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que nadie había solicitado, dando por hecho que, si un mayoral de la legación acompañaba y se mostraba al servicio de una progenie, era evidente que el progenitor desempeñaba un cargo de cierta importancia en la propia embajada.

      Una compañía de militares alcanzaba los andenes lista para subir al convoy que los transportaría a Lyon o a cualquier detención intermedia. Los soldados recorrían el andén indicando su presencia por el ruidoso zapateo que emitían sus botas al caminar. No eran demasiados, unos ochenta, y se acordó que viajarían en los dos vagones traseros, aunque parte de la compañía ejerciese durante el viaje las funciones de seguridad, tanto de la locomotora como en las diferentes secciones que constituían el conjunto del tren.

      David se levantó de su asiento para acceder a la ventanilla y observar a los militares que por allí concurrían. Su padre, Daniel, consumó la misma reacción. Salieron al pasillo y desde allí contemplaron a un ligado de hombres jóvenes que disponían su coexistencia en afección a unas ideas que muchos de ellos no podían compartir, pero lo hacían. Era el reclamo alemán de la responsabilidad. Jóvenes de apenas veinte años, con una adolescencia superada en sus límites, estaban obligados a militarizar su vida en favor de un régimen del cual la mayoría no parecía tener constancia y escasamente estabilidad. Sin embargo, los Venay consentían en que no podían ser ellos, refugiados de escasa trascendencia, los que se apuntaran a criticar una situación que correspondía a otras instancias.

      —Pobres chicos —comentó Daniel.

      —¿Y eso, papá?

      —Es difícil de entender y más difícil de explicar. Pero es lo que hay. Se podría definir como que en una existencia deben converger las alegrías de la vida y no las angustias del vivir.

      David le miró con inocencia, con ingenuidad.

      —Es un poco complicado, ¿no?

      —Ya te irás dando cuenta, hijo, en cuanto te hagas un poco o un mucho mayor.

      Un mozo de estación, con las consabidas banderas roja y verde, se acercaba por el andén en dirección a la locomotora. Al llegar a su altura, levantó la bandera verde en señal de que podía iniciar el viaje. La máquina, de tracción de vapor, pitó con fuerza en dos ocasiones y las calderas comenzaron a funcionar. El viaje se iniciaba. Les habían comentado que Salzburgo, una ciudad austríaca cercana a la frontera alemana y pasada la mitad del camino entre Budapest y Viena, sería en condiciones normales la primera estación con parada en el largo viaje. También les explicaron que durante el desplazamiento se les facilitaría comida y agua. Los billetes estaban emitidos en lengua alemana, que desconocían, y en ellos se expresaba que las comidas estaban incluidas, además de las bebidas no alcohólicas. Sin embargo, Daniel, en su notoria desconfianza, agregó en la pequeña maleta de viaje algunos víveres que podrían calmar cualquier tipo de necesidad momentánea.

      Edit se levantó de su asiento, ante lo que David preguntó:

      —¿Dónde vas, mamá? El tren va a salir —afirmó, rotundo.

      —Por eso, hijo. Quiero despedirme de la ciudad en la que hemos cimentado nuestra vida durante tantos años.

      —¡Es verdad! ¡Te acompaño!

      Ambos dejaron el compartimento, en el que viajarían sin compañía, y se acercaron hacia la ventanilla perpendicular. Desde allí pudieron despedir, con emoción, una capital a la que difícilmente podrían volver en mucho tiempo y nunca olvidar. A Edit se le soltaron algunas lágrimas, por lo que su hijo exclamó:

      —¡Mamá, por favor!

      Pasajeros de otros departamentos habían tenido la misma idea inicial que los Venay y se mantenían en otras ventanillas despidiéndose de aquella preciosa metrópoli. Poco a poco y al compás de la marcha, parecía ser que los pasajeros seguían el ritmo de la locomotora y se iban alejando de las ventanillas y alojándose en sus compartimentos. La llegada sinuosa de la noche obligaba a desprenderse de la curiosidad por el primor del paisaje, que en horas diurnas hubiera sido muy diferente. Pocos minutos después, el revisor del convoy, que no revisaba nada, realizó su turno, en el que solicitaba e inscribía a los pasajeros de clase preferente en el turno que deseaban para las comidas a bordo. Había dos. El problema que sojuzgaba a los Venay en tal caso fue que el interventor efectuó la pregunta en alemán, idioma que no compartían y que parecía ser que era el único que hablaba el funcionario. Daniel tuvo que levantarse y dirigirse a otro compartimento requiriendo una simple ayuda de traducción.

