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antepuesta. Era muy consciente de las actuaciones prudenciales de su marido y por ello llegaba a admirarle sin resquicios. Sabía que lo más importante para él se centraba en la seguridad familiar, tomando esta en todos sus términos: personales y económicos. Siempre había sido así y estaba convencida de que jamás trataría de cambiar sus convicciones.

      —Tenemos que hablar —comentó, mirando la expresión del rostro de su hijo—. Y tenemos que hablar muy en serio —remachó.

      David alzó la vista desde el pequeño sofá donde estaba sentado hojeando un libro que le habían facilitado en la sinagoga. Era una Torá actualizada con las diferentes tendencias que acontecían en los tramos finales de lo que parecía ser un nuevo holocausto judío.

      —¿Cuándo nos vamos? —inquirió, mirando fijamente a su progenitor.

      —Pronto, hijo, pronto. Pero ese no es el tema.

      —¿Entonces?

      Edit alzó la mano como solicitando un inciso.

      —¿Y por qué no fijamos esta conversación para cuando tengamos los salvoconductos? —manifestó con sensatez.

      —Porque es muy probable que en cuanto nos los entreguen tengamos que salir de inmediato. Por eso quería que dejáramos dispuesto, o al menos previsto, lo principal. Lo secundario se podría montar sobre la marcha.

      A David se le hacía complicado entender a su padre. Sabía de su preocupación, de su inquietud, pero no llegaba a considerar la realidad del peligro. Entre sus compañeros se contaban historias, pero ninguna de ellas tenía la vigencia concreta de haber ocurrido. Su emancipación mental adolescente se enfrentaba en ocasiones con el interrogante de los hechos acaecidos. Su información era escasa, insuficiente, y por ello no alcanzaba a comprender a seres humanos que trataban de exterminar a otros seres de su misma naturaleza, aunque de físico y religiones diferentes.

      —No pueden ser tan malos —enfatizó.

      —Lo son, hijo. Más que malos, yo endurecería la palabra y la convertiría en inhumanos. Pero de una crueldad tan brutal como desconocida para nuestros días. En las épocas de nuestros antepasados, los sefardíes nunca hemos estado en los centros de atención de los pueblos. Siempre nos hemos visto obligados a vivir y convivir en guetos con nuestros similares, con nuestros análogos. Eso lo hemos tenido que soportar desde que el tiempo es tiempo y seguirá perdurando hasta que no llegue a crearse un estado propio, la tierra que Dios prometió a Moisés y que todavía estamos esperando. Una pregunta, David. Una pregunta muy simple.

      —¿Qué pregunta?

      —¿Cuántos amigos tienes fuera del recinto de la sinagoga?

      El muchacho se sorprendió. La pregunta era muy concisa, pero a la vez definitoria. Tenía que convenir en que su padre tenía razón.

      —¿Qué os voy a contar? Sabéis que salimos poco a la parte exterior de nuestro recinto y fuera de nuestros conocidos —dijo con amargura.

      —Pues eso mismo es lo que tu padre quería que llegaras a entender —concluyó Edit—. ¿Lo entiendes, hijo?

      —Sí, sí, lo voy comprendiendo. Pero solo tengo trece años y no suelo analizar todas las percepciones de nuestra vida diaria. Sería muy complicado.

      —Pero tu padre sí. Y él solo desea lo mejor para todos nosotros. Más para ti que para nadie.

      Daniel, que se había ausentado un instante, se reincorporó al grupo y al escuchar las últimas palabras de Edit los miró a ambos con asombro y disertó más que habló:

