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      —Sí, levántate, por favor.

      Se levantó del desvencijado sillón y Daniel retiró el cojín que lo cubría. Allí debajo, escondido, había un fajo de billetes pengós, que extrajo y puso en manos del hombre de la embajada.

      —¡Hay varios miles! —exclamó.

      —Sí. Exactamente doce mil. Se los entregas a tu jefe como pago por todo lo que habéis hecho por nosotros y para el caso de que nos quisiera facilitar algún dinero en moneda española. ¡Pues entonces hasta mañana!

      —No, no. ¡Usted hasta pasado mañana!

      —Es verdad. Perdona.

      Cuando salía por la puerta, el enviado de la embajada se volvió a los asistentes y les dijo en tono alegre:

      —¡Ah! Se me olvidaba. Si quieren rezar lo dejo a su libre albedrío, pero la familia Venayon ha muerto, no existe ni ha existido jamás. Pueden dar la bienvenida a la familia Venay. Ustedes mismos —dejó en el aire antes de decir adiós.

      Les habían preparado un pasaporte colectivo en el que figuraban las fotos de los tres familiares. En la credencial, emitida en idioma francés, aparecían todos sus datos, aunque el principal figuraba en la profesión de Daniel: «Empleado de embajada». Se había formulado con el número dieciséis y la potestad incluía un trato preferencial, no diplomático, pero sí preferente.

      La familia siguió al pie de la letra las instrucciones que había recibido. Cuando llegaron Edit y David a la delegación, no existían por los alrededores vehículos sospechosos. Durmieron en una habitación y al día siguiente a la hora señalada apareció Daniel con su gabán.

      El encargado de negocios, Ángel Sanz, tuvo una amigable charla con ellos en la que les expuso la situación fronteriza, el viaje que realizarían y los posibles problemas que convendría desafiar. Habló solo de posibles problemas, no de un inmediato quebranto de sus identidades. Y por tanto, como ciudadanos españoles, tenían todo el derecho de regresar a su país. Además del pasaporte colectivo, se les facilitaba un salvoconducto con la misma numeración, y además con la prórroga de viaje fijada en dos meses naturales desde su fecha de emisión, que sería el mismo día en que ya se iniciaría su partida.

      —¿Hoy?

      —Sí. Esta misma tarde, cuando anochezca, un vehículo de la embajada os llevará a la estación.

      La familia, la nueva estirpe Venay, se intercambió miradas de recelo, de vacilación. A pesar de estar semanas esperando el momento, la psicología mental de todos ellos parecía indicar el hecho de no estar preparados para afrontar la imperiosa salida que se preveía.

      David, con reparo, levantó el brazo derecho para preguntar.

      —Sí, adelante —intimó Ángel Sanz.

      —¿Y cuál será nuestro destino?

      —Hay un tren mixto, de mercancías y pasaje, que os llevará a Lyon. Son casi dos días de viaje, pero así no tendréis que cambiar de compartimento y simplemente estaréis obligados a pasar las diferentes fronteras que hay durante el viaje. Lo cierto es que yo he hecho en un par de ocasiones el mismo trayecto y debo decir que es relativamente cómodo.

      —¿Cómodo? —inquirió Edit.

      —Cómodo en el sentido de que no hay que hacer ningún tipo de transbordo y en alguna ocasión pasan los aduaneros alemanes a recabar información del viajero. Lo cierto es que antes de la salida, aquí, en la estación, se os someterá a un control exhaustivo de documentación y equipaje. Pero durante el viaje, poca cosa.

      —Perdone, pero soy mujer y estoy en esos días extraños… Usted ya me entiende.

      —¡Ah! ¿Es eso? No te preocupes, mandaré que tengas los elementos necesarios para no tener en ese aspecto ningún tipo de problemas. ¿Tampones?

      —Sí, tengo algunos, pero no los suficientes. Prefiero tener de sobra. ¿Me comprende?

      —Nada, tranquila. Así será.

