles que son representaciones simbólicas y a menudo contradictorias; normas sociales, entendidas como expectativas ampliamente compartidas que prejuzgan la conducta adecuada de las personas que ocupan determinados roles sociales. Otro elemento a tener en cuenta son las instituciones y organizaciones sociales en las cuales se construyen las relaciones de género, como la familia, el mercado de trabajo, la educación y la política, que son capaces de crear normas de comportamiento que se transmiten de una generación a otra.

      En el ámbito de la sanidad uno de los conceptos más interiorizados es el de estereotipo. Un estereotipo de género es una creencia u opinión, sin base científica, según la cual algunas actividades, profesiones o actitudes son más propias de un sexo o del otro. Uno de los estereotipos más generalizado en el sistema sanitario es aquél según el cual las mujeres se dedican a cuidar mientras que los hombres se centran en la tarea de curar. La jerarquización en las instituciones sanitarias recuerda el reparto de papeles en la familia tradicional, donde el maridovarón –y en este caso médico–, es quien toma las decisiones y la esposa-mujer –y en nuestro ejemplo enfermera o matrona–, tiene una posición subalterna. Subyace una concepción evidente, que atribuye al sexo masculino el dominio de la técnica y de la ciencia, mientras que las mujeres cuentan con una serie de destrezas y capacidades innatas que las convierten en mejores cuidadoras. La presencia o la ausencia de las mujeres en puestos de responsabilidad en el ámbito de la salud está asociada a varios factores, entre los que cabe destacar uno que está relacionado con otro de los estereotipos de género: el que niega la capacidad de ejercer autoridad a las mujeres. La autoridad es una cualidad que se vincula con lo masculino –tal y como hemos argumentado anteriormente– mientras que, tradicionalmente, el papel de las mujeres ha sido asociado al de la sumisión. Tanto es así que –a la hora de acceder a responsabilidades de dirección– a las mujeres se les exige mayor demostración de conocimientos, saberes y habilidades profesionales que a sus compañeros hombres.

      Además, el peligro de naturalizar el cuidado como algo propio del sexo femenino es que se tiende a percibir el cuidado como algo vinculado a lo doméstico aunque se desarrolle en el contexto hospitalario. La propia naturalización de los cuidados implica una desvalorización de éstos, ya que lo natural es innato, no conlleva esfuerzo y, por lo tanto, no es valorado.

      Finalmente, la categoría más trascendental de la que vamos a ocuparnos en este texto es la del prestigio, entendido como un valor y un reconocimiento otorgado a partir de las relaciones sociales que, en contadas ocasiones, tiene una relación directa con el poder material.

      Este último concepto es de especial relevancia en el caso de uno de los oficios realizados tradicionalmente por mujeres. Nos referimos al hecho más trascendente para el mantenimiento de la especie, como ha sido desde tiempos inmemoriales la asistencia a las mujeres en el momento de su parto. Este trabajo ha sido durante siglos, doblemente devaluado; en primer lugar, sencillamente, por ser realizado por mujeres y en segundo lugar por ser un trabajo manual. Sin embargo, fue a partir del siglo XVII, con la llegada de los cirujanos –varones– al mundo de la obstetricia, cuando ésta se convirtió en un trabajo de enorme prestigio porque la dirección del mismo iba a ser ostentada por varones y porque ellos iban a aportar el conocimiento científico que, como sabemos, hasta el siglo XX estuvo monopolizado por éstos.

      Es verdad que desde los albores del siglo XX la situación empezó a cambiar, y las mujeres comenzaron a

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