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de la segunda mitad del siglo, no eran más que alarmas sobre el futuro del lazo colonial. Unas alarmas que en ningún caso hacían pensar en un desenlace tan acelerado. Todavía más: según este historiador, en los primeros momentos, con las alarmas ya encendidas, pese a la crítica de carácter económico, pese a la crítica a ciertos aspectos del marco institucional y jurídico, la Corona y la unidad imperial son escrupulosamente respetadas. En nuestra opinión cabe matizar esta idea puesto que, aun siendo cierto que sólo tardíamente la Corona será cuestionada explícitamente, contemporáneos de la época mantenían serias preocupaciones respecto a cuál podía ser el final del imperio colonial español ya en las décadas finales del siglo xviii. Y entre aquellos que la cuestionan se encuentran los casos más conocidos de Francisco de Miranda (el revolucionario y precursor venezolano), Manuel Gual, José María España (partidarios decididos de instaurar un régimen republicano ya en 1797), Antonio Nariño (colombiano que sufrirá prisión y exilio también por su republicanismo) o Juan Pablo Viscardo (autor, en 1792, de la famosa Carta dirigida a los españoles americanos, donde hace una agria denuncia de la explotación española) (Alcàzar, 1995).

      Entre los peninsulares, el intendente de Venezuela comunica, en 1781, a Carlos III que «las Américas han salido de su niñez», lo cual –a su parecer– resulta evidente por la reciente rebelión encabezada por Túpac Amaru; un proceso que:

      Si hubiese tenido un jefe de alta esfera en la clase de los blancos me persuado que hubiera sido muy difícil o imposible el desempeño de reducirlo o vencerlo, y no se sabe si el mal se ha extinguido o si cuando menos se piensa volverá a descubrirse con violencia inexpugnable. (Pérez, 1977)

      Y es que el intendente es consciente de los acontecimientos internacionales recientes, lo cual hace que se plantee una pregunta concreta:

      Si no ha sido posible a la Gran Bretaña reducir a su yugo esta parte del Norte, hallándose cercana bastantemente a la metrópoli, ¿qué prudencia humana podrá dejar de temer muy arriesgada igual tragedia en los asombrosos y extensos dominios de España en estas Indias? (Pérez, 1977)

      El conde de Aranda, en una línea similar, afirma en 1783 que «el dominio español en América no puede ser muy duradero», y esto no sólo por la dificultad de defenderlo teniendo en cuenta la distancia y por los abusos de los funcionarios peninsulares, sino porque la excolonia británica «a corto plazo se convertirá en un gigante que pronto amenazará las posesiones españolas» (Pérez, 1977).

      Así pues, parece evidente que, más allá de algunas formulaciones ya aludidas, podemos decir que fundamentalmente serán los problemas originados en la segunda mitad del siglo xviii los que conducirán a las independencias. Éstas suponen, en última instancia, el desenlace de la degradación del poder español, producido a una velocidad vertiginosa, que se hará patente de forma inequívoca alrededor del año 1795 y siguientes.

      La guerra con Gran Bretaña, señora del Atlántico, separa a España de las colonias. El monopolio comercial, devaluado desde hace años, se hace entonces imposible de mantener en su concepción anterior. La Corona propicia las reformas mercantiles, y toda una serie de medidas de emergencia liberalizan buena parte del comercio de las colonias americanas. Esta nueva política será celebrada desde las Antillas al mar del Plata, y toda la costa atlántica se propone aprovechar la nueva coyuntura reforzando los cambios producidos. Aun así, de forma temprana, desde algunos centros comerciales –Buenos Aires puede ser el mejor ejemplo–, se constata la existencia de una discrepancia de intereses con España, hecho que surge en paralelo a la confianza en las propias fuerzas de las diversas zonas americanas para navegar en solitario por el sistema económico occidental.

      La derrota española en Trafalgar, en 1805, será el golpe de gracia que marcará la evidente inferioridad de España en materia marítima. Las buenas perspectivas comerciales de pocos años atrás se rompen, y comerciantes y productores son conscientes de que las ataduras con la metrópoli sólo les ocasionan problemas y ninguna ventaja, ni siquiera la de la protección.

