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una brecha legal: el derecho de asiento (que daba a los británicos el monopolio del tráfico) y el navío de permiso. Además, el contrabando británico desde Jamaica, el holandés desde Curaçao y el francés desde el Caribe eran cada vez más importantes.

      Durante el siglo xvi y buena parte del siglo xvii, el sistema de monopolio impuesto por España había sido superado ilegalmente por las propias colonias. Un importante comercio intercolonial surgió con rapidez y este cambio económico dará pie a un cambio social: una élite criolla de terratenientes y comerciantes entrará con fuerza en la estructura social de las colonias. Ya desde el principio, los intereses de esta élite y los de la metrópoli no siempre eran coincidentes, especialmente respecto a las demandas de propiedad y de mano de obra que continuamente exigían los criollos. El nuevo equilibrio de poder, determinado por la presencia de esta nueva élite junto con una burocracia formada por peninsulares, corrupta porque era de su agrado o por obligación, pronto tuvo repercusiones económicas para España, puesto que el tesoro remitido desde las colonias registrará una bajada muy sensible (Van Bath, 1989).

      Las colonias desarrollaron su propia industria de astilleros y disfrutaron de una autonomía global en materia defensiva. Las defensas navales de México y Perú eran pagadas por la tesorería propia, exactamente igual que los astilleros, los talleres de armas y toda la industria subsidiaria. Y es que la pérdida de relevancia de la minería en el contexto económico americano y en las relaciones comerciales entre la metrópoli y las colonias no marcó necesariamente un signo de recesión económica, sino que pudo significar un cambio, una transición de una economía de base estrecha a otra de base más amplia.

      Claro que, entonces, una pregunta que puede surgir espontáneamente es: ¿por qué las colonias no aprovecharon la crisis metropolitana de la guerra de Sucesión para conseguir la independencia? La respuesta es concreta: ni el ambiente ideológico y político de principios del siglo xviii favorecían esta demanda, ni los territorios americanos necesitaban declarar la independencia formal, puesto que disfrutaban de un buen nivel de independencia de facto. Cuando el nuevo colonialismo de la administración borbónica les afecte tan decisivamente como lo hará, las cosas cambiarán de verdad. La reacción se producirá cuando la metrópoli entre en actividad, no mientras estaba mortecina.

      Por eso es por lo que la primera intención del reinado de Carlos III con respecto al problema colonial fue detener la primera emancipación americana. A partir de la derrota de la guerra de los Siete Años, España empieza a hacer un enorme esfuerzo por reequilibrar su situación, no sólo en Europa, sino también en América. La España de Carlos III pretendía controlar el comercio de las colonias, limitando drásticamente el papel que –de forma ilegal– había llegado a lograr buena parte de los criollos, así como el que desempeñaban determinadas potencias extranjeras en relación con el comercio americano. España estaba, efectivamente, muy preocupada por controlar mejor a los extranjeros y sus actividades comerciales. No obstante, el principal objetivo no era expulsarlos, sino controlar a los criollos. Ésta era, pues, la base de la «segunda conquista de América» (Brading, 1975; Lynch, 1990).

      Durante el reinado de Carlos III (1759-1788), la necesidad de nuevos ingresos fiscales se hizo urgente, teniendo en cuenta que los envíos de Indias con destino a la Real Hacienda tendían claramente a la baja en una primera etapa, hasta 1777, tal y como ha demostrado García-Baquero (1976). En una segunda fase, después de las reformas, veremos cómo la situación cambia radicalmente (Delgado, 1990).

      La urgencia de incrementar los recursos fiscales se hizo todavía más necesaria después de la guerra de los Siete Años (1756-1763), al demostrarse que los sistemas de defensa de las plazas coloniales habían quedado obsoletos frente a la nueva capacidad militar británica (como puso en evidencia la toma de La Habana y Manila), por lo cual resultó imprescindible proceder a la renovación de las fortificaciones de los principales puertos de las Indias. Lógicamente esto tenía que hacerse a costa de los contribuyentes americanos, sin que implicara una reducción de las ya escasas remesas de capitales que llegaban a la metrópoli (Delgado, 1990).

