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a pensar que en aquel periodo menstrual se hallaba el futuro de toda una familia. Y de ahí la pregunta, que no retórica, del miembro de la guardia de fronteras.

      Se giró hacia sus compañeros y comentó en alemán:

      —Todo en orden por aquí. Gente importante. —Seguidamente devolvió a Daniel la documentación exhibida, así como el pasaporte familiar.

      —Que tengan muy buen viaje. Cualquier cosa que necesiten, estaré a su disposición hasta la estación de Ginebra.

      Los Venay le miraron con gratitud, con reconocimiento, por saber que hasta Ginebra contarían con la presencia de alguien que los protegería y con quien podrían entenderse con mayor facilidad a pesar de las diferencias idiomáticas que los separaban dentro de un mismo idioma. Además, y de manera involuntaria, les indicaba que el convoy estaría escoltado por guardias suizos hasta completar su recorrido por territorio helvético.

      Salieron a media tarde. El viaje iniciaba su andadura por tierras helvecias, desde donde conseguirían llegar a la parte final de su éxodo proyectado. Hacía sol. Concebía indolencia, pero los rayos solares envolvían el departamento de un regocijo incorpóreo, casi trémulo, que estremecía a sus ocupantes. Suiza, la intersección de su territorio, la consideraban el principio del fin de sus males, de sus penurias, de las carencias que un simple nacimiento equívoco para unos, los alemanes, podría sumir a todo un pueblo en una convulsión continua y en la sublevación brutal contra sus gentes. Un pueblo, el judío, cuyo único pecado radicalizado en la tierra de los humanos había sido, precisamente, su desnaturalización, su destierro perenne por los siglos de los siglos y el desarraigo perpetuo, que en ningún caso ayudaba a dispensar una pureza de estirpe debido a una indeseada, y a la vez artificial, expatriación.

      Pero había más. Durante el almuerzo, con el convoy estacionado, tuvieron una sorpresa no concebida. Llegaron al vagón de servicio, se sentaron en la mesa que les había sido asignada y pocos instantes después un señor mayor, de imagen iletrada, se sentó en la mesa de su lado. Cuando llegó el doméstico, que hacía las veces de camarero, le indicaron que en la mesa se sentaban los señores. El sirviente, haciendo caso omiso, les informó de que la señora no se encontraba demasiado bien y habían solicitado el cambio de turno, por lo que difícilmente volverían a encontrarse, a no ser en una visita acordada en su departamento. Daniel, que siempre tenía la mente emplazada alrededor del detalle, pensó que la investigación de los «cucos» habría resultado baldía e intentarían buscar a otros candidatos inciertos para cumplir con su quehacer. Para él, resultaba demasiado evidente que tan pronto como la investigación sobre su familia y él mismo se convertía en humo, Zoltan se alejara de ellos como si fueran seres inicuos. El desarrollo de sus actos se convertía en ignominioso observado desde cualquier punto de vista. Había quedado demostrado que Zoltan era quien ellos mismos habían definido como un delator al servicio de los «cucos».

      —¡Qué casualidad! ¿No os parece?

      —Lo único que me parece es que estamos a salvo. ¿Qué hay para comer? Lo cierto es que hoy tengo apetito. Ha sido una mañana propensa al delirio en muchos sentidos, pero parece ser que ha salido bien.

      —Pienso lo mismo. ¿Qué tal, David?

      —Bien, pero me gustaría saber cuál va a ser el itinerario que haremos a partir de ahora. La verdad es que no tengo ni idea de dónde estamos —afirmó, echando un vistazo sobre el mapa europeo que siempre llevaba consigo.

      —Ten en cuenta que nos hemos perdido casi lo mejor del viaje. Hemos pasado las montañas del Tirol, pero lo hemos hecho de noche. Yo casi diría con nocturnidad y alevosía, aunque me hubiera gustado verlas de cerca. Dicen que los valles y los prados se confunden entre ellos antes de asumir los picos que las circundan. Y también dicen, lo leí hace mucho tiempo, que lo más impresionante de los collados que las rodean es el silencio mágico que las confunde. Además, en este final de marzo todavía no existen las coronas de niebla que las suelen extraviar.

