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perversa aunque cordial.

      —Bueno, pues nosotros también nos quedamos aquí —declaró Daniel, señalando a los sillones del compartimento.

      —Nada, es un viaje corto. Ya que tenía que contabilizar a los viajeros, he solicitado el segundo vagón para poder despedirme de ustedes. Me han caído muy bien y el hecho de recordar una parte de mi idioma materno me ha hecho muy feliz.

      —Pues ya sabe dónde puede encontrarnos —comentó Edit con un gesto de cortesía.

      —España es muy grande, pero muy bonita.

      —¡Búscanos! —descargó David—. Pero si nos buscas, no vayas más allá de Cataluña. Es donde vamos a instalarnos.

      —¿Barcelona?

      —Depende —clarificó Daniel—. Depende de muchas cosas.

      El silbido de la locomotora les indicó que debían despedirse.

      —¡Les deseo muchísima suerte! ¡Y no olviden que hoy es el día del shabat! —Se despidió haciendo un gesto de cortesía con el brazo y se bajó del vagón.

      Ninguno de ellos supo cómo reaccionar ante un relámpago tan crítico por parte de alguien de las fuerzas de seguridad que había estado con ellos durante un tiempo importante y en ningún momento se había significado como judaico. El momento cobraba vida en cuanto dejó el tren y convinieron que era uno más, uno de ellos, pero que sufría su asfixia y opresión religiosa en un país, en teoría, totalmente libre.

      Fue entonces cuando Daniel rememoró las palabras del Ángel de Budapest, quien había estipulado que no podrían portar ningún tipo de documento, como la Torá, que pudiera indicar su religiosidad y, en consecuencia, su origen y naturaleza. Era evidente que el guardia de fronteras se lo había recordado de una manera indirecta, si bien inhumana. Toda su formación y débito se habían convertido en ferocidad en el momento de la despedida. Un adiós con los mejores deseos de buena suerte, pero con el indicativo tácito de no olvidar quiénes eran. Daniel, de cualquier forma, comprendió su compromiso, su recomendación. De manera borrosa pero contundente, aquel hombre les había indicado que les deseaba lo mejor, pero que nunca olvidasen quiénes eran, estuvieran donde estuvieran. Y Daniel recogió el mensaje.

      Con su incesante constancia para que el éxodo natural pudiera llegar a buen destino, más que olvidar, había desviado a un segundo término sus obligaciones protocolares; deberes específicos que en su escenario actual no podía validar, siendo su conclusión final la ausencia obligada del deber religioso en favor de la seguridad familiar. Y sí, consentía que la Torá y el shabat llegaban a compendiar una situación en que toleraba que la vida humana se mostraba por encima de las costumbres de descanso y santidad, como enmarcaba el libro sagrado. Pero también recordaba que el judaísmo había sido la primera religión imperante en el planeta y que el judío resumía las dos tablas entregadas por Dios a los humanos. Es posible que nadie, o casi nadie, estuviera familiarizado con la realidad religiosa y con el mensaje que emitió Dios con los diez mandamientos; mandamientos que fueron divididos en dos tablas. La primera comprendía, y lo sigue haciendo, los primeros cinco mandamientos entre Dios y el hombre; y la segunda, los siguientes cinco entre el hombre y su prójimo. Ser judío significa, significaba, que nunca se está solo, y el guardia de fronteras se lo había recordado.

      Daniel observó a los suyos. El traqueteo del tren no impedía el pensamiento y observó el silencio epistolar de su familia. Sabía que el hecho había producido un síntoma disforme en la tranquilidad adquirida, acarreando en breve la pérdida de la placidez alcanzada. No sabían si para bien o para mal, aunque eran conscientes de que aquel hombre, bueno o malo, podría arruinar sus propósitos.

      La solución a sus pesares llegaría en poco más de dos horas, en cuanto el convoy hiciera su entrada en la estación de Lyon.

