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y el comercio legal todavía habrá espacio para que respiren ciertas actividades manufactureras, aunque escasamente desarrolladas.

      b) La tesis más actual, producto de las últimas investigaciones, está en la línea del trabajo de Josep Maria Delgado (1990) –tesis que sintoniza con la defendida por Fisher–: las consecuencias del ímpetu reformista variaron según las características de las diferentes regiones americanas, puesto que la nueva política favoreció el desarrollo de las economías portuarias (La Habana, Buenos Aires o Caracas) ligadas al comercio con España, como resultado de la expansión del gasto público en ellas y de las nuevas oportunidades de beneficio mercantil, posibilitado por el comercio libre con la península Ibérica. Aun así, en las antiguas regiones neurálgicas del imperio (México central, Nueva Granada y Perú),en las cuales incidiría con fuerza la inflación provocada por el incremento de la producción de plata, el impacto fue negativo.

      La tesis de Delgado sintoniza con la de Slicher Van Bath (1989), quien insiste en la idea de los tiempos de bonanza vividos por la Real Hacienda, apoyándose en su pormenorizado estudio cuantitativo, donde demuestra que, después de 1760, los ingresos fiscales del gobierno español alcanzaron cifras antes desconocidas. Esto, advierte Slicher Van Bath, no es por definición una señal positiva de la situación económica de las colonias, puesto que, aunque el aumento de los ingresos gubernamentales puede ser un signo de bienestar económico, en este caso se había alcanzado tal punto de presión impositiva que estaba provocándo se una asfixia lenta de la vida económica. Este historiador utiliza el trabajo de Van Oss sobre la construcción de edificios –con la convicción de que éste es un indicador fiable de la situación económica– y advierte la escasa actividad del sector en México, en Perú y en Quito, lo cual le permite afirmar que la región sufría una severa crisis económica que puede conectarse a la inflación provocada por la plata, origen de un sensible incremento de los precios de los principales artículos de consumo, como por ejemplo el maíz y el trigo (Van Bath, 1989).

      Este proceso se hará particularmente evidente desde la última década del siglo, cuando empieza lo que Halperín Donghi (1986) llama la «crisis colonial»: el inicio de una etapa depresiva, caracterizada por la ruptura de los mecanismos reproductores que habían dotado de dinamismo a la economía interna y por una profunda crisis social, provocada por el aumento de la detracción fiscal sobre un campesinado y unos trabajadores urbanos atrapados por el descenso de sus ingresos y el incremento del precio de las subsistencias. Esta crisis económica, también advertida por Cardoso y Pérez Brignoli, se caracterizó por un triple proceso de desindustrialización, desmonetarización y desurbanización. A juicio de estos dos últimos historiadores, hacia 1790, no sólo parece evidente que los sueños de poder imperial se han desvanecido, sino también que los reajustes administrativos y fiscales obstaculizaron notablemente la prosperidad económica y liberaron odios y resentimientos que los grupos sociales afectados no olvidaron. El intendente de Venezuela, José de Ábalos, ya en 1781, escribía al rey:

      Todos los americanos tienen o nace con ellos una aversión u ojeriza grande a los españoles en común, pero más particularmente a los que vienen con empleos principales, por parecerles que les corresponden a ellos de justicia y que los que los tienen se los usurpan. (Pérez, 1977)

      No obstante, el impacto –positivo o negativo– del reformismo borbónico no puede generalizarse. Trabajos más recientes (Pérez Herrero, 1991) evidencian como en Nueva España la reforma fiscal no implicó un aumento simple de la presión impositiva, sino que supuso también un claro mecanismo de redistribución del ingreso entre las élites, comprometidas en el mantenimiento del statu quo colonial hasta mediados de la segunda década del siglo xix.

      En un plano más general, conviene añadir que las reformas puestas en marcha por la metrópoli producirán una serie de transformaciones sociales. Llegarán a América nutridos grupos de administradores peninsulares con el fin de poner en funcionamiento las reformas –especialmente, como ya hemos dicho, desde el nombramiento de José de Gálvez como visitador general– y se incrementará la inmigración peninsular. Los españoles continuarán, lógicamente, siendo minoritarios; pero su peso político y económico será mayor y más evidente, puesto que la Corona se decantaba ostensiblemente por los peninsulares a la hora de cooptar al personal que tenía que velar por los intereses de la metrópoli. Tanto la oposición contra los peninsulares –favorecidos en la carrera administrativa, en la militar y en la eclesiástica– como la oposición contra el cada vez más evidente centralismo eran tan sólo un aspecto de las reacciones provocadas en las colonias durante el siglo xviii.

