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el aire sin detallar: no llegaba a definir el tiempo que habían habitado en Budapest, no llegaba a precisar el tipo de enseñanza recibida en los Marianistas y, por último y como un nexo de unión entre su nacionalidad y conocimientos, las clases de historia de España en la embajada. Solo podía tener una conclusión en su propio análisis: ¡fantástico! Él mismo no podría haber definido mejor una larga estancia en una ciudad, una educación recibida y un hipotético compromiso laboral de un familiar en una legación diplomática donde, obviamente, se le debía suponer su propia nacionalidad. Abrazó a David y lo felicitó por su entereza ante lo que Daniel advirtió que podía suceder.

      —Creo que al menos ahora deberá tener muy claro lo incompatible que puede ser que un niño judío reciba una educación cristiana.

      —Bueno, y lo de las clases de historia de España en la embajada es para tirar cohetes —añadió Edit con una amplia sonrisa, como hacía días que no realizaba.

      Un silbido sonó cercano. Otro más. Parecía ser que la locomotora indicaba el reinicio del recorrido a efectuar. Se acercaron, con calma, a la ventanilla y comprendieron la realidad del aviso. Con lentitud, el convoy se movía hacia un remanso de mayor paz y de libertad para ellos. Dieron las gracias a Dios y se sentaron en sus respectivos asientos. La noche, lamentablemente, se dibujaba en la lejanía, lo que indicaba que su curiosidad y atención en los paisajes del recorrido a efectuar serían, como casi siempre, nulas.

      Una vez más, en su departamento y con la luz atenuada, se perderían las maravillas naturales que desprende el territorio helvético: los vergeles, las vegas camufladas por los árboles que las circundan, la fauna y la flora que convergen en ellos y los paisajes alpinos dignos de ser milagros del universo, que lo son. Una ruta que diurna podría condensar de por sí una gran variedad de ríos, arroyos, castillos, lagos, glaciares sin desperdicio de nieve y el estado propio de varias poblaciones que se esconden de sí mismas entre las montañas.

      —Una pena —murmuró Daniel.

      —Es cierto, papá. Dicen que el paisaje suizo es muy bonito, pero nada como el Danubio, ¿eh?

      —Pues tendremos que conformarnos, ¿no te parece?

      —Otra vez será —declaró Edit antes de salir en dirección a los servicios.

      La noche se cerraba y el tren continuaba su camino uniforme hacia la ciudad de Lausana. Desconocían el kilometraje entre ambas ciudades y, por tanto, difícilmente podían calcular el tiempo de desarrollo. Al salir de la colación nocturna, el cómputo sobre la duración del trayecto se convirtió en certeza aproximada. Pasarían unas cuatro horas más. La llegada se produciría casi en la madrugada y tendrían que permanecer despiertos en el caso de querer curiosear en una estación de tren, otra más y penúltima de su viaje. Edit decidió descansar y solicitó por favor que se cerrase la contraventana.

      —Siempre nos quedará la ventanilla del pasillo —profetizó Daniel.

      —Ya veremos… —dejó en el aire David—. Empiezo a tener sueño.

      La familia Venay, entonces, tomó la decisión de descansar y tratar de dormir en la última noche, así lo esperaban, de su angustiado viaje de escapada. Acertaron en su elección debido a que la locomotora no necesitó parada de asistencia en Lausana y continuó su ruta hasta Ginebra, donde llegaron a las seis de la mañana. Una vez despertaron, observaron la gran cantidad de movimiento que se originó alrededor del convoy.

      —¿Dónde estamos? —preguntó Edit.

      —No lo sé, pero creo que es Ginebra, la última parada suiza. Y desde aquí ya iremos directos hasta Lyon.

      —Voy al baño —indicó David.

      —No, hijo. Vamos —declaró Edit.

      —¡Primer turno! —observó David.

      —Vale, vale. Pero camina —concedió su madre.

