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vivimos todo es posible.

      Zoltan comenzaba a vislumbrar que difícilmente sonsacaría cualquier otro tipo de información a Daniel y por ello dejó de insistir.

      —También es cierto que si al tren le han dado permiso para cruzar el territorio suizo se debe a que todos los pasajeros somos de nacionalidades que no entran de lleno en las cruzadas militares. La mayoría son franceses, húngaros y vosotros como españoles. La verdad es que especulaba con que vuestra presencia en el tren, quiero decir el viaje de tu familia, tu posición en la embajada, y las mercancías que transporta el convoy tenían un nexo común.

      —Lo siento, Zoltan, pero te equivocas.

      Zoltan suspiró con alivio y se le ocurrió solo murmurar, aunque como disculpa:

      —¡Casi mejor así! ¿Otra copita?

      —No, no, gracias. Mañana será otro día.

      Se levantó, se despidió de la mujer de Zoltan, que leía en un rincón del compartimento, y salió en dirección al suyo. En el corto trayecto entre vagones se cruzó con un militar, que le miró de una manera poco definida, aunque carente de todo interés.

      La suspicacia de su carácter le obligaba a preguntarse si Zoltan era tan solo un pasajero más o encarnaba cualquier otro cometido de información para los «cucos». Resultaba evidente que su vecindad impuesta en el vagón de servicios, su notorio interés por relacionarse con él y su reticencia en el hecho continuo que sobrepasaba a la cortesía natural le obligaban a pensar que podría haber algo más que una simple relación de pasajeros en un largo viaje. También llegó a pensar que la mujer, esposa o acompañante de Zoltan no había dicho ni una sola palabra durante el tiempo transcurrido en la relación de proximidad que compartían. Más bien parecía sorber los diálogos entre ambos, aunque ignorando cualquier contenido de importancia. Le resultaba curioso que ni tan solo el nombre de la mujer, señora o acompañante hubiera sido pronunciado en ninguna ocasión. Allí estaba, sí, pero en una posición que Daniel intentaba no definir como clandestina.

      Cuando llegó a su compartimento, lo primero que observó fue que David había cambiado su ubicación y se había instalado en la ventanilla usurpando el asiento de su madre, que, como imaginaba, le había cedido el sillón encantada.

      —David, ¿qué haces ahí? —preguntó, a sabiendas de cuál sería la respuesta.

      —Nada, papá. Mamá me ha cedido el sitio.

      —¿Y por qué? —volvió a preguntar, siendo consciente de que debería haber una segunda intención.

      —Bueno, como sé que vosotros vais a dormir, cerraréis la puerta del departamento y no os vais a enterar de nada, he preferido cambiar el sitio con mamá porque así, cuando lleguemos a la próxima parada, me gustaría ver cómo montan todo el tema de asistencia. Bueno, lo del agua y todo eso.

      —Pues me parece muy bien. Y tú, Edit, ¿cómo estás?

      —Bien. Un poco agobiada, pero bien.

      —Una pregunta —indicó Daniel.

      —Dime.

      —¿Has cruzado alguna palabra con la mujer de Zoltan?

      Se le quedó mirando fijamente, pero su mirada lo único que expresaba es que se hallaba analizando todos los momentos vividos en las últimas horas.

      —Ahora que lo dices —realizó una pausa enfática—, lo estoy pensando y, más que algún gesto de educación, alguna sonrisa y alguna mueca de complicidad…, va a ser que no. Palabras, solo hola y adiós.

      —¿Y te parece normal?

      —Pues ahora que lo dices, no —afirmó con contundencia.

      Daniel comentó sus inquietudes con respecto a la pareja que se sentaba a su lado, o muy cerca, en el vagón de servicio. La situación se le antojaba provocada, dirigida, después de la pequeña reunión que habían tenido en su departamento. Más bien semejaba que el denominado Zoltan tenía como misión, como objetivo, indagar sobre los Venay, su condición, su naturaleza y el objeto final del viaje que realizaban. La información que poseía su compañero de trayecto no podía considerarse como habitual en viajeros cuyo trato con el jefe de tren estaba más que definido: nulo o escaso. Por eso, llegó a comentar a los suyos que debían comportarse con mucha precaución en todo momento, tanto en el idioma que utilizar como en la información personal que facilitar.

