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era el de prestamista. Y hasta cierto punto acertaron, aunque lo que no pudieron descifrar es que, como cooperativista de créditos, los réditos que obtenía de los grandes asuntos los cobraba en diamantes en bruto.

      Cada palabra, cada gesto, cada mohín de Daniel dejaban una desolada máscara de estupefacción en su sorprendida esposa, y más teniendo la certeza absoluta de saber hacia dónde se dirigía la conclusión del final de aquella reflexión, que parecía ser muy meditada.

      A la mujer se le escapó una carcajada, aunque en esta ocasión no sobrepasó los límites del vecindario.

      —¿Estás pensando lo que creo que estás pensando?

      —Sí, por supuesto. Es el lugar más seguro y está claro que en esa zona y fase cíclica femenina nadie osará pensar, más allá de la realidad que se soporta.

      —Observo que en esta ocasión has desarrollado con fuerza tu frase favorita, ¿eh?

      —¿A qué te refieres? —inquirió Daniel, molesto.

      —Aquello de que de vez en cuando hay que reflexionar en la vida. Opino que esta vez has calado muy hondo. Pero lo cierto es que no me parece una idea descabellada —hizo una pausa—, siempre y cuando pueda soportar el peso y el volumen sea admisible. —Dejó la frase en suspenso, con una sonrisa cómplice—. ¿Es mucho?

      —No, no. No lo sé con exactitud, pero trataré de enterarme mañana. Lo comentaré con Menajem; su joyería es de las mejores de la ciudad y mantenemos una excelente relación —afirmó.

      —¿De qué tamaño son?

      —Más o menos un poco más grandes que los cacahuetes, pero no te preocupes. Y si te parece, podemos tratar de hacer alguna prueba. Tú dirás.

      —Lo que digo —indicó Edit— es que menos mal que nadie de los alrededores puede tener acceso al contenido de esta conversación. Seguro que llegaría a publicarla en el periódico —concretó sonriendo— o en cualquier tipo de revista satírica.

      —Es posible que tengas razón —dejó Daniel en el aire.

      Al día siguiente y con el objeto de cumplir el mandato alemán que prohibía salir del domicilio por un periodo superior a las dos horas, tomó el tranvía para dirigirse a la joyería Menajem. Tuvo la audacia de llevar con él uno de los diamantes, de tipo medio en peso y volumen, para que su conocido lo estudiase y llegara a informarle sobre los precios en que podían moverse por el mercado. Al llegar a la joyería, vacía de clientes, el propietario le hizo entrar en su pequeño despacho y comentaron el asunto. Lo estudió con detenimiento, realizó un pesaje milimétrico y al final le hizo una oferta por la pieza.

      —¿Tienes más?

      —¡Qué más quisiera yo! —mintió Daniel con cordura.

      —Te doy dos mil pengós, ¿qué te parece?

      Daniel se sobresaltó ante la oferta. Solo quería tener un máximo conocimiento sobre una posible valoración para el caso de que llegase el momento en que tuviera que desprenderse de ella y así se lo hizo saber.

      —No, no quiero venderlo. Solo quería tener una idea más concreta y justa de lo que podría sacar en caso de necesidad.

      —Pues ya lo sabes. Y hasta podría llegar a los dos mil quinientos.

      —Es una buena oferta, sí. Te doy mi palabra de que si decidimos venderla el primer paso que daremos para su venta serás tú. Es bueno, ¿no?

      —Sí, bastante luminoso y fácil de tallar. La dificultad que puede ofrecer tallarlo es fundamental. Cuanto más fácil es la talla, más encarece su precio. La estructura cristalina es determinante y hay que tener en cuenta que una vez tallado puede perder hasta el cincuenta por ciento de su pieza original. Este es un stone.

      —¿Un qué? —preguntó con despiste relativo.

      —Un stone es, suele ser, una piedra muy bella. Casi siempre por encima de un quilate y casi siempre de formas octogonales. ¿Cómo lo conseguiste?