      El horizonte de la independencia se presenta como la única salida válida, al menos para una parte de la élite que, eso sí, irá ganando adeptos en sintonía con la evolución de la situación interna y externa. España ya no puede dirigir la economía de sus colonias, y las potencias europeas tampoco estarán dispuestas a que ésta cierre de nuevo el mercado americano, tal y como hizo en el siglo xvii, dejando a los demás exclusivamente la puerta del contrabando para conseguir una parte de los beneficios. En 1806 se producirá el primer aviso: en la capital del Río de la Plata la legalidad quedará hecha añicos cuando las milicias impongan su ley, porque ellas son las que han expulsado a los invasores británicos.

      De esta manera, parece acertada aquella idea de Brading y Lynch según la cual España había intentado con las reformas borbónicas la segunda conquista de América, que acabaría en fracaso. En opinión de Lynch, hay una diferencia esencial entre la primera y esta segunda conquista: la primera era la conquista de los indios; la segunda se proponía el control de los criollos. Aun así, las cifras nos permiten entender que era una batalla perdida de antemano: a inicios del siglo xix, de los poco más de tres millones de blancos que habitaban el subcontinente, sólo ciento cincuenta mil eran peninsulares. Esta minoría, evidentemente, no podía aspirar a mantener indefinidamente el poder político.

      Así, puede considerarse que, en este sentido, la independencia –una partida que en la práctica sólo jugaban los blancos, aunque la carne de cañón será en buena medida la de los negros, los indios y los mestizos– tenía una cierta inevitabilidad demográfica (Lynch, 1976); que la independencia no fue más que la victoria de la mayoría –minoritaria dentro del conjunto de los americanos– sobre la minoría.

      Como primera conclusión puede decirse que la segunda conquista finalizó cuando los ejércitos de Napoleón invadieron la península Ibérica. No obstante, es necesario decir que la estrategia borbónica había sido subvertida desde dentro y había sido víctima de sus propias contradicciones. Las mismas reformas llevaban en su seno el virus de su autodestrucción. Muy probablemente, los reformistas españoles –excepto, como hemos visto, algunos altos cargos como el conde de Aranda, el intendente de Venezuela y otros– no habían llegado a imaginar las consecuencias de sus medidas, ni la respuesta de los americanos (Alcàzar, 1995).

      Obviamente, el caso cubano presenta una singularidad que no puede ser ignorada. Antonio García-Baquero (1973) ya ofreció una hipótesis interesante: Cuba fue la única colonia española que no se planteó ni siquiera la posibilidad de su independencia cuando estalló el movimiento general en el continente. Si tenemos en cuenta que, a lo largo de todo este período, son los cubanos los que adoptan una postura de mayor oposición a la península Ibérica en defensa de sus intereses, el fenómeno parece incluso más contradictorio. Tal vez sea necesario pensar que los intereses económicos españoles en esta colonia eran superiores a los de las restantes. En el mismo volumen se recoge un debate en el que participaron varios historiadores, y resulta relevante recoger una parte de la intervención de Manuel Tuñón de Lara (1973) respecto a las razones de los cubanos para no acceder a la independencia. Estas razones no vienen principalmente de España, ni de la represión: vienen del hecho de que las clases dirigentes cubanas no aspiraban profundamente a la independencia. En la base de este rechazo a la independencia no se puede ignorar, en efecto, lo que han subrayado Vilar y Salomó: el problema de la esclavitud. Se daba el caso que llegaban esclavos por decenas de miles y que «burgueses» o «hacendados», es decir, las clases dirigentes criollas, experimentaban el miedo de no tener un aparato represivo suficiente, si conseguían la independencia, para mantener la esclavitud. También existía el problema que los negros que llegaban año tras año no estaban integrados en Cuba, es decir, existía un problema de nacionalidad en formación. Hay finalmente otro factor, como es el de la política norteamericana de aquella época, que consiste en el hecho de que Cuba siga con España, teniendo en cuenta además que en aquel entonces Estados Unidos era esclavista. Es necesario contemplar estos tres factores para entender el comportamiento diferenciado de la burguesía cubana respecto de otras burguesías criollas del continente.

      Al abordar el análisis de las reformas borbónicas hemos dejado constancia tanto de las

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