      David se sentía bloqueado en su púber comprensión. No tenía ni idea de a qué podría referirse su madre. Daniel, en un gesto, le indicó que permaneciera en silencio y luego, tratando de banalizar el asunto, preguntó:

      —¿Y después de Lyon?

      —Hay dos opciones: la primera sería continuar hasta Marsella y con posterioridad, rodeando la costa, hacia Perpiñán. La segunda contemplaría viajar directamente hasta el Principado de Andorra. En ambos casos llevaréis moneda más que suficiente para comprar los billetes, además de tener para pasar un tiempo a la llegada a territorio español.

      —Gracias. Ha sido muy generoso. Más que generoso, diría yo.

      —No, no, Daniel. Con el dinero que le entregaste a Dimas, una familia puede vivir varios meses dignamente. Lo mínimo que podemos hacer, aparte de lo que hacemos, es que a vosotros no os falte de nada. En seguridad y demás.

      —Una vez más, gracias.

      —Bueno, creo que deberíais descansar unas horas. Os espera un largo viaje. ¡Ah! ¡Eso sí! Dejad todas las pertenencias que pudieran recordar a los Venayon, a vuestra naturaleza sefardí o cualquier otro fetiche que pudiera generar dudas en los alemanes. Es lo mismo que decir: os desnudáis, os vestís con la ropa que os hemos facilitado, incluida la interior, y a partir de ahí ya podréis llenar los bolsillos con todo lo que os proporcionemos. ¿De acuerdo?

      La nueva familia Venay asintió con gratitud.

      Poco más de cinco horas más tarde, los Venay salieron en coche de la legación con dirección a la estación de ferrocarril. La salida estaba prevista para las ocho treinta de la noche, si bien los horarios se fijaban de una manera difusa. El aparato al que debían acceder no era más que un tren mixto donde viajaban mercancías y pasajeros. El pasaje solía ser limitado, a no ser que coincidieran pelotones de soldados en misiones opacas o con objeto de efectuar relevos en diferentes zonas de la Europa ocupada.

      Los mandos militares alemanes, sin encomendarse a las autoridades húngaras, habían habilitado la estación de Keleti, que normalmente viajaba a Rumanía y los Balcanes, para que realizara cualquier otro tipo de operación transitada donde pudiera trasladarse a soldados alemanes. Observaron que sus decisiones se debían a la seguridad y connivencia con los propios militares húngaros, que, por así decirlo, desconocían el fundamento real de la decisión. Ello obligó a los Venay a presentarse en una estación que no era la que realmente debería expedir el convoy. Dimas, como chófer de la embajada, reconvino del hecho ante el teniente jefe de la patrulla de seguridad alemana, quien le exteriorizó, de manera expresa, que debería identificarse.

      Dimas, con su exiguo alemán, mostró sus credenciales, ante lo que el militar le indicó que el cambio de estación se debía a que el tren llevaba una parte importante de tropas y que se debía configurar el orden en aquella parte de Budapest. Dimas, como buen agente de la diplomacia, convino que sus pasajeros eran miembros de la legación y requería un trato amable para los mismos. El teniente Hofmann saludó militarmente y le expresó que cuidaría de ellos. Dimas despidió a los Venay con muestras de aprecio y ponderación antes de abandonar la estación. El teniente ni siquiera les solicitó su documentación. Les indicó por señas que le acompañasen; pasaron un par de controles militares por las veredas, revisiones que ni siquiera les hicieron caso al ver que marchaban acompañados por uno de sus oficiales, y al cabo de pocos minutos estaban instalados en uno de los vagones denominados como preferentes. El segundo del convoy, para ser exactos.

      El compartimento donde fueron instalados, de seis asientos y en un ambiente lujoso, tenía cierta similitud con el afamado Orient Express. Seis cómodos butacones tapizados en terciopelo marrón, poblados de vellos distribuidos de una manera homogénea, con fibras acompasadas entre la seda y el algodón, imprimían al ambiente una elegancia implícita. A lo que había que sumar los paneles de maderas nobles y el revestido de sus suelos, que realizaban un papel preponderante en el mantenimiento de la temperatura ambiental.

      Parecía que el

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