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a la espera de que el convoy iniciase su andadura. Fue en ese momento cuando Daniel le indicó a Edit:

      —Por fin una buena noticia. ¡Te quiero!

      —Yo a ti también, pero todavía falta… —dejó en el aire.

      Poco después de las cinco de la tarde, como había sido previsto, se reinició el viaje con una evidente satisfacción del escaso pasaje. El hecho de no desviar la ruta hacia Italia suponía una reducción del tiempo de la marcha en casi veinticuatro horas. Obviamente, la jefatura del tren, así como los miembros de la operativa en la estación de Salzburgo, habrían tejido un nuevo programa de asistencia que se iniciaría en Innsbruck, con paradas técnicas en Zúrich, Lausana y Ginebra. Los militares que acompañaban a la expedición desembarcarían en la última pausa austríaca y en la primera detención en territorio suizo serían reemplazados por miembros del ejército helvético. Para los pasajeros, el nuevo tránsito obligaba a permanecer en sus departamentos durante el resto del viaje, aunque con las potestades lógicas de efectuar las comidas y visitas a los servicios comunitarios.

      Por la noche y durante la cena tuvieron una agradable charla con el matrimonio que tenían en la mesa adyacente. Por ellos se enteraron —hablaban alemán— de todas las condiciones que el jefe de tren les había expuesto después de que el Gobierno suizo autorizase el paso por su territorio del convoy.

      —Lo primero es que la nacionalidad de la locomotora es húngara, el destino es Francia y el transporte que se efectúa es de material de construcción.

      —¿Y la tripulación y los militares?

      —Bueno, según nos comentó, la dotación del tren es de ocho personas: dos maquinistas, dos asistentes, además del jefe del conjunto, y tres dedicados a atender al pasaje. Todos ellos, a excepción del revisor, son húngaros.

      —Ya, ¿pero los militares qué?

      —Eso también parece que está estudiado.

      —Parece ser que la máquina tiene que abastecerse de agua y carbón dentro de una limitación de kilómetros y, por tanto, eso le obliga a efectuar una serie de paradas, que se denominan de asistencia, en un plazo máximo de cinco o seis horas.

      —¿Seis horas? —inquirió David, ofuscado.

      —Sí. Más o menos cada trescientos kilómetros.

      David silbó, Daniel sonrió y Edit solo revelaba signos de estupefacción.

      —¿Y cómo es que no nos enteramos la noche pasada?

      —¿Podría ser que estuvierais durmiendo? —preguntó en tono de ironía su compañero de mesa contigua.

      —Podría ser —afirmó Daniel—. Pero prometo que no roncaba.

      El grupo emitió una carcajada y continuó con las explicaciones.

      —Me preguntas por los militares alemanes que custodian el convoy, ¿no?

      —Sí. Porque no creo que sean bienvenidos en Suiza.

      —Así es. Ellos, parece ser, descenderán todos en Innsbruck, que es la última estación austríaca. Desde allí a Zúrich el tren viajará sin escolta.

      —¡Esperemos que no haya nieve! Vamos a cruzar todas las montañas del Tirol. ¿Y cómo has conseguido tanta información? —curioseó Daniel con un poco de malicia perversa.

      —¡Ah, amigo! No hay nada como ser astuto y con un poco de diplomacia casi todo se consigue. ¿Pero qué digo? —se preguntó, a sabiendas de que la familia Venay tenía algo que ver, o mucho, con la legación española—. ¡De eso seguro que sabéis vosotros mucho más que yo!

      Edit no quiso entrar en el juego que, parecía ser, había iniciado Zoltan, nombre propio con el que se había presentado. Sin apellidos.

      —Podría ser —manifestó con cierta timidez, no exenta de firmeza.

      Hubo un momento de silencio que ninguno de los reunidos parecía querer romper. Lo hizo el asistente del vagón con una bandeja de comida para los cinco componentes de aquella fracción del coche. Estofado de carne. Un goulash con un aspecto inmejorable y un olor que despertó el apetito de los sentados a la cena.

      —Seguimos luego. Tenemos hambre.

      —¡Pues que aproveche! Y sí, seguro que seguimos luego, porque tengo más cosas interesantes que explicar.

      La cena se desarrolló en silencio, con una tranquilidad contrahecha y subordinada a lo que Zoltan se había guardado en su zurrón y que sería expuesto una vez finalizada la misma. Se acercaba la hora del segundo turno y los pasajeros del mismo ya esperaban en la portezuela del vagón. Daniel, que los tenía de frente, así lo expuso:

      —Creo que se acerca la hora de dejar el sitio libre.

      Algunos volvieron la cabeza y en sentido afirmativo lo confirmaron.

      —¿Vamos a fumar un cigarro?

      —Yo no fumo, pero no me molesta que alguien lo haga.

      —Entonces vamos a nuestro departamento y seguimos charlando.

      —¿Dónde está?

      —En el vagón uno. De camino pasaremos por el vuestro.

      —¿Edit?

      —No, me vais a perdonar, pero estoy un poco cansada.

      —Es normal después de la excursión que habéis hecho por la ciudad. Nosotros la conocemos bien y los adoquinados por los que tienes que caminar en el centro son impresionantes. ¿Habéis estado en la casa donde nació Mozart?

      —No. Lo cierto es que estuvimos cerca, pero se nos hacía tarde para venir a la hora del turno.

      Zoltan parecía estar muy interesado con la cercanía de Daniel. Había escuchado los rumores y comentarios sobre que una alta personalidad de la diplomacia española viajaba en el tren, cuchicheos que provenían del teniente del ejército que acompañó a los Venay a su acomodo y que nadie había confirmado en las cerca de veinticuatro horas en que transitaban casi vecinos. Y lo que semejaba o quería ser el inicio de una amistad más bien se presentaba como una tarea interesada sobre la personalidad y presunto estatus de Daniel.

      Durante el tiempo que Daniel fue acogido en el compartimento de Zoltan, fue invitado a tomar una copita de palinka, que aceptó, aunque rechazó una segunda toma. Estuvieron hablando durante varios minutos de Budapest, de la situación viajera en que se encontraban y más tarde, cuando Zoltan le preguntó por sus deberes en la embajada, Daniel decidió cambiar de tema con un escueto:

      —Prefiero no hablar de mis obligaciones profesionales. Son asuntos muy personales y de cierto interés, de los que no me está permitido comentar.

      —¡Nada, hombre! ¡No te enfades! Solo quería continuar nuestra conversación.

      —Pues siendo así, podríamos hablar de otras cosas. Por ejemplo, de la información que me ibas comentar sobre lo que habías sonsacado al jefe de tren. Comentaste que hasta Zúrich viajaríamos sin escolta militar y eso es lo que no entiendo. ¿Por qué el tren debe llevar escolta? ¿Por los materiales que transporta?

      —Es ahí donde puede que te lleves una gran sorpresa.

      —¿Y eso?

      —Porque los materiales que transporta el convoy son materiales de construcción, unos materiales que están destinados a rehabilitar casas sociales para los republicanos españoles en Francia.

      —¡Pero ¿qué dices?! ¡Eso no hay quien se lo crea! —exclamó Daniel con determinación—. Es prácticamente imposible que un régimen como el alemán envíe cualquier tipo de materia prima para la reconstrucción del hábitat de sus enemigos ancestrales, como es el comunismo. ¡No me lo puedo creer! Además, han pasado cinco años desde que concluyó la guerra civil española.

      —Bueno, dicen que lo envían para los franceses, pero la realidad parece ser otra. Eso según me han comentado. Tú eres

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