      La llegada a la ciudad francesa constituyó uno más de los elementos favorables que acompañaban a la familia Venay. El control de aduanas podría calificarse como rutinario, habitual, y ninguna pega obstruyó su entrada en territorio francés. Solo faltaba solventar, por entonces, su desplazamiento a tierras del sur.

      El idioma constituyó, una vez más, un problema añadido a las dificultades que se concertaban por el perímetro dominante alemán que abarcaba toda la región. Si bien el pasaporte español confería ciertas garantías, así como el salvoconducto, otros inconvenientes se cernían respecto al medio de transporte a utilizar. Uno de los empleados de la estación, que hablaba un poco de español, los dirigió a una zona desde donde salían autobuses con destino a Montpellier y a otros puntos de la región sureña. Aunque por el idioma gestual indicó que el viaje hasta la frontera española sería muy largo y consideraba conveniente hacerlo en dos etapas. Así lo hicieron.

      El horario de los autobuses era siempre nocturno al objeto de que los pasajeros pudieran dormir la mayoría del tiempo. Salían a las once de la noche, pero en ningún caso confirmaban una hora concreta de llegada. El estado de las carreteras, los controles, el repuesto del autobús y un pequeño descanso del conductor hacían inviable afirmar con cierta exactitud el arribo a Montpellier.

      Daniel se sentía más que preocupado por el estado de Edit; más que inquieto, en el sentido de que tenía la certeza absoluta de que su esposa necesitaría visitar el servicio en más de una ocasión y el sombrío vehículo carecía de él. Un desplazamiento de varias horas, con el cansancio acumulado y la situación sobrevenida, no era el más adecuado para proseguir viaje. Lo comentó:

      —¿Cómo te sientes, Edit? —preguntó, a sabiendas de cuál sería su contestación.

      —Bastante bien. —Y acercando su voz a la oreja de su esposo indicó—: Casi estoy terminando. Un día más o dos, pero ya estoy con los restos.

      —¿Entonces qué os parecería que nos quedásemos a pasar la noche aquí y mañana volvemos a la estación para seguir viaje?

      —Sí, sería lo más natural. Estamos muy cansados, llevamos poco equipaje y el hecho de sentarme en un vehículo de esas características… —comentó, señalando a los autobuses que por allí estacionaban— preferiría evitarlo.

      —¿David?

      —Sí, papá. Una noche en la posada y mañana será otro día. A decir verdad, nadie nos persigue y nada nos obliga, ¿no os parece?

      —Correctísimo. Busquemos un alojamiento, pero antes quisiera enterarme de cómo está el servicio ferroviario de mañana para el sur. Vamos.

      En la búsqueda de información fue cuando sus turbaciones prioritarias resultaron destruidas. Aquella misma noche y con destino a la estación de Cerbère, próxima a la frontera española, salía uno de los trenes confirmados, que solo circulaba tres veces a la semana y siempre en horario nocturno. Permanecieron en una situación lo más próxima al shock después de haber decidido pernoctar y descansar aquella misma noche en Lyon.

      —Ya lo tenemos claro. ¿Ahora qué hacemos? Tendríamos que quedarnos un par de días más o buscar cualquier otro convoy con el que deberíamos hacer transbordos y el tiempo, o los tiempos, de espera podría ser indeterminado. Querida familia, vosotros tenéis la palabra.

      David sentía una profunda inquietud por cierto desconocimiento, que sus mayores mantenían para sí. Por tanto, no se atrevía a presionar a sus progenitores en cuanto a las decisiones que tomar. De todas maneras, intervino con ánimo de aligerar el peso que, presentía, estaban sufriendo sus padres.

      —Yo solo puedo preguntar cuál es la prioridad.

      —Llegar a España, David. Llegar a España.

      —¿Entonces para qué vamos a discutir? Seguimos viaje y, caso de no reventar físicamente, llegaremos a nuestro destino.

      —¿Estás de acuerdo?

      —¿Mamá?

      —Por mí, adelante. Salimos esta noche y mañana se acabó todo.

      Es evidente que suele ser, es, la casualidad lo que hace una historia. Los ferrocarriles se mantenían

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