      —Muy fácil, no te voy a engañar. Un señor extranjero vino a la tienda para empeñarlo. Yo le comenté que no hacía empeños, sino compraventa y préstamos. Me dijo: «Pues hágame un préstamo y quédese con la piedra como garantía». Le pregunté cuánto necesitaba, me dijo que quinientos pengós, consideré que valía la pena y hasta hoy no ha venido a reclamarlo. De esto ya hace varios meses y dudo mucho que pueda volver a exigirlo —mintió con un descaro pasmoso—. Es posible que tuviera una necesidad urgente y ni él mismo tenía constancia de su valor.

      —Pues te ha salido un buen trato. Muchos así me gustaría tener a mí.

      —No te molesto más, Menajem.

      —¿Cómo ves la situación? —le preguntó de improviso.

      —Mal, mal. Cada vez peor. Pero ¿qué podemos hacer? —dejó en el aire.

      Solo hacía pocas semanas que los alemanes habían tomado Hungría sin ningún tipo de resistencia, y lo habían decidido con tal premura que las autoridades húngaras obstruyeron la salida de judíos para los campos de concentración nazis. La obstrucción la llegaron a considerar los alemanes como un desaire al Reich y, por tanto, eligieron el camino más fácil para su control del país y de los hebreos que en él habitaban.

      Durante el regreso a su domicilio, Daniel se sentía muy afortunado dentro de la desgracia que perseguía a su etnia. Alegre y venturoso, porque consideraba que miembros de la embajada española se comportaban con una valentía fuera de lugar haciendo frente a un contexto que podría costarles la vida, caso de que las fuerzas alemanas llegaran a comprender su estrategia. Poco a poco y a medida que se clarificaba su situación familiar, recordó las últimas palabras de aquel Ángel de la legación ibérica que en su despedida le dijo:

      —Y del viaje a España no os preocupéis. Arreglaremos los volantes como si fueras miembro colaborador de la propia embajada. Si no podéis pagar los gastos, también lo tendremos en cuenta.

      —Sí, sí. Los pagaremos —hizo una pausa— de alguna manera.

      —Ya hablaremos cuando tengamos los documentos. Calcula una semana, más o menos.

      —Gracias, muchísimas gracias.

      Y pensaba, tratando de aglutinar los diferentes sentimientos encontrados que se sucedían en los últimos días, en las últimas semanas, en las que el Dios de los judíos semejaba haber desaparecido y dejado a la intemperie barbárica alemana a todo un pueblo catequizado. Muchas veces sus emociones entrechocaban con las realidades de una religión y especulaba sobre casi todas, pensando en que el entorno de la vida diaria no se correspondía con los cánones que los diferentes libros sagrados contenían. Sobre todo cuando la desgracia aparecía en los vértices de situaciones sobrevenidas que, penosamente, nada tenían que ver con el ser humano que las padecía. Y meditaba, continuamente, en que parecía ser que el Dios de los judíos había tenido la gracia de pensar en él y en los suyos. Por ello surgían las incoherencias mentales en cuanto a la religión, al culto que se desarrollaba a través de la misma y a los fervores de una devoción que, en ocasiones, se convertían en dudas mayúsculas sobre sus postulados. Pero como él mismo reflexionaba, eran su inseguridad y su incertidumbre las que no debería hacer públicas, y menos en el círculo familiar. David debería estar libre de sus vacilaciones y Edit cumplía fielmente los transcritos de la Torá sin pararse a pensar en ellos. Sin embargo, su observancia religiosa siempre había sido reducida, minúscula. Los textos bíblicos los consideraba oblicuos en su definición y sesgados para su comprensión. Nunca quiso renunciar a las prédicas de sus antepasados, pero su agudeza le obligaba a analizar circunstancias, escenarios y conceptos que generaban muchas dudas en el origen. El hinduismo y el budismo renuncian a la existencia de un Dios, pero no así el resto de las religiones. Los musulmanes creen en un Dios poderoso pero distante y los cristianos, en un Dios armónico y accesible. Y es ahí, en la cristiandad de Jesús, donde aparecían unas dudas más que razonables, porque en su independencia mesiánica se cobijan muchas devociones en el mismo Dios, con el mismo nombre,

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