      —Pero papá, no me has contestado a la pregunta.

      —Bueno, estamos en Zúrich. Ya has visto los carteles de la estación.

      —Es lo único que he visto: los andenes, las vías de tren y a lo lejos las colinas que se observan. Parece que la ciudad está metida dentro de una alberca y rodeada de frondosos montes. Es todo lo que se ve desde aquí.

      —Es todo, David. Sabes que no existe autorización para pisar los suelos suizos. Y debemos cumplir lo que nos indican.

      —De acuerdo, pero es una pena.

      El chico tenía toda la razón. Estar al lado de una preciosa ciudad del centro europeo y no poder dar dos pasos en su conocimiento, aunque breve, se tornaba en una especie de impotencia para la mentalidad de un adolescente. Luego, durante todo el trayecto, había comprobado por sí mismo que la guerra de la que se hablaba no se hallaba vigente por donde el tren había atravesado. Eso sí, se veían muchos militares en todas y cada una de las paradas que habían realizado, pero su estatus más parecía abarcar el término de guardianes que de guerreros.

      David cerró los ojos. La comida era abundante, pero en la mentalidad de un joven la manutención tenía una importancia relativa. Había querido, desde el primer momento, solo pensar en su viaje, en la conclusión del mismo y en el futuro que podría esperarle en el lugar donde se asentaran. No deseaba recordar el pasado, un pasado que jamás volvería a ser y que gran parte de su vida lo tendría presente como el qué habría podido ser su existencia de seguir en Budapest. También pensó en su madre, Edit. Analizaba su manera de actuar; sus escondidos sentimientos, que parecían haber dado un vuelco desde que accedieron a la embajada. Su preocupación continua, su actitud vehemente, su silencio castrado por la confianza paterna conferían a aquella mujer, su madre, un interrogante que podría llegar a conclusiones negativas. Decidió continuar con sus reflexiones en otro momento, en otro instante en que pudiera actuar frontalmente y preguntarles a ambos el porqué de un cambió de condición tan evidente en sus mentes.

      —Y después de Zúrich, ¿qué? —preguntó, señalando con el dedo el posible recorrido.

      —Pues no lo sé, pero podrías preguntarle a ese guardia de fronteras tan amable que se acerca por el pasillo.

      David se giró sobre su torso para observar la llegada de dos uniformados que se iban acercando, fiscalizando a los comensales del primer turno y revelando que la locomotora saldría a hacer unas pruebas, que el convoy estaría totalmente detenido entre dos y tres horas. También tuvieron la gentileza de indicar a los integrantes del pasaje que estaban autorizados a bajar al andén y pasear por el mismo, aunque sin salir fuera de él. Al llegar a la altura de la mesa de los Venay, David indagó:

      —¿Para dónde iremos ahora?

      El guardia de fronteras lo observó durante un instante. Sonrío y con una amplia mirada gestual de simpatía le dijo:

      —Me caes simpático. Además, eres el único chico en todo el vagón y tengo la impresión de que lo que yo te explique te lo guardarás para ti, ¿de acuerdo?

      —Claro, no se lo diré a nadie —aseveró David.

      —Solo a tus padres. ¿Me lo prometes?

      —Seguro que sí. Solo a mis padres.

      Durante el corto diálogo, Daniel sonreía y Edit se mantenía en su mundo de reflexión y mutismo. Ella, en su situación, prefería la estancia en el departamento al paseo sugerido por los andenes de una vía muerta.

      El guardia reveló, mirando fijamente a David como si no hablase o no le escuchase nadie más, que el convoy saldría sobre las seis de la tarde, una vez la locomotora hubiera superado las pruebas realizadas, y dependiendo de su estado el viaje continuaría en una sola etapa hasta la ciudad de Ginebra. Todo ello, repitió, siempre y cuando se dieran los condicionantes necesarios y la autonomía de la máquina fuera suficiente. Comentó que serían cerca de trescientos kilómetros y que en ese aspecto deberían ser los maquinistas quienes se pronunciaran en uno u otro sentido. Caso contrario, Lausana sería la próxima parada de asistencia.

      —¿Te parece bien?

      —Pues

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