Скачать книгу

les comentaron otros viajeros que el jefe de tren les había informado de que debían esperar la autorización para continuar el viaje hasta territorio francés. El itinerario previsto posiblemente no podría cumplirse debido al hecho de que Suiza no autorizaba el paso de los convoyes de naturaleza alemana o similar.

      —¿Y entonces qué puede pasar?

      —Según nos ha comentado el jefe del tren, es más que probable que tengamos que dirigirnos hacia Italia. Pero también tienen que estudiar las paradas técnicas debido a que la autonomía de la locomotora es relativa.

      —Sí, creo que más o menos son doscientos kilómetros, pero… ¿y los demás pasajeros qué?

      —Siempre según el revisor, parece ser que todo el pasaje civil tiene como destino final Lyon. Y al ser así, lo único que puede ocurrir es que el viaje se alargue un par de días más.

      Edit escuchaba en silencio y lo hacía pensando en su situación personal, que solo su esposo conocía. Se miraron entre sí, pero obviaron hacer ningún tipo de comentario.

      —¡Vaya gaita! —explotó David.

      Daniel sonrió y comentó en tono mesurado:

      —No te preocupes, chaval. Nunca hemos estado en Italia y puede ser interesante.

      Se despidieron de sus compañeros de viaje y en su compartimento la conversación fue muy diferente. Edit se echó a llorar y David no supo a qué se debía y se fue a pasear por el andén.

      —¡No llores, mamá!

      —Estoy cansada, hijo.

      —Me voy a pasear por aquí cerca. Hace un día espléndido.

      —No te salgas del andén. Mamá y yo hablaremos y dentro de un rato te diremos lo que hemos decidido.

      Cuando se quedaron en soledad, Daniel le preguntó a Edit:

      —¿Y tú cómo estás?

      —Ahora bien. Puedo aguantar tres días más.

      —¿Y retrasarlo?

      —Nunca he tenido que hacerlo. Pero entiendo que si me cambio menos a menudo podría funcionar.

      —Bien, de momento no debemos preocuparnos. Tenemos un margen de varios días y no creo que el viaje se demore tanto.

      —Ya veremos.

      Decidieron dar un paseo por la ciudad. David había hablado de un día espléndido y tenía razón. Los abrigos y el gabán deberían permanecer en su compartimento, ya que el sol iluminaba algo más que el ambiente. También sus ideas.

      Salzburgo se mantenía como una agraciada ciudad interior alejada de los frentes. Los alemanes habían invadido Austria hacía cinco años; incursión con escasos visos bélicos y, por tanto, se conservaba autónoma, dentro de la ocupación. Hitler, en su oblicua tendencia, anexionó todo el territorio austríaco de manera totalmente tranquila. Fue, pareció ser, una ampliación de la Alemania nazi, que confirmó un plebiscito para definir el estatus de Austria. El pueblo la consideró como parte de la Gran Alemania.

      Salzburgo se mostraba como una ciudad relativamente pequeña, difusa en el conjunto de un paisaje medieval y barroco; una ciudad denominada alpina y considerada la cuna mundial de la música clásica. Mucha gente consideraba a Amadeus Mozart como un compositor germánico, cuando en la realidad su nacimiento se produjo en la villa que estaban visitando a pie por su barrio antiguo. Desde cualquier parte de la ciudad se mostraba eminente, altivo, como arrogante y soberbio, el castillo que coronaba la población y que revelaba su misión defensiva desde los siglos del Medievo. También por sus escalonadas travesías accedieron a la catedral, símbolo de una religión que para ellos no era la más proporcionada, por lo que ni siquiera trataron de entrar en la basílica. Fue en esos instantes cuando Daniel le preguntó a su esposa cómo se encontraba. Era consciente de que, en su estado, no debería caminar en exceso, y menos por unas callejuelas adoquinadas:

      —Preferiría volver a la estación.

      —Lo comprendo. David, se acabó la excursión.

      —No importa, papá. Lo que interesa es que mamá se encuentre bien. Además, no creo que nos perdamos nada interesante.

      —¿Y el río? ¿No quieres verlo?

      —¡Bah, no es el Danubio! —comentó, casi con desprecio.

      En eso tenía razón. El haber vivido varios años en la ribera del Danubio implicaba que cualquier otro río del mundo difícilmente podría acercarse a su encanto.

      Cuando regresaron a la estación, después de tres horas de paseo por las adoquinadas calles del centro auténtico, observaron cómo varias carretillas cargadas de carbón accedían hacia la locomotora. David, extrañado, preguntó:

      —¿Sabes cómo funciona la locomotora?

      —Ni idea. Sé que durante un tiempo recomendable, y eso debe de ser para cada modelo, necesitan ser reabastecidas de agua y puedo imaginar que debe de ser para la combustión. Pero no sé más, hijo.

      —Pues me gustaría preguntárselo al maquinista.

      —Mejor no, David. No debemos significarnos de ninguna manera.

      —Papá tiene razón —medió su madre—. Si llegase la casualidad, durante el viaje se lo preguntas al revisor. Es posible que pueda explicarlo. Pero lo importante, entiendo, es que nos lleve hasta nuestro destino.

      —¡Sí, señora! Eso es lo importante.

      Se acercaba la hora de la comida y, como tenían asignado el primer turno, accedieron a su departamento para asearse. El paseo había estado colmado de acontecimientos. Era su primer viaje al extranjero y en él pudieron efectuar una comparativa, imperfecta, entre su país de origen y lo que habían observado en el corto espacio de tiempo que había durado. Consideraban que Budapest, el anterior, era mucho Budapest para compararlo con cualquier ciudad europea de la época. Pero también eran conscientes de que su historia húngara había concluido y de que su única expectativa debería considerar la de su esperanza en el futuro.

      Poco antes de finalizar el almuerzo, el jefe de tren, con el ánimo alborozado, pasó por el vagón de servicios-restaurante y comunicó que el convoy estaba autorizado a cruzar el territorio de Liechtenstein y Suiza, aunque las paradas solo podrían ser técnicas y durante las horas diurnas. El hecho equivalía a expresar que el tren estaría controlado en todo momento para que no existiese ningún tipo de «abandono» casual de pasajeros no deseados. No obstante, las noticias se las tuvieron que traducir a la familia Venay los señores de la mesa contigua, húngaros de condición y con quienes habían entablado alguna pequeña conversación. Además, indicaron que una sección de militares austríacos relevaría a los militares alemanes que acompañaban la caravana. En ambos casos no se permitía el paso de milicias germanas por ninguno de los dos países. Daniel, dudoso y preocupado como siempre, aunque más parecía ser un analista de situaciones, preguntó:

      —Lo cierto es que, desde que embarcamos ayer y por los detalles que aprecio, no tenemos muy clara la nacionalidad del tren en que nos encontramos. ¿Tenéis alguna idea?

      —Sí, sí —admitieron—. Tanto la locomotora como los vagones pertenecen al Gobierno húngaro, aunque desde hace unos meses están regidos por numerarios alemanes. Además, se da el caso curioso de que los vagones en que nos encontramos fueron un proyecto análogo al que quería representar el Orient Express húngaro y planeado para sus viajes al occidente europeo. Un proyecto que no se llevó a cabo, pero el resultado lo tenemos a la vista.

      —De cualquier manera, las noticias son buenas. No tendremos que viajar por Italia y el viaje se hará más corto.

      —Efectivamente. ¿Cuál es vuestro destino final?

      —España. ¿Y el vuestro?

      —Normandía. Tenemos familia allí y queremos visitarla antes de que la cosa se complique más.

      —A nosotros nos pasa lo mismo —comentó

Скачать книгу