      —Estoy convencido de que son unos «cucos» y de que su actuación en el tren está basada en conseguir información sobre algunos pasajeros. Y de la averiguación, una vez llegados al punto de destino, darse a conocer a los aduaneros de turno y detener a los sospechosos sin ningún tipo de garantía. Además, creo que su primera intención era emborracharme con palinka insistiendo en que tomara otra copita y así sucesivamente.

      —¿Y tú qué hiciste?

      —Nada. Le dije que no y le comenté que prefería emborracharme de sueños. Pero estoy totalmente seguro de que su intención era indagar en lo más profundo de nuestras vidas.

      —¿Tú crees? —inquirió Edit, alarmada por las palabras de su marido.

      —Sí. Y te diré por qué. Cuando hemos hablado; mejor dicho, cuando me ha informado de los pasajeros que viajábamos en este tren, ha comentado que todos eran franceses, húngaros y nosotros, que viajábamos como españoles. Ese «como» es lo que me ha llamado la atención.

      —Sí, es extraño. No españoles, sino como españoles. Parece indicar que existe alguna sospecha sobre nuestra condición y nacionalidad.

      —Eso es lo que pienso yo. ¿Lo has escuchado, David?

      —Sí, papá. Por mí no os preocupéis. Hablo poco con extraños y desde ahora mucho menos.

      —Te lo digo porque en teoría tú eres el más débil de los tres; y cuando me refiero al más frágil, te reseño como el más fácil de engatusar —afirmó con torpeza, aunque a la vez con la contundencia y el cariño de un padre que desea lo mejor para su hijo.

      David bajó la cabeza en un signo de sumisión, aunque su mente derivaba hacia otros derroteros que no tenía demasiado claros y quiso clarificarlos.

      —Papá, ¿qué quiere decir eso de cucos? Es que lo he oído en varias ocasiones y no se me había ocurrido pensar que tenía alguna relación directa con las personas.

      Edit observó a su hijo con atención, con curiosidad. Seguidamente prestó una desmedida fiscalización por saber cómo Daniel le explicaba a su hijo el tema. Un tema sencillo pero espinoso y complicado para un adolescente de poco más trece años.

      Daniel tomó aire y le surgió, de improviso e inesperadamente, un gorgoteo que parecía ser el paso previo para hablar de los pajaritos a los que su hijo hacía alusión. Y lo hacía sin entrecomillar debido a su desconocimiento de ciertas historias con visos de correspondencia con situaciones bélicas surgidas en el siglo XX.

      —Bueno, ya sabes que el cuco es un pájaro, ¿no?

      —Sí, eso sí. Pero no me refiero al pájaro en sí mismo, sino a la interpretación que hay que dar cuando hablas de los cucos.

      —Es sencillo. La naturaleza ha creado a multitud de seres. Tanto los humanos como cualquier tipo de espécimen deben ser considerados como seres vivos. Y ahí entra en juego el pajarito. Mejor dicho, la hembra del pajarito —realizó una mínima pausa antes de continuar—, que, como hembra, es la que debería cuidar a sus hijos. Y lo digo así para que lo entiendas, que no son hijos, sino huevos. Sin embargo, la cuca, como es muy lista, en lugar de incubar sus huevos lo que hace es buscar a otras aves más pequeñas y que están en su misma situación y en cuanto descuidan el nido, su nido, ella vuela con uno de sus huevos, se come uno de los otros y cambia el suyo por otro de los que allí estaban. Por tanto, cuando regresan los dueños del nido, la madre continúa incubando porque desconoce que allí hay otro embrión que no será como los suyos en el momento en que eclosione. De esta manera, la cuca se zafa de sus deberes maternos, sus hijitos nacen

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