      Es en este contexto donde debemos entender el reformismo de los ilustrados de Carlos III. En opinión de Brading, el primer paso dado por éstos fue organizar una fuerza militar adecuada que preservara a las colonias tanto de los ataques de otras potencias europeas como de los posibles alzamientos internos. Se crearon regimientos coloniales, que eran más numerosos cuanto más elevados eran los recursos locales. Estos contingentes militares se formaron mayoritariamente con alistados nativos y con unos mandos que, de capitán para abajo, eran criollos, realidad ésta que tendrá enormes consecuencias a la hora del enfrentamiento militar posterior (Domínguez, 1985). Más adelante vendría la decidida acción sobre los jesuitas, que ejercían una gran influencia sobre las élites criollas mediante la enseñanza, pero lo más relevante de la nueva política americana fueron las reformas administrativas.

      Tras crear un nuevo virreinato con capital en Buenos Aires, éstas se centrarán en la entrada en funcionamiento –especialmente desde el nombramiento de José de Gálvez como visitador general– de una burocracia asalariada.

      Se estableció el monopolio del tabaco y se reorganizó la recaudación de la alcabala, se incrementó la producción de plata mediante las exenciones de impuestos y la consiguiente reducción en los gastos de productos como la pólvora y el mercurio. Además, como los Borbones entendían que las colonias interesaban en la medida que ofrecían productos que no se encontraban en Europa, al deseo del control sobre el oro y la plata se añadieron el del cacao, el azúcar, el café y el tabaco. Esto permitió a la monarquía incrementar sustancialmente las recaudaciones fiscales como consecuencia de la expansión de la actividad económica provocada por las reformas en el comercio y el fomento de las exportaciones coloniales.

      En 1765 se puso fin al monopolio de Cádiz. En 1774 se autorizó el comercio entre las regiones americanas de Perú, Nueva Granada, México y Guatemala; y, dos años después, se incorporaron Buenos Aires y Chile. En 1775 se autorizó el comercio libre entre quince puertos españoles y veinticuatro americanos. Como dice Josep Maria Delgado, las reformas del comercio libre no pretenderían romper el marco proteccionista en el cual se desarrollaban los intercambios con América, sino hacerlo más eficiente, aumentando la participación del comercio español mediante la concesión de facilidades a las regiones de la periferia mejor dotadas económicamente para ello. El estímulo de esta participación fue fiscal y burocrático: simplificación del sistema impositivo, reducción de los derechos arancelarios, de los estorbos burocráticos, etc. (Delgado et al., 1986).

      El resultado fue espectacular: entre 1778 y 1788 el tráfico se multiplicó por siete y, a finales de siglo, el comercio monopolístico crecía más que el ilícito. La Real Hacienda fue la gran beneficiada, puesto que aumentaron los ingresos fiscales en concepto de comercio exterior, se consiguió que las regiones no productoras de plata generaran los recursos que necesitaban y también incrementar los envíos de mineral a España pese a la subida de los gastos públicos en las Indias. Los efectos del comercio libre sobre América han sido estudiados por John Fisher, quien ha demostrado un notable incremento de las exportaciones americanas hacia los puertos peninsulares, procedentes, especialmente, de Nueva España, el Caribe y el Río de la Plata. Entre los productos exportados, el oro y la plata superan con claridad al conjunto global del resto de productos. Como dice Fisher, refiriéndose al llamativo caso de Nueva España, la explicación fundamental del papel dominante de este virreinato en el comercio hispánico durante este período no deriva de sus actividades agrícolas, sino del crecimiento dramático de su minería. Josep Fontana ha escrito que, en líneas generales, el comercio libre rompió las articulaciones de la vieja economía colonial, sin reemplazarlas por otras nuevas, lo cual ayuda a entender, además, el difícil arranque de estos países una vez conseguida la independencia (Fontana, 1982).

      La situación económica de la América hispana durante la segunda mitad del siglo xviii es una cuestión polémica:

      a) La tesis clásica puede quedar representada por C. F. S. Cardoso y H. Pérez Brignoli (1984), para quienes este período es, exceptuando la década final, una época económica muy positiva: crece la población, la producción y el comercio, y los centros mineros dan paso a una serie de actividades subsidiarias de cierta complejidad (ganadería,

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