      Además, el reformismo se interesó por las formas de propiedad de la tierra y por la situación de la mano de obra. Puede afirmarse que la Real Instrucción de 1754 fue una especie de reforma agraria, ya que fueron confirmadas las propiedades anteriores a 1700, pero se necesitó la presentación de títulos y el pago de los derechos de aquéllas que eran posteriores a esta fecha; igualmente, se dieron garantías a los resguardos, que eran continuamente asediados por los grandes propietarios. En lo que se refiere a la mano de obra, mientras que los esclavos negros continuaran siendo legales, los indios –sólo en la teoría protegidos por la legislación de los Austrias– fueron beneficiados al decretarse la desaparición de las encomiendas y pasar los indios encomenderos a indios de resguardo (los resguardos los hacían dueños de unas tierras por las cuales tenían que pagar tributos al rey). Lógicamente, esto fue entendido por la élite criolla como una intromisión intolerable en su control de la mano de obra. Es lo que Pierre Vilar (1976) denomina «la contradicción social fundamental», aquélla que se daba entre indios y criollos, entre trabajo y propiedad. Podía entenderse, y así se entendió, como una provocación de la metrópoli a la oligarquía criolla.

      Las reformas no se centraron exclusivamente en la esfera administrativa y burocrática con intencionalidad económica. La Iglesia católica fue otro de los frentes de combate de la monarquía borbónica. Por un lado, mantuvo las cúpulas jerárquicas en manos de los peninsulares y, por otro, en 1767, fueron expulsados dos mil quinientos jesuitas, buena parte de los cuales eran criollos, puesto que un objetivo básico de los reformadores era –tanto en la metrópoli como en las colonias– reducir la capacidad de respuesta de la Orden de San Ignacio para, después, atacar su potencia económica, especialmente evidente en lo que concernía a la propiedad territorial.

      Por lo general, la Iglesia reaccionó con excesiva dureza contra la nueva política, aunque no propició un enfrentamiento con la Corona sino, más bien, una no declarada resistencia para la cual contó con la ayuda y el apoyo de amplios sectores seglares. Mayor importancia tendrá, como veremos después, la actividad llevada a cabo por los jesuitas exiliados como teóricos del americanismo criollo. El bajo clero, por el contrario, se sintió atacado allá donde más daño le podían hacer, puesto que los fueros eclesiásticos eran el único patrimonio con el que contaban. Del bajo clero, golpeado por la desamortización de Godoy, surgirán buena parte de los oficiales insurgentes y de los dirigentes de las partidas guerrilleras durante las luchas por la independencia. Joseph Pérez (1977) ha explicado muy bien la influencia del bajo clero en los movimientos precursores de la emancipación.

      Recapitulando, podemos decir que la reformulación de las relaciones coloniales, llevada a cabo por los ilustrados de Carlos III, hizo todavía más evidentes –como afirma Lynch– las obligaciones, la pesada carga que suponía la metrópoli al abrir nuevas posibilidades a la economía americana que España no estaba en condiciones de satisfacer. Una metrópoli con un papel que, en la realidad, no iba más allá del de simple intermediaria con la Europa que se estaba industrializando y, quizás más importante –y retomamos así las palabras ya citadas del conde de Revillagigedo–, una metrópoli que ya no parecía estar en condiciones de proteger a la oligarquía criolla de las posibles demandas de las razas no blancas. Por todo esto, la lucha por la independencia será también la lucha por el contacto directo entre la América hispana y la que era cada vez más la nueva potencia económica mundial: Gran Bretaña; y, a la vez, será una opción clara de las oligarquías criollas para controlar férreamente una realidad social que España no sólo no les podía asegurar, sino que cuestionaba con disposiciones que afectaban a las relaciones con la masa indígena.

      Hay una polémica entre aquellos que entienden que el proceso emancipador arranca del siglo

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