      —¡Ah! Perdón, no hablo alemán. ¿Pueden ayudarme? —solicitó en húngaro.

      Le informaron de que el desayuno se serviría en el cuarto vagón y de que el primer turno sería a las siete treinta horas y el segundo, a las ocho y quince. Agradeció la asistencia y regresó a su departamento, indicando a los suyos que había elegido el primero.

      Daniel, a medida que conocía más detalles del vagón, del propio tren y de las comodidades que se ofrecían en el viaje que estaban prestos a realizar, se mostraba más que convencido del vínculo existente entre el convoy en el que viajaban y el propio Orient Express. No había tenido la oportunidad de profundizar en su impresión primigenia, aunque estaba seguro de que durante los próximos días se le aclararían sus dudas. También, en su fuero interno, reiteraba con fuerza la gratitud y reconocimiento a aquel diplomático español que había hecho posible la salida epistolar de una Hungría que se hundía ante el fragor germano. Lo curioso del caso, pensó, es que ni siquiera tenía conocimiento de su nombre, aunque sí de su apodo, el Ángel de Budapest, como Dimas le había definido en un comentario. Solo sabía que era el encargado de negocios de la legación hispana y que su agradecimiento, por sí y por los suyos, sería eterno.

      —Tendremos que madrugar. —Sonrió, a la vez que comentaba el ambiente que había observado en los departamentos adyacentes. También aprovechó la coyuntura para reconocer dónde se situaban los servicios. El vagón llevaba dos. Al principio y al final del mismo. Uno de ellos tenía lavabo y una especie de irrigación cerrada en un cubículo de madera de nogal, que pretendía ser una ducha. Y lo era.

      —Buen descubrimiento —consideró Edit—. Aprovecharé para ir, ahora que el pasaje está tranquilo.

      —No creo que tengas que preocuparte. Por lo que he observado, el vagón en el que viajamos está casi desocupado. No me he fijado en demasía, pero solo he contado viajeros en tres de los departamentos y ninguno de ellos va al completo.

      —No importa. Aprovecharé de todas formas.

      —Te acompaño, mamá. Y así estiraré las piernas.

      Daniel no puso impedimento, pero salió al pasillo y se enfrentó a la ventanilla, que ofrecía un espectáculo de sobresalto: noche cerrada y ninguna luz terrestre que pudiera permitir atisbar el camino que se recorría. Volvió sobre sus pasos y decidió que era el momento de prepararse para el sueño. Las butacas tenían un sistema que las convertía en divanes con longitud suficiente para descansar sobradamente. Además, los armarios superiores, los altillos, contenían mantas y cobertores para el caso de un frío intenso. Se bajó uno de ellos, se acurrucó en su canapé y trató de descansar. Le molestaba la luz del departamento, que sería amortiguada tan pronto regresaran Edit y David.

      —¡Papá! ¿De dónde has sacado eso?

      Hizo un gesto escueto definiendo la parte superior de los bargueños y de una forma simple indicó que deberían apagar la luz del compartimento.

      —Mañana será otro día. Buenas noches.

      La llegada a Salzburgo se produjo antes de que iniciaran su entrada en el coche de servicio para tomar el desayuno. Le sorprendió el trato preferencial que recibieron, tanto por parte del revisor, que parecía ser el jefe del tren, como por los empleados que allí se encontraban. Lo que desconocían es que existía el rumor, que se extendió de una manera vertiginosa, de que un embajador, concretamente el de España, viajaba en el segundo vagón del convoy. Como habían decidido con anterioridad los Venay, la lengua que utilizaban para hablar entre ellos era el ladino, lengua cercana al español antiguo de la época y, en consecuencia, castellano puro para los que no llegaban a hablarlo.

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