      Mientras se desperezaba, Daniel, después de lavarse la cara en la minúscula palangana del departamento, comenzó a recapitular sobre los episodios que habían tenido lugar en los últimos días. Tenía la certeza de que la postrema etapa de la migración hasta el territorio francés sería de una impavidez sombría. Le inquietaba el estado de su esposa, con los nervios tensionados durante todo el recorrido y una mente abstraída por su propia preocupación. Le angustiaba la ansiedad que le embargaría al llegar a zona francesa y, en su razonamiento adverso, recordaba las palabras del Ángel de Budapest, quien había incidido en que su influencia solo abarcaba hasta su llegada a los andenes de Lyon. Una vez allí, caso de conseguir superar el recorrido, su potestad no alcanzaba y tendrían que valerse de su propio criterio para llegar a España. Por ello, les habían facilitado la suficiente moneda, tanto francesa como española. Nada había comentado con los suyos al objeto de no inquietarles y dejar que su sonrisa límpida ahuyentase cualquier tipo de sospechas indeseadas. Los veía felices, dentro de sus límites de inquietud, y ello se debía al sosiego indudable que se proyectaba desde su propia actuación. Pero Daniel vivía la procesión en su interior. Estaban cercanos a conseguirlo. La acción concertada de la embajada y todos los demás elementos que confluían en una etapa tan delicada habían conseguido que los Venay disfrutaran de un desplazamiento tranquilo dentro de lo relativo del criterio. Tenía la constancia propia de que, desde el primer momento en que accedieron al convoy, su presencia había sido objetivo perverso de todos los operadores que actuaban, de incógnito y camuflados, en favor del régimen imperante, fascista en todos los órdenes. Y también tenía la sospecha de que David había sido la piedra angular para disipar cualquier tipo de recelo cuando la desconfianza provocada por la inacción de ellos mismos se mantenía incólume en el instinto persecutor de Zoltan. Para Daniel las casualidades, en el ámbito sesgado en que se movían, no existían. El hecho, simple hecho, de tener como vecinos de mesa al principio del viaje a los Zoltan configuraba una imagen absurda de un proyecto de amistad inexistente. A la vez, le resultó sospechoso que lo único que parecía preocupar a su ojeador fueran sus propias vidas y existencias. De ellos, aparte del nombre propio que él exhibía y de que eran ciudadanos húngaros, desconocían su conjunto vital: dirección, trabajos, familia y demás etcéteras que, obviamente, un matrimonio proclive a la iniciación de una amistad o de un conocimiento más profundo debería haber expuesto desde el primer momento. Ello le condujo a una reflexión profunda, inerte de contenidos y, por tanto, inocua en cuanto a su procedencia y modo de actuación. Faltó, en su momento, la necesidad de distorsionar los hechos para mantener una teoría y eso fue, en principio, lo que condujo a un interrogante que las horas previas habían dado como positivo en lo negativo de los Zoltan. Sonrió para sí en el momento en que los suyos regresaban.

      —Estamos listos, papá —afirmó David.

      —¿Listos? ¿Para qué?

      —Es hora de desayunar.

      —Cierto. Lo había olvidado. —Se giró hacia su esposa y preguntó—: ¿Tú cómo estás, querida?

      —Bien, bien. Mejor de lo que esperaba.

      —¡Estupendo! ¡Venga, vamos al provecho! ¡Necesito un café!

      —¡Y yo unos bollos!

      La salida había sido prevista para el mediodía. Lucía un sol solemne, como si quisiera dar su beneplácito para disfrutar de los paisajes pretéritos, sombríos e imaginarios, dejados de disfrutar en los últimos días. La naturaleza ponía a su alcance los medios para complacerse de las vistas en una jornada que para la familia Venay tenía el corolario de histórica en su primer asalto. Faltaban más. Y lo sabían. Pero alcanzar la tierra francesa, a pesar de estar ocupada por las tropas alemanas, ya dejaba entrever un cúmulo de posibilidades que anulaban una parte importante de su regresión.

      Por primera vez, el convoy salió a la hora programada. Dejar la estación de Ginebra no solo constituía acceder al podio francés, sino concatenar una racha de laureles en la larga marcha sobre la libertad. La despedida no solo ocurrió en los andenes. La despedida fue más que calurosa en su departamento cuando uno de los guardias de fronteras, el de madre española, en su recorrido final de vigilancia y contabilización del pasaje, entró a saludarles y despedirles.

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