      —Queridos, nuestro culto es una magia continua, difusa, pero magia al fin y al cabo. La historia nos ha hecho sefardíes y esa es una cualidad, dentro de nuestra propia devoción, que nos hace diferentes a un resto importante de los hebreos. Y es lo que debemos considerar: quiénes somos y cómo somos. Creo que ha llegado el momento de hacerlo. Dentro de la desgracia propia del momento, tenemos la suerte de que nuestra familia es bastante pequeña: tres personas. Pero de cara al viaje debemos inventarnos la existencia de familiares en nuestro lugar de destino. Ahí también tenemos otra oferta, propuesta o invitación. Debemos decidir el lugar de España donde nos gustaría asentarnos en el primer momento, en un principio, porque después de un tiempo podríamos abarcar cualquier punto del territorio. Creo que es una gran noticia, dentro de nuestra des-ventura. —Madre e hijo lo observaban con sorpresa, con asombro. Una perorata de tal naturaleza hacía mucho tiempo que no la escuchaban de Daniel. Aunque, por otra parte, entendían que la situación y la resolución de la misma deberían conllevar ciertas explicaciones que su padre y marido parecía ser, parecía, que estaba dispuesto a ofrecer. Y continuó—: Me aconsejaron que Toledo no es en este momento la ciudad adecuada. España se halla en un contexto de recuperación económica después de su guerra civil y sería más que conveniente alejarnos del centro del territorio. He pensado en una ciudad de la costa mediterránea, ¿qué os parece?

      Madre e hijo se miraron entre sí. No supieron cómo reaccionar debido al entorno sorpresivo del momento.

      —¿Y eso? —preguntó Edit, alarmada.

      —También podría ser el norte. Pero me han comentado que la diferencia en la meteorología es abismal. Y creo que estamos cansados de lluvias, nieve, frío y mal tiempo, ¿no es así?

      David se levantó de su asiento, dejó el texto que estaba leyendo encima de una pequeña mesita y comentó:

      —Me voy a jugar al patio. Lo que decidáis estará bien.

      —Pero ¿qué te parece, hijo? —preguntó Edit—. Ya sabes que papá solo desea lo mejor para todos.

      —¡Tengo trece años, mamá! Y cualquier cosa que pueda decir siempre estará por debajo de vuestras sapiencias. Además, imagino que papá habrá estudiado todos los pormenores al milímetro, ¿no es así?

      —Así es —respondió Daniel con asentimiento.

      —Pues nada. Me voy al patio, que todavía quedan un par de horitas de juego.

      —¡Abrígate! —recomendó Edit.

      —Adiós.

      La salida de David conllevó un silencio sepulcral. Ninguno de ellos se atrevía a hablar en virtud de la proyección fraterna que ambos tenían sobre su hijo. Era lo primero para ambos y así se manifestaba en todos y cada uno de sus pareceres. El bienestar del niño, ya adolescente, se concretaba en la parte fundamental de sus vidas, y su futuro y ventura eran lo básico y primordial.

      —¿Cuándo tendrás el periodo? —preguntó Daniel de improviso. Edit se sorprendió ante la pregunta. Y se sorprendió debido a que era la primera vez que se la planteaba. A lo largo de los años que llevaban conviviendo, nunca se había interesado por un aspecto tan femíneo en la vida de su esposa.

      —¡Daniel! ¿A qué viene esa pregunta?

      —Es importante.

      —¡Explícamelo, por favor!

      —Es muy sencillo a la vez que natural. Ya sabes que durante los últimos años no hemos viajado a Suiza. En esta ocasión no podremos visitar a Amiel, que es quien nos ayuda a conservar nuestros ahorros de una manera segura, y en consecuencia tendremos que arreglarnos con lo que tenemos en resguardo.

      —Muy bien. Eso ya lo debías de tener pensado, ¿no?

      —Sí, sí. Pero existe un pequeño problema. Vamos a tener que pasar varios puestos fronterizos y, a pesar de tener permisos como ciudadanos españoles, es posible que suframos cacheos, registros y búsquedas no deseadas.

      —¿Registros? Eso es lo normal, y más en esta época y escenarios.

      —Sí, de acuerdo. Pero en vista del entorno y de un posible escape hacia otros países, la normativa de los alemanes solo la hemos cumplido en parte. Se entregaron una serie de bienes, pero también oculté lo más valioso y especial.

      Una vez más, Edit miró a su esposo con estupor.

      —¿A

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